(GANSOS, RESONANCIAS, LOS LENTES DE BARUCH)
Publicado el enero 3, 2014 por pdecubas
Par antinómico/análogo que comienza a exteriorizar la poesía moderna. El culterano Luis de Góngora y el conceptista Francisco Quevedo —odiándose uno al otro, pero a la vez necesitándose— fueron representantes de ese tipo de rivalidades que enaltecieron el espíritu hasta regiones tales que provocaron todo un quebradero y un (re)iniciar de la poesía en Occidente.
Quevedo es implosión y Góngora explosión.
Góngora representa el mundo vuelto metáforas gracias a un verbo en continuo movimiento curvilíneo que nunca se detiene, a manera de sierpe: su derroche verbal nos instiga a entender el mundo en acumulación casi infinita de palabras, pero no las palabras puestas de modo fácil, sino quebrándose unas a otras hasta alcanzar un sentido y tonalidad inéditos de la existencia:
Era del año la estación florida
en que el mentido robador de Europa
(media luna las armas de su frente,
y el Sol todos los rayos de su pelo),
luciente honor del cielo.
Quevedo es la contención de la intensidad, el pensamiento que se tensa en los entresijos líricos:
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muerto.
Sin embargo, ambos devienen desplazamientos de lo barroco: en uno se da hacia el afuera, en aprehensión de la intemperie (Góngora), y en el otro hacia el adentro, en cartografía de lo cerebral (Quevedo).
El poeta de Las Soledades ramifica su energía verbal en la inmensidad del mundo; el poeta de Sonetos ramifica el decir poético en ese otro universo oculto que es la mente. Ambos son movimientos curvos, de raíces barrocas, en direcciones opuestas y paralelas a la misma vez. Uno es la raíz germinando y abarcando el exterior:
No bien pues de su luz los horizontes,
que hacían desigual, confusamente,
montes de agua y piélagos de montes.
El otro es la raíz que brota hacia el interior de la tierra misma, como tubérculo en bifurcación constante:
Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido,
Venas, que humor a tanto fuego han dado,
Médulas, que han gloriosamente ardido,
Su cuerpo dejará, no su cuidado;
Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado.
En ambos poetas la sátira y el elogio, la liviandad y la agudeza, el carnaval y el espíritu, se entrelazaban en los mismos engranajes lexicales y prosódicos.
Tanto Góngora como Quevedo representa dos formas —hermosa paradoja: disímiles y semejantes a la vez— de la expresión poética que continúan insuflando en la actualidad modos del decir lírico. Ambos fueron representantes de un modo de vida que encarnarían muchos de los poetas de la modernidad: personas joviales pero desvergonzadas al mismo tiempo, jugadores y bebedores, capaces de expresar tanto el más profundo optimismo como el más auténtico pesimismo. Góngora fue capellán, aguafiestas de coros y mirahuecos, creyente en no se sabe todavía cuánto Dios y apostador de toros; los pliegues de su amplia frente —la que le debemos a Velázquez— simulan el repliegue de sus poemas. Quevedo fue, a imagen y semejanza, hombre de cien caras; su fotografía más famosa delata las expresiones más sublimes y bajas del espíritu: todas las manifestaciones de la condición humana se superponen a modo de palimpsesto en ese rostro.
Jamás se soportaron, sin embargo debieron intuir que se necesitaban uno al otro, hasta tal dimensión que casi se podría afirmar que todavía hoy en lengua castellana la única manera de escribir poesía es en la estela de Góngora y/o en la de Quevedo. Ellos representan la angustia y la salud de la lengua hispana.
[Pablo De Cuba Soria]
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