Errar y volar [1] (Failing and Flying) – Jack Gilbert
Todos olvidan que Ícaro también ascendió.
Es igual cuando el amor toca a su fin,
o el matrimonio fracasa y todos dicen
«ellos sabían que era un error», que «jamás
funcionaría» todos dicen. Que ella era
lo bastante mayor para comprender. Pero lo
que vale la pena lo vale aunque se haga mal.
Como estar ahí, en ese océano del verano
al otro lado de la isla mientras
el amor de ella se iba apagando, las estrellas
ardían con tanto exceso en esas noches que
nadie pudo decirte que no iban a durar.
Cada mañana, ella dormía en mi cama
como una visitación, era su dulzura
como antílope que perdura en la niebla temprana.
Cada tarde la veía volver a través
del ardiente suelo empedrado, después de nadar,
y la luz del mar detrás suyo y el cielo enorme
al otro lado. Yo la escuchaba
mientras almorzábamos. ¿Cómo ellos pueden decir
que fracasó el matrimonio? Como la gente que
regresó de Provenza (cuando era Provenza)
y dijeron que era linda pero la comida grasienta.
Creo que Ícaro no fracasó en su caída,
se iba aproximando a la consumación de su triunfo.
[Traducción de Pablo De Cuba Soria]
“Entre un coro de ninfas” neoclásicas, en esas escisiones que se establecen entre versos, entre poemas, entre el esplendor y enquistamiento de un espíritu de época, se manifiesta quien, según José Lezama Lima, “por su calidad y vocación, por el conocimiento estudioso de su instrumento poético”, es “considerado como el primer poeta cubano en el tiempo”: Manuel de Zequeira y Arango.
La tradición poética cubana inicia a fines del siglo XVIII dentro de los marcos del neoclasicismo —ya para entonces una actitud tardía si pensamos en las producciones estéticas en gran parte de Europa se estaban manifestando—. Las obras del propio Zequeira (1764 – 1846), de Manuel Justo Rubalcaba (1769 – 1805), y de otros pocos poetas apenas recordables, precisamente por olvidables, así lo ejemplifican. Sin embargo, en ciertos raptos de los poemas de Zequeira, en momentos de algunas décimas y en La ronda, se escuchan resonancias derivadas de una suerte de fugas de los regímenes retóricos neoclásicos.
Justo en esos escapes es donde se podría hablar de una razón de disparate lírico, en tanto que los notables juegos de palabras, las concatenaciones “ilógicas” del discurso poético y las sorprendentes asociaciones, se revelan controlados por la voluntad (acaso inconsciente/nocturna) del poeta. Ahí las fronteras del ideal clásico son desbordadas por una capacidad intuitiva que en toda la tradición neoclásica hispanoamericana resulta difícil encontrar. Léase una de las más famosas décimas de Zequeira:
Yo vi por mis propios ojos
(dicen muchos en confianza)
en una escuela de danza
bailar por alto los cojos.
Hubo ciegos con antojos
que saltaban sobre zancos,
y sentados en los bancos
para dar más lucimiento
tocaban los instrumentos
los tullidos y los mancos.
A estos versos, una especie de alucinado jadeo insular los sostiene. Si bien en la décima anterior se ha visto un punto de partida de la rica tradición de la décima jocosa en Cuba, entre sus líneas resuenan vibraciones que señalan un más allá de la mera composición/estructura formal, se oyen sacudidas cercanas al espíritu onírico de las composiciones de los romanticismos inglés y alemán, y, aún más allá, de un atrevido impulso prosódico/rítmico que no pocas relaciones guarda con el espíritu de la poesía moderna. Esta idea no pretende pensar a Zequeira como precursor del ideal moderno; él nunca dejó de ser por lo general un producto de su época, sin embargo hay momentos en su poesía que delatan un talento poético superior a cualquier norma o condicionante estético-retórica de su tiempo.
El verso (hipérbaton) “bailar por alto los cojos” se sostiene en una sacudida lírica más quevediana (y Quevedo es más moderno que cualquier poeta neoclásico hispano) que en la pretendida exactitud neoclásica. He ahí el Zequeira que se escucha entrelineado, que oficia contra la visibilidad armónica de las formas neoclásicas. Un oficiar sin dudas ingenuo, pero de una asombrosa carga instintiva que en ciertos versos y entrelíneas, como también en La Ronda (esa invisibilidad), alcanza su máxima realización:
Yo aquel súbdito obediente
Que en grado superlativo,
Soy militar a lo vivo
Y esqueleto a lo viviente:
Yo aquel átomo paciente
Que de nada se lamenta,
Describiré la tormenta
Que con suerte muy contraria,
Yendo de ronda ordinaria
Sufrí en noche turbulenta.
En las notas de presentación a Zequeira, en el primer tomo de la Antología de la poesía cubana, Lezama Lima a propósito del poema La batalla naval de Cortés en la laguna apunta que “la lima y la constancia del artesano aparecen con más frecuencia que la verdadera naturaleza artística”. Por el contrario, sostener el mismo criterio para ciertas (y certeras) escisiones en sus décimas y en La Ronda, no revelaría el verdadero alcance de las mismas.
La Ronda es el poema que desafía sus propios presupuestos formales y temporales, que no se siente cómodo en el enmarcado que le ha designado la retórica epocal. Versos que a manera de mónadas leibnizianas traspasan ese recinto cerrado sin ventanas ni puertas. A medida que el poema discurre (que el sujeto lírico empieza a desandar la ciudad “a las tres de la mañana /con viento septentrional”), la escritura, y por extensión los personajes del poema, incluido el protagónico Ronda, se tornan porosos, envueltos en una prosodia que se corresponde con la bruma nocturnal en que los elementos del poema se expresan. Ya Fina García Marruz ha señalado en un ensayo que “Nadie se percata del trastrueque horrendo. De pronto se siente con horror que [de Ronda] va perdiendo la forma humana, que se reduce a una canilla”.
En el viaje/tránsito circular que inicia y termina en “el principal”, se asiste a un descenso a los ínferos (“Como almas del otro mundo”) donde el sujeto lírico (Ronda) alcanza esa suerte de inmaterialidad (“Porque sus dientes no hallaron /Ninguna carne en mis huesos”) que le permite traspasar el enmarcado formal de la composición hacia otro encuadre de resonancias que ya muy poco le deben a las rígidas sacudidas neoclásicas. De hecho, los sucesivos personajes (La centinela primera, La guardia, el cabo, los dos mastines…) que intentan detener a Ronda, en principio corresponden todos a estereotipos de la vida y estructura española de la época, por lo que ninguno logra identificarse con Ronda (esa extrañeza). Incluso, de la manera en que Ronda los describe, pareciera que los lleva al no reconocimiento de ellos mismos: terminan siendo seres (“casi kafkianos”, como además apuntó García Marruz) halados por la energía sonámbula del protagonista. Entre el sujeto lírico y los componentes neoclásicos que decoran el poema hay una distancia que crean esos quiebres/escisiones en las entrelíneas de La Ronda:
En el tiempo de un segundo
Llegamos a la Machina
Y al mirarnos de bolina
La centinela primera,
Dudando qué cosa fuera.
Ni aun a hablar se determina.
No obstante, como concibe
Que todos íbamos muertos,
Con trémulos desaciertos
Gritando nos da el quién vive:
De esta suerte nos recibe
La guardia llena de espanto,
Y sospechando entretanto
De mi vital subsistencia,
Para afirmar mi existencia
Tuve que implorar a un Santo.
Después que entregué el marrón.
Vi sirviendo de tintero
Un casco como mortero,
Y por pluma había un cañón:
Al firmar, sin dilación
Mi pluma luego se excita,
Y en la espesura infinita
Que el cañón tenía en su talla
Una rígida metralla
En vez de tinta vomita.
La Ronda es, anterior a Rimbaud, el barco ebrio (o especie de nave de los locos que emprende su viaje en el interior de un exterior: la ciudad amurallada) que Zequeira (se) construye. Poema que simbolizó su medio de auto-expulsión de la polis habanera —ya que prontamente se le empezaría a tratar de loco—, o más lejos aún, significó un indicio de expulsión entrelineada de las rígidas estructuras e imaginarios neoclásicos:
Cese mi pluma grosera
En su tan cansado estilo,
Dejando pendiente el hilo
Al filo de otra tijera.
Los movimientos que se desprenden de la vibración de estos versos apuntan hacia una manera del decir y escuchar poéticos que ya muy poco —o nada— le deben al de su contexto histórico. El “cansado estilo” que deja “pendiente el hilo /al filo de otra tijera” no finaliza en el punto final del poemas, sino que se amplifica en una complejidad léxico-sonora que luego sufrirá otras fracturas/sacudidas en la escritura de sucesivos poetas en décadas posteriores. Por ello Samuel Feijóo llamó a Zequeira “el gran introductor del ruido en Cuba”. Esta composición zequeiriana significó sin dudas un impulso iniciático y a la vez renovador —de ahí que inicie una tradición poética en/desde la ruptura entrelineada de un molde, en el ruido que retumba y derrumba— para la historia posterior de la imaginación y la sensibilidad cubanas.
En otro nivel, el hecho de que La Ronda haya sido escrita en momentos en que la locura comenzó a expresarse en Zequeira, en el instante en que, como Nietzsche al abrazar un caballo en una plaza de Turín, él se coloca el sombrero en la cabeza y exige que se le llame (quizás en el medio de alguna plaza habanera o matancera) Manuel “Borbón” Zequeira, no debe pensarse que es una composición escrita desde la demencia, ni que ella es su inspiración. Sino que desde los primeros padecimientos de alucinación, Zequeira es consciente de un estadio de salud (sólo la locura se expresa en tanto sea percibida desde un punto de vista de salud) que le lleva a intuir tales entreversos que se desvían del patrón neoclásico. De ahí que la poesía cubana principie tanto en una invisibilidad en fuga de un enquistado espíritu de época, como en una razón de disparate lírico, compuesta de ruidos, que luego serían retomados por Milanés, Poveda, Lezama, Piñera, Feijóo, Escobar…
Para Michel Foucault “la situación liminar del loco” se despliega “a lo largo de una geografía mitad real y mitad imaginaria”. Manuel de Zequeira, el chiflado, aquel que escribió una alocada ronda habanera desde un rapto de lucidez y salud poéticas, accedió/reveló el ruido de lo cubano en la indefinición que se manifiesta entre el sueño y la vigilia, entre lo visible y lo invisible, entre el título de coronel que le fuera otorgado por sus gestas militares y la infinidad de pseudónimos con los que firmó sus escritos, entre la rígida y estable razón neoclásica y cierto impulso de inestabilidad barroquizante (donde el disparate actúa). En esa geografía de la locura cartografiada por Foucault, asoma la figura de Manuel de Zequeira y Arango desde su invisibilidad proclamada. Las misteriosas vibraciones de La Ronda habitan ese estar entrelineado que se instalará como base de operaciones artísticas de toda una tradición.
Se dice que Zequeira transcribía hasta el cansancio ciertos poemas de Quevedo y Góngora, y que luego escribía (imitando) sus propios textos a partir de esas transcripciones previas. Justamente de aquella imitatio auctoris se derivaron los momentos intuitivos de Zequeira. De la imitatio se desprendió un appetitus intellectualis capaz de intuir esas expresiones propias e inquietantes que han llevado a pensar lo como el sujeto donde principia la historia de la poesía cubana.
[Pablo De Cuba Soria]
De “Red Rose and a Beggar” (Hermetic definition, 1972)
[1]
¿Por qué llegaste
a importunar mi ocaso?
Soy vieja (lo fui hasta que llegaste);
la más roja de las rosas se desdobla
(lo cual es absurdo
en esta edad, este lugar,
es impropio, improbable
e incluso algo escandaloso),
la más roja de las rosas se desdobla;
(nadie podría detenerla,
ni una inmanente amenaza del aire,
ni siquiera la tempestad
que arruina nuestra fruta del verano),
la más roja de las rosas se desdobla
(tienen que tenerlo en cuenta). [1]
[2]
Llévame a un lugar cualquiera, cualquiera;
en ti penetro,
Dogo —Venecia—,
eres toda mi comarca;
me ocultaría en tu mente
como lo haría el niño en un desván,
¿qué podría encontrar allí?
¿religión o magia? — ¿las dos? ¿ninguna?
¿una o la otra? juntas, semejantes,
acopladas, exactamente iguales,
igual de poderosas, juntas pero separadas,
el ámbar de tus ojos.
[Traducción de Pablo De Cuba Soria]
En el número correspondiente a junio-julio de 1963 de la revista Critique, cuando iniciaba el fervor post-estructuralista que dominó el campo de la teoría estético-literaria en las dos siguientes décadas, en el ensayo “Fuerza y significación”, que luego sería el primer capítulo de La escritura y la diferencia (1967), Jacques Derrida cartografió el alcance y el límite histórico-epistemológicos del estructuralismo:
“Si se retirase un día, abandonando sus obras y sus signos en las playas de nuestra civilización, la invasión estructuralista llegaría a ser una cuestión para el historiador de las ideas. Quizás incluso un objeto. Pero el historiador al que le llegase a ocurrir algo así se equivocaría: por el gesto mismo de considerarla como un objeto, olvidaría su sentido, y que se trata en primer término de una aventura de la mirada, de una conversión en la manera de cuestionar ante todo objeto […] Como vivimos de la fecundidad estructuralista, es demasiado pronto para fustigar nuestro sueño. Hay que soñar en él con lo que podría significar. […] La forma fascina cuando no se tiene ya la fuerza de comprender la fuerza en su interior. Es decir, crear. Por eso la crítica literaria es estructuralista en toda época, por esencia y destino. No lo sabía, ahora lo comprende, se piensa a sí misma en su concepto, en su sistema y en su método.”
Para el filósofo francés, la fuerza del estructuralismo —en el campo de la crítica literaria— radicaba justo allí donde le era negado penetrar más; donde ya sólo le quedaba pensarse a sí mismo; donde, en fin, se reconocía en su propia imposibilidad: constituirse en aquello que sostenía: la obra de arte. Pero como “la crítica literaria es estructuralista en toda época, por esencia y destino”, desde que “la figura del crítico emerge a finales del siglo XVIII e inicios del XIX, paralelamente al crecimiento gradual de un público amplio y democrático” (esto nos lo recuerda Boris Groys), hasta el día de hoy, en que “las imágenes sin texto [y los escritos sin paratextos] son embarazosos como una persona desnuda en un espacio público” (Groys), pueden algunos sentirse a salvo, otros desesperados, al saber que en el campo de la crítica no hemos salido de la dictadura estructural. Los archivos, donde guardamos bajo sellos crítico-teóricos todo arsenal artístico-cultural, resultan por definición estructurales: estructura lingüística, estructura social, estructura política, estructura de género, estructura de raza, incluso estructura de las estructuras.
Nos hemos vuelto expertos en darle vueltas al objeto artístico, porque él es de por sí impenetrable; no atinamos ni siquiera a abrazarlo y gritar “Mutter, ich bin dumm”, como hizo Nietzsche con aquel caballo, porque tal acto sólo pertenece a un punto y a un momento concretos de la mañana turinesa del 3 de enero de 1889, esto es, un acontecimiento que se separó del tiempo de la historia para acceder al tiempo del mito y la locura. Y a nosotros no nos conviene esa locura, porque en la actualidad la locura ya tienen nombre, y es confortable: se llama mercado. Y para muchos de nosotros en este tiempo (que es cualquiera), y en este espacio (casi siempre intercambiable), tiene apellido: mercado académico. Nos hemos convertido en urbanistas que proyectan el trazado vial alrededor del objeto artístico; o en arquitectos u obreros que diseñan y le construyen una casa cómoda, un encierro placentero.
Pero no sólo los críticos son los responsables, los artistas desde los mismos inicios de la Modernidad también sucumbieron al cariño maternal de la teoría, incorporándola a ella, cada vez con más desatino, o con mayor acierto, porque el pulso poético también necesita exteriorizarse desde y por las formas del exceso. Con Mallarmé tuvimos, a partir de su recepción de Hegel, unos de estos hermosos desatinos. Emil Cioran nos recuerda que la obsesión de Mallarmé fue:
“Crear una obra que rivalice con el mundo, que no sea su reflejo sino su doble, no es una idea que haya tomado de los alquimistas, sino de Hegel, del Hegel a quien no conocía más que indirectamente a través de Villiers, el cual apenas le había leído, justo lo suficiente para poder citarle de vez en cuando y llamarle pomposamente «el reconstructor del Universo», fórmula que debió de impresionar a Mallarmé, puesto que el Libro aspiraba precisamente a la reconstrucción del Universo.”
Despropósitos que en las vanguardias alcanzó un cul-de-sac en el que actualmente estamos todavía dando palos de ciegos, guiados por esos lazarillos llamados ismos, siempre ellos reinventándose, sustituyéndose, confundiéndose unos con otros. Ismos que todavía pretenden encerrar a los incontables modos y flujos de expresión artística que en la actualidad conviven.
Recientemente estuve trabajando en algunos poemas de Néstor Perlongher. Mejor dicho: estuve analizándolos. Y análisis quiere decir “dividir mediante la razón la unidad”, nos advierte Guido Ceronetti, lo que “no es un trabajo demasiado limpio”. Pero como estamos en un lodazal sin retorno, o un campo sin horizonte lleno de reses descuartizadas donde aparecemos como carniceros, no renuncié a meter esa carga de caballería crítico-teórica en los poemas. Pero en uno de ellos, “Música de cámara”, del libro Alambres (1989), me devolvió el ánimo, haciéndome otra vez creer, a medida que lo leía y releía, que muy pronto, ya mismo, olvidaría todo recurso crítico para pensarlo, todo “en el sentido de que no quede nada que descubrir en medio del campo de análisis agudísimos que les han crecido encima” (Ceronetti). Escuchemos el poema:
“Dime ya, Delia: creo en esas músicas que como liendres se agazapan tras las axilas de los pobres que condenados a los gases se desnudaban en las cámaras y aspiraban el fino —o el bravío— hedor del mediodía: creo, decime, en esas melopeas de músicos de cámaras que toman la batuta y suenan los violines violentos y los vientos ventrales cuando ellos se retuercen, desnudos, en el gas: dime más: dime, creo en las batutas que los ejecutores blanden en ese aire con leve olor a gas que escapa de las cámaras de música en que el público, desnudo y demudado, yace: dime, acaso lo crees? dime sí: que creo en esos públicos desnudos que yacen demudados cuando por sus orejas penetran los brumosos sonajeros, los dulces violoncelos de la cuna, del gas: dímelo ya.”
Pretendí, en efecto, leer este poema más allá (o acá) de “una militancia del deseo”, “de una subversión lúdica del fascismo”, de “una desterritorialización y transtemporalidad de los eventos históricos”, de “una distorsión y perversión neobarrocas”, etc., etc., etc. Lo leí y lo escuché (o en todo caso escuché con los ojos, con el oído interior), sólo eso: movimientos sublimes de una pieza de cámara. Así de sencillo, estaba frente a un poema que venía a reivindicar aquel ideal del pensamiento poético moderno que, en palabras de Walter Benjamin:
“La gran preocupación de todos ellos [de los poetas franceses modernos] era la de la música. Así, literalmente destrozados, iban saliendo domingo tras domingo del concert Lamoureaux en los Campos Elíseos, donde escuchaban las grandes oberturas de Wagner. «Al lado de esto, nosotros ¿qué podemos hacer?», así sonaba, desesperadamente, aquella gran reseña de Baudelaire sobre Tannhauser en los poetas jóvenes. La música tiene notas, tonalidades y escalas: por lo tanto, puede construir. Por el contrario, ¿qué es construcción en poesía? Casi siempre, un retoque de lo que es la estructura lógica. Por ello, en el campo de la fonética, los simbolistas trataron de imitar la construcción de las sinfonías. Cuando al fin Mallarmé ya ha elaborado las grandes obras maestras de este estilo, aún da un paso más. Hace que la escritura compita estrictamente con la música.”
Pero no nos preocupemos, rápidamente he acudido a Benjamin, he alejado cualquier pista que pudiera tacharme de ingenuo, o elitista, o alienado, o hasta de fascista, y me he puesto la vestimenta del carnicero para seguirle dando hachazos (analizando) a la res poética. Nada, que melancólicamente pretendí creer que en aquella idea de Derrida subyacía esta certeza: Un poema es barroco, o romántico, o clásico, o coloquial, o surrealista, o postcolonial, no porque se constituya y revele en tanto expresión barroca, o romántica, o clásica, o coloquial, o surrealista, o postcolonial; lo barroco o lo neobarroco, en el caso del poema que leímos de Perlongher, es apenas el componente mecánico, momento formal, incluso estructural, a través del cual se llega al poema; esto es, desde donde se construye la materialidad del poema. Como sentenció Susan Sontag:
“Ninguno de nosotros podrá recuperar jamás aquella inocencia anterior a toda teoría, cuando el arte no se veía obligado a justificarse, cuando no se preguntaba a la obra de arte qué decía, pues se sabía (o se creía saber) qué hacía. Desde ahora hasta el final de toda conciencia, tendremos que cargar con la tarea de defender el arte. Sólo podremos discutir sobre este u otro medio de defensa. Es más: tenemos el deber de desechar cualquier medio de defensa y justificación del arte que resulte particularmente obtuso, o costoso, o insensible a las necesidades y a la práctica contemporáneas.”
Eso: también he acudido a Sontag, le he rogado que hable por mí…
Flaubert creía que si Plauto hubiera conocido a Aristóteles se hubiera reído en su cara debido a su poética. Pero a nosotros nos es negada esa risa salvaje de Plauto que imaginó Flaubert: somos el resultado de siglos de amordazamiento aristotélico. Y eso nos tiene que poner contentos. Por lo que, repitámoslo, exorcicemos el estado melancólico anterior, que en cuestiones prácticas de nada nos sirve, y pensemos entonces la crítica literaria desde otra perspectiva, donde esta, a contrapelo de la idea derrideana, puede compartir el impulso creativo de la obra de arte. Vayamos allá, pues, porque “entre la palabra y las vísceras todas esas máquinas”, no vuelve a recordar Ceronetti.
El análisis poético —la lectura crítica de poesía— se fundamenta en dos niveles: uno que piensa el poema a partir de los valores que la tradición ha instalado como principios; y otro, aún más profundo, que piensa el poema como valoración crítica de esos valores. Asimismo, esta valoración de los poemas instituidos procede a su vez en dos direcciones o modos de operación: uno que amplifica los límites artísticos, éticos y conceptuales que ofrecen esos valores; y otro que dinamita el territorio que ocupan los valores mismos.
A toda creación artística debe corresponder una imaginación crítica que pueda rivalizar con ella. La imaginación crítica es el ejército —cuyas armas son los instrumentales teórico y analíticos— que incursiona, asedia y embiste el reino de la creación; no para destruirlo, sino para someterlo e imponerle una lógica interpretativa, acaso reveladora, que dé cuenta de lo que es el poema (o lo que son un conjunto de poemas, o lo que son ciertos libros de poemas, o ciertas tendencias y corrientes poéticas). Esto es, todo poema en sí, lo que podríamos pensar como la materia misma del poema —tanto sus presupuestos técnicos como sus lógicas de sentidos—, resulta accesible, penetrable, en la medida que le haga frente una imaginación crítica que posea un arsenal teórico capaz de asaltar, subyugar, dominar los territorios de la creación. Entonces, en ese instante en que la imaginación crítica conquista el reino de la creación, ella misma deviene creación, es creación.
El proceso descrito en el párrafo anterior resultaría aplicable casi de igual modo tanto para el crítico como para el poeta. La única diferencia es que el poeta substituye instrumental imaginativo por instrumental teórico. El poeta se auxilia sobre todo de la fuerza puramente verbal, en detrimento de la idea o fuerza conceptual —lo que no resta que idea y concepto formen también parte de su equipaje, aunque en mucha menor medida y necesidad; como energías secundarias, nunca primarias—. En el poeta la energía verbal adviene anterior a la conceptualización, a la idea. En el crítico (también en el filósofo) los conceptos salen a la búsqueda del diseño verbal que les corresponden. Para Harold Rosenberg “la poesía como alquimia verbal es una manera de sentir, nunca la expresión o la ilustración de una filosofía. Ni empieza ni termina con ideas. Su magia consiste en salir adelante sin ayuda de las generalizaciones”.
Entonces hoy, aquí mismo, ¿poeta y crítico, por senderos distintos, pueden llegar a conquistar espacios de creación? Aunque “todas esas máquinas” chirreen y chirreen hasta volver a chirriar, aunque todos esos automóviles nublen las calles del poema, pensemos que sí. Pensemos que —entre tanta mordaza que ha cercado al poema— tenemos algo que ofrecerle a Ella, y a Él.
Entre tanta jerga teórico-crítica, un campo de girasoles que desconoce las justificaciones… Un campo de girasoles para ciegos.
[Pablo De Cuba Soria]
1- El monóculo melancólico, Guido Ceronetti.
La infinita erudición de Ceronetti va de la mano de su infinita capacidad e imaginación sintácticas. En la prosa de Ceronetti se da un enroque de conocimiento y creación, hasta crear un delicadísimo paño verbal que, no obstante, está atravesado por una mordacidad y humor implacables. Ceronetti ensaya desde los territorios de Verso, desde los arcanos mismos de lo poético. Los ensayos “Poesía clara, poesía oscura” y “Muerte de la Plegaria” son para enmarcar; de hecho, ahí están como dos libros más en mi Biblia personal.
Subrayado: “Escribo aún versos, no he perdido el gusto. La pasión por excavar en una breve línea de escritura —coloso de apariencia muy tenue— revela un irregular apego a todo (conocimiento, amor, vida, mundo, Dios); sin embargo, el resultado no es bueno si no se comprueba de inmediato, en el verso terminado, la fuerza de un verdadero alejamiento.”
2- El caballero y la muerte, Leonardo Sciascia.
Ni novela negra, ni leches. Sciascia compone con/desde la lóbrega amabilidad que caracteriza a muchas de las grandes obras artísticas. La verdadera investigación que esta novela emprende es ontológica, y el conejillo de indias para tal empeño es el personaje protagónico, el Vice, que muere kafkianamente, en una suerte de espacio y tiempo sicilianos grabados por Durero. Sciascia, como buen animal insular, escribe desde el aislamiento, con una prosa que tiende a sostenerse en la prosodia de las olas marinas, de un golpear entre implacable y sedoso.
Subrayado (es imperativa su extensión): “De pensamiento en pensamiento, al irse disipando esa obsesión, pasó a recordar los perros de su infancia, sus nombres, el valor de unos, la pereza de otros, como decía su padre cuando hablaba con otros cazadores. De pronto se le ocurrió algo que hasta entonces nunca había pensado: ninguno había muerto en la casa, no habían visto morir a ninguno, ni a ninguno habían encontrado muerto en su camita de paja y mantas viejas. A determinada altura de su edad o de su bronquitis se los veía cansados, ya sin ganas de comer ni retozar, y desaparecían. El pudor de la propia muerte. Como en Montaigne. Y le pareció sublime, con la misma fuerza afirmativa del imperativo kantiano, como una modalidad de ese imperativo, el hecho de que una de las más altas inteligencias de la humanidad, deseando que la muerte lo alcanzase lejos de las personas que lo habían rodeado en vida, y mejor en soledad, hubiese meditado y razonado lo mismo que el perro sentía por instinto. Y eso bastó, a través de la gran sombra de Montaigne, para reconciliarlo con los perros.”
3- Rebelión en la granja, George Orwell.
Un libro cuya lectura postergué durante años. Leído casi de un tirón, como no debería leerse ningún libro. (A los libros hay que degustarlos, lentus in umbra, y si pasan el examen, cerrarlos, dejarlos descansar, volver a abrirlos, mal leerlos, reescribirlos en la medida en que se leen, descifrar la música por la que las frases avanzan y se detienen y finalmente se deshacen hasta alcanzar categoría de resonancias, quienes entonces ya no pertenecen a su autor, sino a tu oído interno.) Esta novela resulta una de las grandes fábulas modernas —suerte de Esopo estalinista, o de La Fontaine maoísta—, pero se trata de una fabulación que muere en el espacio de lo político, que todo lo pervierte, tan propio y tan ajeno a lo literario. La imagen del cerdo Napoleón, caminado en dos patas, con pipa en boca, es inolvidable. En fin, una sátira que deja en cueros —revela procederes de su vida íntima— a ese señor llamado Totalitarismo.
Subrayado: “Era un cerdo caminando sobre sus patas traseras. Sí, era Squealer. Un poco torpemente, como si no estuviera del todo acostumbrado a sostener su gran volumen en esa posición, pero con perfecto equilibrio, estaba paseándose por el patio. Y un rato después, por la puerta de la casa apareció una larga fila de cerdos, todos caminando sobre sus patas traseras. Algunos lo hacían mejor que otros, si bien uno o dos andaban un poco inseguros, dando la impresión de que les hubiera gustado el apoyo de un bastón, pero todos ellos dieron con éxito una vuelta completa por el patio. Finalmente, se oyó un tremendo ladrido de los perros y un agudo cacareo del gallo negro, y apareció Napoleón en persona, erguido majestuosamente, lanzando miradas arrogantes hacia uno y otro lado y con los perros brincando alrededor. Llevaba un látigo en la mano.”
4- La folie Baudelaire, Roberto Calasso.
En su prosa, Calasso siempre es capaz de dar con la frase inteligente que además (nos) llega a encantar. Calasso no sólo ensaya sobre la obra y los accidentes de vida de Baudelaire, también noveliza a Baudelaire. Asimismo, hay en estas páginas una precisa exposición del ideal del artista moderno, cuya cabeza fue sin dudas el autor de Las flores del mal. Sin embargo, Calasso no se limita a ensayar sobre la poesía baudelaireana, va más lejos: rastrea en los escritos sobre arte de Baudelaire ese ideal de lo moderno que marcaría todo el pensamiento artístico (y estético) hasta el día de hoy.
Subrayado: “El Aburrimiento, el Tedio que Baudelaire puso como divinidad tutelar en el umbral de Les Fleurs du mal era el sobrentendido, la lengua franca de todas las sensibilidades. Era la perforación del terreno que permitía alcanzar un estrato común, el equivalente de la lucha de clases para Marx.”
5- Enemigos de la promesa, Cyril Connolly.
A propósito de la muerte de Connolly, Stephen Spender dijo: “La gente, toda, parece sustituible, salvo aquellos pocos que se llevan partes de nosotros, que no pueden ser sustituidas. Ahora, ¿a quién le podremos preguntar sobre buenos libros?”. Este es uno de los escritos fundamentales para comprender el fenómeno de la literatura moderna, ya que en él Connolly expone su tesis desde la definición y análisis de “los estilos de lo moderno”: el estilo vernáculo vs. el estilo mandarín. En este volumen el pensamiento crítico está sostenido en un discurrir prosódico-mental tan vigoroso, que a veces no sabría dirimir qué es más importante: el objeto de análisis y las ideas expuestas, o la escritura en sí misma. Con Connolly se aprende a ensayar.
Subrayado: “Un gran escritor crea un mundo propio y sus lectores se enorgullecen de vivir en él. Un escritor inferior podrá atraerlos durante un momento determinado, pero muy pronto los verá marcharse en fila. Oscurece ya, las ranas croan, los vencejos se ladean y silban sobre el terraplén y la noche va cargando de amenaza las horas sesgadas durante las que se me puede confiar una pluma.”
6- Al buen entendedor. Ensayos, Seamus Heaney.
Leer los ensayos de los grandes poetas es (casi) siempre aconsejable. Ellos nos aleccionan (como casi nadie sabe) en los secretos técnicos y expresivos en cuanto a poema y poesía se refiere. Ellos nos traducen (como casi nadie podría traducirlas) las voces e ideas de lo artístico y de lo poético. Heaney no es la excepción, y estos ensayos son ejemplo de ello. Heaney nos habla de Eliot con la naturalidad e intensidad de quien nos cuenta la tensa y hermosa relación con su mejor amigo del colegio.
Subrayado: “Así pues, para concluir diré que si Eliot no me ayudó a escribir, sí me ayudó a aprender lo que significa leer. La experiencia de su poesía es insólitamente pura. Se comienza y se termina con las palabras, a diferencia de la obra de otros poetas donde, con frecuencia, el lector puede hallar respiros y coartadas.”
7- El último día del estornino, Gerardo Fernández Fe.
Una novela proustianamente anti-proustiana; o para decirlo de otra manera, menos macarrónica: una novela donde en sus entrelíneas se le ha dado empleo a Proust, a las ideas que sobre “lo literario” desarrolló Marcel Proust. Fernández Fe logró en este libro congraciar/enrocar a varios de los subgéneros narrativos: la novela negra, la novela polifónica, la psicológica… Un relato donde la gimnasia cerebral y los ejercicios imaginativos —encarnados en el personaje principal: Luis Mota— maniobran los hilos argumentales. Una novela que debe leerse como se transcribe una partida de ajedrez: maniobras tácticas y posicionales entre 64 casillas; o para decirlo de otra manera, más literaria: (casi) infinitas combinaciones narrativo-argumentales en las extensiones de la página.
Subrayado: “Todo conduce a una misma sensación: el estornino caído a sus pies en convulsiones espantosas a la salida de la última película de Van Diesel; el recuerdo de la muerte de su padre veleidoso a manos femeninas; el viaje de su madre combatiente hacia un no-sentido, hacia la nada; el fusil automático que ajustició sin razón aparente a Derrick Gloster […]; el cuerpo de David Carradine, su actor preferido en Kill Bill II, encontrado sin vida en su hotel de Bangkok, desnudo, sin señales de lucha...”
8- Los duelos de una cabeza sin mundo, Ernesto Carrión.
Aquella exigencia teleológica de José Lezama Lima, donde la Poesía debía reencarnar en la Historia, es retomada en Los duelos de una cabeza sin mundo. Pero Ernesto Carrión recoge el guante lezamiano desde una intelección de reverso: la reencarnación del logos poético en la Historia (americana, occidental, que no accidentalmente mestiza) ha sido postergada/suspendida en su improbable realización. Poemas donde el metarrelato histórico se hace trizas en un violento viaje hacia las profundidades de la individualización. Poemas donde se presiona la sintaxis de cada verso hasta alcanzar la convulsión (barroca) de la lengua.
Subrayado: “del hospital privado los recuerdos deslavando tus enormes memorias suceden afuera: la quijada que te rompiste en la casa de la colina donde una de las marías te sobrevivía repleta de una luna esparcida en sus mecedoras Dos meses sin comer y el hambre con el que las enfermeras ataron tu mirada al mundo y tu lengua al paladar para que te calles”
9- Hospital británico, Héctor Viel Temperley.
El último libro de poemas de Temperley, escrito desde una enfermedad terminal —incluida una operación a cerebro abierto—, meses antes de morir. Esquirlas poéticas en prosa, dolorosamente saludables. Poemas de un expresionismo místico que nos recuerda que la verdadera poesía accede a un descampado ontológico donde Retórica ya no importa —aunque por ella sea inevitable transitar—; poemas de un surrealismo anti-retórico, dictados por un sueño fúnebre. Lírica repetitiva… repetitiva y última como la muerte misma.
Subrayado: “La muchacha regresa con rostro de roedor, desfigurada por no querer saber lo que es ser joven. /Llevando otro embarazo sobre las largas piernas, me pide humildemente fechas para una lápida.”
10- El arte moderno: Del iluminismo a los movimientos contemporáneos, Giulio Carlo Argan.
Un libro imprescindible para amantes y estudiosos del Arte Moderno. Es más, un “must read” para profundizar, por un lado, en los intríngulis estéticos e históricos de la contemporaneidad artística; y por otro, para disfrutar de una ensayística donde conocimiento riguroso e intuición crítica van de la mano. En estas páginas se desbroza lo Moderno del mismo modo en que lo hace el carnicero con la res; esto es, a lo Moderno se examina como a “un paciente anestesiado sobre una mesa”. Además, la prosa de Argan le debe mucho a la de estetas como John Ruskin y Oscar Wilde, tan poco practicada por estos días llenos de pseudo-sofistas, de derrideanos con errores de redacción, y de “pensadores” y “teóricos” sin la gracia lingüística. Leer a Argan desintoxica, vigoriza, renueva la fe en la crítica y filosofía del arte.
Subrayado: “Klimt es conciente de la lenta e ineluctable decadencia de la sociedad, de la que se siente un triste cantor: la sociedad del viejo imperio austro-húngaro, que ya sólo conserva el recuerdo de un originario prestigio como institución teocrática. Klimt se siente profundamente fascinado por este ocaso histórico; asocia la idea del arte y de lo bello a la de la decadencia, a la de la disolución del todo, a la de la precaria supervivencia de la forma estética tras la muerte histórica. En una profusión de ornamentos simbólicos, pero de cuyo significado también se ha perdido el recuerdo; desarrolla los ritmos melódicos de un linealismo que termina siempre volviendo al punto de partida, cerrándose en sí mismo; y los acompaña con delicadas y melancólicas armonías de colores apagados, cenicientos, perlados.”
11- Tercera persona, Rolando Jorge.
Obra de vida —a la que le aguardan todavía muchas resonancias—, poesía reunida (donde se incluyen cuadernos inéditos) de este lobo solitario y poeta full time que firma con el seudónimo de Rolando Jorge, y que en verdad se nombra Homero, o Franz Kafka, o César Vallejo, o José Lezama Lima, o Søren Kierkegaard o tantísimos otros que caben, apretaditos, en cada uno de sus versos. Poemas deshilachados, muchas veces inacabados, versos de sonido seco que se dispersan/bifurcan en la aridez sonora que van creando. Rolando mira al lenguaje a los ojos; Rolando lo insulta, lo profana. Para un poeta como Rolando Jorge la lectura es la morada del Ser, y la posterior escritura el testimonio de cómo habitar esa morada.
Subrayado (verso que resume, y rezume): “Todo es juego; juego macabro de nublar y caer”.
12- Iconos. Imágenes extremas, Massimo Cacciari.
Cacciari nos recuerda que, aunque agazapado, actuando en interiores, el sentido auditivo está a la misma altura de la mirada, de ahí que estos tres ensayos sobre tres pinturas —Trinidad, de Andréi Rublev; La resurrección de Cristo, de Piero Della Francesca; y Retrato de los Arnolfini, de Jan Van Eyck— sean cantos ensayísticos, crítica sonora. Cacciari nos devuelve, mediante el estudio de los componente formales y espirituales que articulan esas tres Obras, la dimensión teológica-filosófica del Arte. Asimismo, excava en las imágenes para situarnos bajo una noche iluminada tanto por el misterio de las etimologías y de los símbolos religiosos, como por la naturaleza humana, demasiado humana de lo divino.
Subrayado (aquí se habla de la Trinidad, de Rublev): “Todas las figuras permiten el ámbito que comparten —ambitus ómnium—, pero cada una de ellas según su naturaleza. Cada una perfectamente distinta. Y así son también todas las presencias del icono: los escaños, el altar, los elementos del fondo, los pliegues mismos de las vestimentas tienen identidad y geometría propias, ritmos bien definidos respecto de la sustancia puramente espiritual del Círculo, ápeiron periéchon, el infinito envolvimiento que lo abraza. Se hace invisible la armonía entre Cronos y Aión, característica del platonismo y que es esencial para entender los fundamentos teológicos del arte del icono […] ¡La de Rublev es la traducción más fiel que se haya hecho nunca del primer versículo de Juan!”
13- Los poemas de Maximus, Charles Olson.
Junto a los Cantos de Pound, Patterson de Williams y A de Zukofsky, uno de los proyecto poéticos más ambiciosos y asombrosos de la lengua inglesa (más bien estadounidense) durante el Siglo XX. Esta muy buena traducción de Ricardo Cazares nos trae al castellano el idioma Olson, apenas escuchado del Río Grande a la Patagonia, y de Gijón a Tarifa —incluyendo Canarias—. Los poemas de Maximus son una puesta en escena (no importa si a priori o a posteriori) de aquella hermosa idea programática que el propio Olson desarrolló/expuso en su ensayo “Projective Verse”. Tanto los poemas como el ensayo de Olson renovaron, desde una relectura crítica de la modernidad poética, la escena literaria contemporánea. Uno de los grandes poemas sinfónicos de la última centuria.
Subrayado: “Mido mi canción, /mido sus fuentes, me mido, mido /mis fuerzas //Y zumbo /como la abeja /que no alcanzó /el ciruelo /y quedó atrapada /en mi ventana //Y el zumbido de sus alas /borra el ruido /de mi máquina)”
14- Acta est Fabula, José Kozer.
No es este el final de la Comedia, como pensaría un antiguo, o algún moderno despistado. Mucho menos el final de La Obra de José Kozer: esta Antología/Muestra (con varios inéditos) es apenas un recuento, una “pausa” en la mitad de la blancura de la noche, para de inmediato —a la mañana siguiente, entre el trastear de Guadalupe en la cocina y los cumplimientos fisiológicos— volver a empezar a escribir otro fragmento de ese sempiterno Poema de Kozer que siempre está haciéndose. Escuchad atentos, con el oído interior, elevad la mirada hasta los demás órdenes sensitivos: luego de atravesar la selva selvaggia de las formas y retóricas kozerianas, accedemos al sosiego, al cantar, a la voz del poeta diciéndonos (como un César de la poesía): «¡plaudite!, me japanese».
Subrayado: “En ti, Guadalupe, /reconfortar es natural. /Imprímele a quien esperas /entre dos orillas dos soplos, /un poco de figura y hálito, /imprímele otro poco de /tu diestra figura (naturaleza) /nárrale para oírlo, háblale /para escucharlo, y de él /(José) vendrá otra vez /(Pound) la lluvia (Li Po): /no estamos tú y yo /dispersos. Es aquí; aquí: /el sitio tiene nombre como /nombre innombrable tiene /tu naturaleza: le pondremos /endecha (qué más da); bien /sabemos que es para salir /del paso, sal a mi paso, /que llueve fino (llueve bien) /y las florestas de /la palabra se han hinchado.”
[Pablo De Cuba Soria]
El año 1941 escrito a lápiz al final del manuscrito, y/o “colección de exageraciones enfermizas” al inicio del mismo; la admiración hacia Madame Deffand, “tal vez la persona más clarividente de aquel siglo” XVIII; un “paisaje donde el infinito no tiene lugar”; “un país feliz en su espacio, con personalidad geográfica bien definida, lograda incluso en el plano físico”; una nación, en fin, que “ha opuesto la elegancia al infinito”; he ahí la Francia que Emil Michel Cioran piensa en su libro Sobre Francia. Una Francia que Cioran piensa sagazmente, pero también una Francia a la que él le da su forma. Un ensayo éste que es tanto una lúcida disertación sobre “la más refinada” de las naciones de Occidente, como un autorretrato del propio Cioran.
La auténtica biografía de los escritores se encuentra en el tono y accidentes estilísticos que sostienen su escritura. La fisonomía del escritor es más visible (apreciable) en las contracciones y distensiones que provocan el encadenar de sus palabras/frases, en los excesos y complacencias que sus ideas practican, que en las fotografías que de él (o ella) existan. Cioran no es la excepción. Leerlo, caer en su lengua, resulta una manera de corroborar a priori el rostro melancólico e incisivo que conocemos a través de imágenes.
Sobre Francia fue escrito en un momento de transición en la obra/vida de Cioran. Había dejado atrás la Rumania natal (“tierras primitivas, [el] submundo de Valaquia”), y residía ya como becario en la Francia que luego recorrería en bicicleta una vez perdida la beca y escogido el ocio, en el París que fue testigo de sus interminables insomnios durante décadas, y de su metamorfosis de un escritor heideggeriano a un pensador donde la jerga filosófica era substituida por una punzante manera literaria de pensar y escribir el mundo, o lo que de él va quedando. Sobre Francia es el espacio donde la escritura del autor de Breviario de podredumbre concreta su alejamiento del decir filosófico, para cultivar un decir/género cruzado por el ensayo literario y los escombros vitales que quedaban de su vocación filosófica.
Para Cioran, a semejanza de Nietzsche, Francia fue un modelo, un amor cultivable. Sin embargo, a diferencia del genio de Röcken —a quien primero admiró y del que posteriormente renegó, como buen parricida—, Cioran reconoce el mal y la salvación de Francia: la obsesión por la forma, que conlleva a la ausencia de profundidad, de vértigo: “¿Qué ha amado Francia? Los estilos, los placeres de la inteligencia, los salones, la razón, las pequeñas perfecciones. La expresión precede a la naturaleza. Se trata de una cultura de la forma que cubre las fuerzas elementales y extiende sobre todo brote pasional el barniz bien pensado del refinamiento”.
Tanto o más que una contingencia geográfica o una invención política, para Cioran Francia fue un estilo. Una expresión del ser. Su radiografía del país galo seduce en la medida en que muestra a un escritor que dialoga con sus demonios y obsesiones, a un pensador cuyas ideas se manifiestan en pugna constante con la gramática que las sostienen. Hay pocas frases y/o pensamientos que no merezcan ser subrayados en este libro. Sus definiciones y sentencias encandilan menos por la fuerza de las ideas propuestas (aunque también) que por el modo preciso e inquietante en que están dichas: “La divinidad de Francia: el gusto, el buen gusto, según el cual, el mundo —para existir— debe gustar, estar bien hecho, consolidarse estéticamente, tener límites, ser un encantamiento de lo aprehensible, un dulce florecimiento de la finitud”.
Asimismo, este libro ensayo (apenas 110 páginas con breve prólogo de Alain Paruit y nota biográfica incluidos) significó para Cioran una transformación de su ideología y pensamiento políticos. Del entusiasmo juvenil por el nazismo, Cioran se muestra en estas páginas como un catador del desencanto, de la más refinada pero mordaz decadencia: “Como un esteta del crepúsculo de las culturas que soy, paseo una mirada tormentosa y soñadora por las aguas muertas del espíritu”; o como bien señala Paruit en el mencionado prólogo, se autorretrata a la manera de los moralistas del XVIII, en la misma línea genealógica del conde de Maistre, a quien le dedicara una de los ensayos más brillantes que sobre el pensamiento reaccionario se hayan escrito.
El lector de este libro encontrará una Francia amada por Cioran, pero a la vez abierta como un cadáver sobre una mesa de forense. Un alma condenada a expirar eternamente, que “ya ha dado todo de si”. Un nación que en filosofía “se ha limitado a un círculo de cuestiones y respuestas en las que reaparecen sin cesar los mismos motivos: razón, experiencia, progreso”; una cultura que en música “no ha creado gran cosa”, porque “la música requiere algo así como una piedad abstracta, que dominan los alemanes, una ingenuidad inspirada y vasta, presente en la música italiana del siglo XVII”; un país que engendró a un “Paul Valéry patético y cínico, a un artista absoluto del vacío y la lucidez”.
Sobre Francia es tanto una confesión ácida y lúcida del amor de Cioran por ese país, por esa cultura, como también su autorretrato. Un escrito donde se trazan entrelineados los rasgos que caracterizaron la vida y obra del escritor rumano. Eso: un rumano vuelto francés debido a su obsesión por el estilo. (La construcción de su estilo fue el único optimismo que Cioran mostró: “Sueño con un mundo en el que se muriera por una coma.” Máxima que muy bien pudiera atribuírsele a Flaubert, el gran ejemplo francés de fascinación por la forma y el estilo.) Sin embargo, por el mismo hecho de no ser francés de raíz, le permitió el distanciamiento necesario para alcanzar/conservar el vértigo en su escritura: “Comprendo bien a Francia por todo lo podrido que hay en mí y a Alemania, a Rusia, a los Balcanes por la frescura heredada de un pueblo telúrico”. Por ello su lengua resulta inédita: un estilo a lo francés sostenido en el exceso, una causticidad estilizada: “Un alma vasta encerrada en las formas francesas”.
[Pablo De Cuba Soria]
1
Libro que creo imprescindible en toda biblioteca: Escritos críticos, de aquel músico que por 1964 decidió encerrarse, hasta sus últimos días, en estudios de grabación. De ese modo, aislado en madrigueras habitadas por resonancias de Bach, Mozart, Beethoven, Schoenberg, y otros pocos selectos, Glenn Gould dejaba atrás una década de conciertos en vivo que le ganarían merecida fama como uno de los pianistas más extraordinarios y extravagantes de los años cincuenta.
Durante esos años de “encierro” Gould escribió ensayos, conferencias, notas para discos, artículos, y concedió algunas entrevistas. Escritos críticos recoge la traducción al español (por Bernadette Wang) de algunos de esos escritos. Páginas que, más que meras disquisiciones sobre música clásica, son escritura atravesada por inquietantes reflexiones sobre el hecho estético; aunque siempre, claro, partiendo desde la música. Ideas como la siguiente van sosteniendo cada texto del libro:
“Si tengo mucha prisa por grabarme en la cabeza la huella de una partitura nueva, provoco el efecto de [una] aspiradora poniendo algunos ruidos totalmente contrarios lo más cerca que puedo del instrumento. No importa qué ruido, en realidad —películas del Oeste en la televisión, discos de los Beatles; cualquier cosa que suene alta bastará—, porque lo que pude aprender de [una] unión accidental entre Mozart y [una] aspiradora fue que el oído interno de la imaginación es un estimulante mucho más poderoso que cualquier grado de observación externa”.
2
Gould fue un genial atrevido que en sus interpretaciones de los más grandes compositores de Occidente, justamente se atrevió a corregirlos. Tanto en sus grabaciones, interpretaciones en vivo como en sus escritos se escuchan/leen tales tachaduras, agregados, cuestionamientos. El arte de la interpretación musical significó para él poner en “sonoras encrucijadas gramaticales” las ya de por sí complejas e irrepetibles composiciones de sus geniales predecesores. Sus ejecuciones musicales, entrevistas y escritos nos muestran una de las maneras más provechosas en que se debe dialogar con la tradición: críticamente; o lo que es más radical y esencial aún: nos revelan ese momento en que el Artista llega a escuchar de cerca a los arcanos del Arte, alcanzando a situarse en el interior de la creación misma.
3
Son descomunales, grandiosas, las interpretaciones pianísticas de Alfred Brendel. Perfectas, podría afirmarse. Brendel por lo general logra encerrar (que no matar, sino armonizar/educar) a la emoción en su impecable técnica. Sin embargo, hay algo en Glenn Gould que trasciende lo interpretativo, que se adentra en la selva selvaggia de la creación. Cuando Brendel interpreta a Bach, lo dignifica. Cuando Gould interpreta a Bach, rivaliza con Bach.
Igual pasa cuando lees los escritos (cartas, ensayos, notas, entrevistas) y miras las entrevistas televisivas (disquisiciones sobre el arte de la interpretación y acerca de otros grandes músicos de la historia) de ambos. Brendel cuando habla de música, piensa la música, se sitúa desde el punto de vista del intérprete. Pero Gould, cuando habla de música, lo hace desde el sitio del creador.
4
Para el narrador de Thomas Bernhardt, en su novela El malogrado, la sola existencia de Gould era una invitación a la renuncia (retiro) para los demás pianistas: “Si no hubiera conocido a Glenn Gould, probablemente no habría renunciado a tocar el piano y me habría convertido en virtuoso del piano y quizá, incluso, en uno de los mejores virtuosos del piano del mundo, pensé en el mesón. Cuando encontramos al mejor tenemos que renunciar, pensé.” La gran diferencia entre Gould y casi todos los otros pianistas de su época, es que Gould creaba mientras interpretaba. Sólo tenemos que ver cualquiera de las grabaciones/videos de sus interpretaciones —en vivo o en estudios; verbigracia su interpretación de El arte de la fuga de Bach, en Moscú, 1957— para corroborar lo anterior: se sentaba frente al piano, encorvaba su torso al mismo tiempo en que sus larguísimos dedos se distendían sobre las blancas y negras, hasta sumergirse en las voces/resonancias/notas del teclado; es decir: hasta (casi) borrar la distancia natural entre ejecutor e instrumento.
[Pablo De Cuba Soria]
Las pistas que podrían ayudarnos a desenredar las complejas y sinuosas redes narrativas que sostienen El último día del estornino (notas para una novela) de Gerardo Fernández Fe, podrían encontrarse, en parte, en algunas de las ideas que sobre el hecho literario desarrolló Marcel Proust —implícita y directamente— en toda su Obra. Las referencias explícitas que hay durante la narración al dúo Deleuze/Guattari y sus Mil mesetas —señaladas con precisión por Mirta Suquet en su excelente artículo “Granos de arena en un libro”—, esos dos nombres y libro con los que Luis Mota se encuentra por designio e ignorancia de una bibliotecaria, se me antojan pistas incompletas, que no revelan el caso y problemática literarios que atraviesan (se podría decir que como dos personajes más) toda la novela.
Entre los muchos hallazgos novelísticos de Proust estuvo el haber expulsado a la escritura narrativa de su propio marco natural: la página. En la novela proustiana los proliferantes recuerdos, imágenes y pensamientos transportados en una siempre alargada e inagotable sintaxis, llegan a un grado de tal de congestión que hacen saltar los encuadres, de tal modo que la novela se bifurca/expande no sólo en su linealidad, sino además (y sobre todo) en una temporalidad otra que proyecta a la narración en las más insospechadas direcciones, propias del tiempo reminiscente.
El “divino Marcelo” —así Lorenzo García Vega bautizó a Proust —le daba a Céleste Albaret, su fiel sirvienta, miles de agregados que luego ella, con suma destreza y cuidado, pegaba en cada uno de los bordes de las páginas del manuscrito. Ahí estaba (también) el tiempo recuperado: en las afueras de la página. Si con el Quijote se entró en la edad de la Novela en Occidente, ya que Ficción tenía mucho que enseñarle a Realidad, con En busca del tiempo perdido se asistió al fin/muerte (eternamente sucediendo) de ese ciclo iniciado con Cervantes, para acceder a la edad de la Escritura que sólo es capaz de mirarse a sí misma, divorciada de casi todo referente que no fuera ella. Narcisista por antonomasia, la literatura encontraba finalmente el espejo en el cual reflejarse.
Ya no era posible la Novela, mas sí esa duración escritural en la que se cruzaban poema y narración, ensayo y pensamiento, drama y comedia, esto es, un colisionar/danza de géneros literarios que una vez agotadas sus identidades, deshechos los amarres genéricos, accedían a la dimensión de lo sinfónico. Ya lo señaló Edmund Wilson: “À la recherche du temps perdu es más una estructura sinfónica que narrativa en el sentido corriente”.[1]
El último día del estornino está escrita en/desde ese siempre postergado día último de la Novela. La prosa de Fernández Fe no es proustiana en un nivel expresivo, pero sí lo es en cuanto a la forma, a la idea. El viaje de Luis Mota, a semejanza del personaje-ego proustiano, se produce desde un estado de inmovilidad, de fijeza: los desplazamientos (las varias historias/narraciones que nunca se llegan a completar) se producen en los recovecos y derroteros de la imaginación, de la mente del personaje.
En otro nivel, la sintaxis tentacular de Proust no es la de Fernández Fe, pero lo que sí comparten ambos es una voluntad de confiar en lo sensitivo, en lo fantasmagórico y ambivalencias que la imaginación y la memoria provocan. He ahí que lo rizomático en El último día del estornino le debe a una genealogía compositiva que es anterior a Deleuze, porque viene del autor de Por el camino de Swann. Todo el sistema rizomático y/o sistémica de mesetas que Deleuze/Guattari desarrollaron (hermosas fantasía conceptual y teórica) en Mil mesetas, mucho le debe, en cuanto a forma —idea— a la concepción proustiana de la escritura. Hábiles plagiadores, ambos pensadores franceses le robaron a letra y pensamiento armados al divino Marcelo. La desterritorialización deleuziana, presente en la novela de Fernández Fe, ya está dada en Proust; qué es Combray sino la comarca donde se asiste a la desterritorialización a través de una magdalena mojada en té. La multiplicidad de ciudad/lugares en los que transitan los personajes de El último día…, desemboca en una pérdida e indiferencia de lo espacial, y por extensión, de lo temporal:
“Todo conduce a una misma sensación: el estornino caído a sus pies en convulsiones espantosas a la salida de la última película de Van Diesel; el recuerdo de la muerte de su padre veleidoso a manos femeninas; el viaje de su madre combatiente hacia un no-sentido, hacia la nada; el fusil automático que ajustició sin razón aparente a Derrick Gloster […]; el cuerpo de David Carradine, su actor preferido en Kill Bill II, encontrado sin vida en su hotel de Bangkok, desnudo, sin señales de lucha” […]
Asimismo, la novela de Fernández Fe está estructurada por el entrecruzamiento de bloques o fragmentos narrativos que gravitan alrededor de la gimnasia reminiscente (mental) de Mota. Al primer acontecimiento de la novela, la visita de Mota a la Biblioteca Pública Central de Caracas con el objetivo de consultar unos libros sobre ornitología, se le van añadiendo otros acontecimientos (¿ensoñaciones?) que interrumpen constantemente la linealidad del desarrollo argumentativo de la historia. El relato, tanto o más que bifurcarse, empieza a ficcionalizar el afuera, hasta hacerlo emigrar hacia los entresijos narrativos que constituyen la obra: momentos de la historia cubana, latinoamericana y europea de las últimas cuatro décadas del siglo XX —relacionados todos con el contexto de la Guerra Fría—, constantes referencias a la cultura de masas, las redes sociales… El tapiz de fondo de El último día del estornino es esa Ficción en la que llegó a convertirse la Realidad histórica en la segunda mitad del pasado siglo.
También, al igual que Proust, Fernández Fe practica la novela que se ensaya; esto es, la narrativa como ensayo, en contra del manoseado concepto de hibridez. Ya desde el mismo subtítulo de la novela, (notas para una novela), estamos ante lo que podríamos llamar una práctica de ensayamiento narrativo, o, para decirlo de otra manera: la novela se va interrogando (preguntando) a sí misma por sus propios límites, alcances, por su incapacidad de llegar a definirse en tanto novela. Eso: un relato que es muchos relatos que quedan inconclusos, y cuya voluntad literaria es justo quedar en la dimensión de lo inacabado: “una historia que en sí contenía otras historias que se superponían a las anteriores, como cajas que contienen otras cajas más pequeñas y no menos sugestivas, historias que se abrían y se cerraban sin avisar al lector, intentando sorprenderlo”.
Uno de los legados artísticos que nos dejó la Divina Comedia es aquel que señala que todo escritor necesita de un Virgilio (estrategias de intra, inter y extra textualidad; influencias literarias y filosóficas; ecos y éxtasis robados) para emprender su propia aventura artística. Onetti, Deleuze, Borges, Pitol, Kafka… todos de un modo u otro son mentores de la prosa de Gerardo Fernández Fe en El último día del estornino, sin embargo, creo que es a Proust a quien le correspondería ponerse las sandalias virgilianas que nos sirvan para emprender este penúltimo viaje —siempre es penúltima— hacia el último día de la novela.
[Pablo De Cuba Soria]
[1] En Elaboraciones musicales, en el ensayo “Melodía, soledad y afirmación”, siguiendo en la línea de Wilson, Edward Said escribió: “La mayoría de los lectores de Marcel Proust quedan impresionados por los sensacionales fragmentos sobre música que salpican En busca del tiempo perdido, así que al admirador y al lector no profesional de Proust debe de resultarle una sorpresa considerable que ni ‘la frasecita de Vinteuil’ ni el Septeto de Vinteuil hayan sido identificados nunca como una pieza musical de verdad, y más aún no haberla oído nunca. Un libro interesante, Proust músico, del musicólogo canadiense francófono Jean-Jacques Nattiez, analiza en detalle lo que para mí siempre ha sido una tesis muy convincente: que la música desempeña tal vez el papel individual moldeador y formativo más importante que cualquier otra de las artes en la novela de Proust.”
La Numancia de Cervantes es una obra trágica en la que podría hacerse una lectura que no se corresponda con una alegoría de principios patrióticos. El hermoso y terrible destino de los numantinos, desprendido en buena parte de su voluntad (libre elección), dándose muerte unos a otros antes de ser abatidos por las tropas romanas de Escipión, no lo leo como acto de patriotismo en el sentido tradicional, o de dignidad patria versus sometimiento, sino que lo entiendo como acto de autoconservación o apuesta por la inmortalidad estético-artística. Una política de lo estético-artístico.
Los numantinos en vez de apostar por la ausencia —recordar que las tropas romanas entran a una ciudad vacía de seres humanos vivos debido al suicidio colectivo—, lo que hacen es suplantar una ausencia de vida por una presencia de muerte. Estéticamente, ellos logran la presencia o la perpetuidad en la memoria del lector gracias a su voluntad y manera de construir su muerte. Sí: los numantinos lo que hacen es (re)crear (construir) la forma en la que deciden morir. Su discurso patriótico, por ejemplo el de Teógenes cuando se dirige a sus hijos y mujer, no es más que un medio —incluso podría leerse como pretexto— para ir armando su apuesta por la inmortalidad estética a través del suicidio común. He ahí la catarsis que provocada, a través de ese acto violento pero meditado cual obra de arte. Y toda obra de arte lo que pretende es la perpetuidad en la memoria colectiva. Cuando Teógenes dice que “triunfarán de Numancia hecha ceniza”, justamente la palabra ceniza delata ese afán de permanencia más allá de la muerte, como materia perdurable.
Pero no pensemos que esa manera de autoconservación mediante el suicidio colectivo responde a un principio cristiano de sobrevida o resurrección, al menos así no lo entiendo debido al marcado paganismo del pueblo numantino. La apuesta de los habitantes de Numancia no es la conservación del alma, sino del cuerpo a través de la memoria. No estamos ante una presencia de inmortalidad etérea, abstracta como lo es la palabra patria en sí misma; sino que estamos ante una inmortalidad de lo físico. Son actos físicos los que acontecen, devenidos actos de escritura y por ende efecto artístico. Cervantes busca (y lo logra) con ese acto final de los numantinos una efectiva catarsis estética. ¿Por qué? En todos los actos o escenas que componen la autoaniquilación de los numantinos, que culmina cuando Bariato se arroja de la torre, es que se produce ese momento estético, donde el lector pierde la nación del tiempo y entonces se vuelve un todo con la obra que está leyendo.
Así la caída de Bariato es elevación de los sentidos. Los numantinos (a través de la mente/la pluma de Cervantes) crean un desvío del conocido final de la Guerra de Troya, por lo que ellos deciden (re)crear/construir una muerte distinta, que fuera en cierta medida inédita y que a su vez guardara los referentes con su antecesor de Troya, para quedar en la memoria del lector. Por ello Escipión reconoce casi al final de la obra: “Tú con esta caída levantaste /tu fama y mis victorias derribaste”. Es decir, lo que llevan a término los numantinos no es precisamente un acto patriótico, sino un acto estético.
En otro nivel, el espacio de ciudad sitiada fortalece el efecto estético. Ciudad encerrada a los flujos de afuera. Lo que se produce en Numancia es un proceso en que el espacio se recoge, se contrae hasta un punto que luego de distiende con el suicidio planeado de sus habitantes. La ciudad abre sus puertas, se expande hacia el afuera a través de la muerte. La muerte como medio de salida, de escape. De esa forma lo cerrado alcanza las dimensiones de lo abierto. Numancia se perpetúa más allá de sus muros gracias a la apuesta por la inmortalidad de sus habitantes mediante un acto violento pero a la vez artístico.
Siglos antes de que Camus se erigiera en filósofo existencialista del suicidio, ya Cervantes había dejada entrever a través de esta obra que el suicidio es una manera de inmortalidad artística.
[Pablo De Cuba Soria]
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