El último día de la novela

FdezFe

Las pistas que podrían ayudarnos a desenredar las complejas y sinuosas redes narrativas que sostienen El último día del estornino (notas para una novela) de Gerardo Fernández Fe, podrían encontrarse, en parte, en algunas de las ideas que sobre el hecho literario desarrolló Marcel Proust —implícita y directamente— en toda su Obra. Las referencias explícitas que hay durante la narración al dúo Deleuze/Guattari y sus Mil mesetas —señaladas con precisión por Mirta Suquet en su excelente artículo “Granos de arena en un libro”—, esos dos nombres y libro con los que Luis Mota se encuentra por designio e ignorancia de una bibliotecaria, se me antojan pistas incompletas, que no revelan el caso y problemática literarios que atraviesan (se podría decir que como dos personajes más) toda la novela.

Entre los muchos hallazgos novelísticos de Proust estuvo el haber expulsado a la escritura narrativa de su propio marco natural: la página. En la novela proustiana los proliferantes recuerdos, imágenes y pensamientos transportados en una siempre alargada e inagotable sintaxis, llegan a un grado de tal de congestión que hacen saltar los encuadres, de tal modo que la novela se bifurca/expande no sólo en su linealidad, sino además (y sobre todo) en una temporalidad otra que proyecta a la narración en las más insospechadas direcciones, propias del tiempo reminiscente.

El “divino Marcelo” —así Lorenzo García Vega bautizó a Proust —le daba a Céleste Albaret, su fiel sirvienta, miles de agregados que luego ella, con suma destreza y cuidado, pegaba en cada uno de los bordes de las páginas del manuscrito. Ahí estaba (también) el tiempo recuperado: en las afueras de la página. Si con el Quijote se entró en la edad de la Novela en Occidente, ya que Ficción tenía mucho que enseñarle a Realidad, con En busca del tiempo perdido se asistió al fin/muerte (eternamente sucediendo) de ese ciclo iniciado con Cervantes, para acceder a la edad de la Escritura que sólo es capaz de mirarse a sí misma, divorciada de casi todo referente que no fuera ella. Narcisista por antonomasia, la literatura encontraba finalmente el espejo en el cual reflejarse.

Ya no era posible la Novela, mas sí esa duración escritural en la que se cruzaban poema y narración, ensayo y pensamiento, drama y comedia, esto es, un colisionar/danza de géneros literarios que una vez agotadas sus identidades, deshechos los amarres genéricos, accedían a la dimensión de lo sinfónico. Ya lo señaló Edmund Wilson: “À la recherche du temps perdu es más una estructura sinfónica que narrativa en el sentido corriente”.[1]

El último día del estornino está escrita en/desde ese siempre postergado día último de la Novela. La prosa de Fernández Fe no es proustiana en un nivel expresivo, pero sí lo es en cuanto a la forma, a la idea. El viaje de Luis Mota, a semejanza del personaje-ego proustiano, se produce desde un estado de inmovilidad, de fijeza: los desplazamientos (las varias historias/narraciones que nunca se llegan a completar) se producen en los recovecos y derroteros de la imaginación, de la mente del personaje.

En otro nivel, la sintaxis tentacular de Proust no es la de Fernández Fe, pero lo que sí comparten ambos es una voluntad de confiar en lo sensitivo, en lo fantasmagórico y ambivalencias que la imaginación y la memoria provocan. He ahí que lo rizomático en El último día del estornino le debe a una genealogía compositiva que es anterior a Deleuze, porque viene del autor de Por el camino de Swann. Todo el sistema rizomático y/o sistémica de mesetas que Deleuze/Guattari desarrollaron (hermosas fantasía conceptual y teórica) en Mil mesetas, mucho le debe, en cuanto a forma —idea— a la concepción proustiana de la escritura. Hábiles plagiadores, ambos pensadores franceses le robaron a letra y pensamiento armados al divino Marcelo. La desterritorialización deleuziana, presente en la novela de Fernández Fe, ya está dada en Proust; qué es Combray sino la comarca donde se asiste a la desterritorialización a través de una magdalena mojada en té. La multiplicidad de ciudad/lugares en los que transitan los personajes de El último día…, desemboca en una pérdida e indiferencia de lo espacial, y por extensión, de lo temporal:

“Todo conduce a una misma sensación: el estornino caído a sus pies en convulsiones espantosas a la salida de la última película de Van Diesel; el recuerdo de la muerte de su padre veleidoso a manos femeninas; el viaje de su madre combatiente hacia un no-sentido, hacia la nada; el fusil automático que ajustició sin razón aparente a Derrick Gloster […]; el cuerpo de David Carradine, su actor preferido en Kill Bill II, encontrado sin vida en su hotel de Bangkok, desnudo, sin señales de lucha” […]        

Asimismo, la novela de Fernández Fe está estructurada por el entrecruzamiento de bloques o fragmentos narrativos que gravitan alrededor de la gimnasia reminiscente (mental) de Mota. Al primer acontecimiento de la novela, la visita de Mota a la Biblioteca Pública Central de Caracas con el objetivo de consultar unos libros sobre ornitología, se le van añadiendo otros acontecimientos (¿ensoñaciones?) que interrumpen constantemente la linealidad del desarrollo argumentativo de la historia. El relato, tanto o más que bifurcarse, empieza a ficcionalizar el afuera, hasta hacerlo emigrar hacia los entresijos narrativos que constituyen la obra: momentos de la historia cubana, latinoamericana y europea de las últimas cuatro décadas del siglo XX —relacionados todos con el contexto de la Guerra Fría—, constantes referencias a la cultura de masas, las redes sociales… El tapiz de fondo de El último día del estornino es esa Ficción en la que llegó a convertirse la Realidad histórica en la segunda mitad del pasado siglo.

También, al igual que Proust, Fernández Fe practica la novela que se ensaya; esto es, la narrativa como ensayo, en contra del manoseado concepto de hibridez. Ya desde el mismo subtítulo de la novela, (notas para una novela), estamos ante lo que podríamos llamar una práctica de ensayamiento  narrativo, o, para decirlo de otra manera: la novela se va interrogando (preguntando) a sí misma por sus propios límites, alcances, por su incapacidad de llegar a definirse en tanto novela. Eso: un relato que es muchos relatos que quedan inconclusos, y cuya voluntad literaria es justo quedar en la dimensión de lo inacabado: “una historia que en sí contenía otras historias que se superponían a las anteriores, como cajas que contienen otras cajas más pequeñas y no menos sugestivas, historias que se abrían y se cerraban sin avisar al lector, intentando sorprenderlo”.

Uno de los legados artísticos que nos dejó la Divina Comedia es aquel que señala que todo escritor necesita de un Virgilio (estrategias de intra, inter y extra textualidad; influencias literarias y filosóficas; ecos y éxtasis robados) para emprender su propia aventura artística. Onetti, Deleuze, Borges, Pitol, Kafka… todos de un modo u otro son mentores de la prosa de Gerardo Fernández Fe en El último día del estornino, sin embargo, creo que es a Proust a quien le correspondería ponerse las sandalias virgilianas que nos sirvan para emprender este penúltimo  viaje —siempre es penúltima— hacia el último día de la novela.

 

 

[Pablo De Cuba Soria]


[1] En Elaboraciones musicales, en el ensayo “Melodía, soledad y afirmación”, siguiendo en la línea de Wilson, Edward Said escribió: “La mayoría de los lectores de Marcel Proust quedan impresionados por los sensacionales fragmentos sobre música que salpican En busca del tiempo perdido, así que al admirador y al lector no profesional de Proust debe de resultarle una sorpresa considerable que ni ‘la frasecita de Vinteuil’ ni el Septeto de Vinteuil hayan sido identificados nunca como una pieza musical de verdad, y más aún no haberla oído nunca. Un libro interesante, Proust músico, del musicólogo canadiense francófono Jean-Jacques Nattiez, analiza en detalle lo que para mí siempre ha sido una tesis muy convincente: que la música desempeña tal vez el papel individual moldeador y formativo más importante que cualquier otra de las artes en la novela de Proust.” 

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