Un poema de Fernando Lles

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A manera de bisagras, los raros menores devienen resortes o flujos ocultos de creación a punto de romperse, que posteriormente son activados por grandes ladrones de la creación. Un gran artista —timador por excelencia— no deja de saquear tales líneas de fuga. Eliot puso énfasis en ciertas frases de Jules Laforgue que le urgía reescribir. A las grandes voces resulta en extremo difícil robarles: llegan a un estado de desborde creativo del que incluso ni ellos mismos son capaces de salir, una especie de impenetrable autonomía artística.

No en vano el Beethoven tardío fue detestado por Wagner, demasiado críptico y excedido a sí mismo, demasiado Beethoven enfrentado a sus demonios, “un yo dolorosamente aislado en lo absoluto” (Wendell Kretschmar). Ernst Jandl supo que Rilke cerró un ciclo de la lengua germana, de ahí que en vez de seguir los derroteros lingüístico y poético del autor de Elegías de Duino, escribió lúdicos y ocurrentes versos a la nariz y otras partes del cuerpo del poeta praguense.

Sin embargo, los escritores menores abren puertas para herederos avisados. Los grandes también, por supuesto; pero hay mayores probabilidades que de ellos desciendan epígonos. De ahí que en el libro total de cada literatura —ese libro que siempre se reescribe, se rehace— resulte imprescindible esa galaxia de “protagonistas” menores.

En el archivo literario cubano hay uno de esos raros menores apenas recordado hoy. Un poema lanzado al margen de lo cubano en la poesía: condenado a figurar como nota a pie de página. Razón de limbo: una melodía demasiado onírica. Texto desplazado, desclasado. Así transcurren los raros menores: quiebres que, si bien no alcanzan la fractura, empujan al lenguaje hacia un territorio tonal cercano a lo inédito, a lo “novedoso”. Fernando Lles escribió un soneto en la década de 1910 a base de continuas deformaciones sintácticas. Sólo necesitó ese poema —el resto de su producción poética es prescindible— para provocar una suerte de aparte que se distanciara de la trasnochada poesía que, salvo otras pocas excepciones, no producía nuevas resonancias en la isla. Entre los rezagos modernistas —más bien neo-casalianos— que permeaban la producción poética de Cuba, irrumpía este poema hecho de la materia de los sueños, de ensambladuras vanguardistas:

Música: gritos; voladores; humos;

vaharadas de sudor, discursos; todo

lo que es un mitin tropical, un modo

recomendable de vivir. Yo fumo

tranquilamente recostado; una

de mis pequeñas, la mayor, se agita

presa de un sueño trágico y me grita:

‘Papá, que el volador rompió la Luna’.

Solloza: la acaricio; calla luego

y se duerme otra vez; pero yo entrego

el corazón a un pensamiento grave,

y busco en el origen más remoto

por qué aquel disco de la Luna, roto,

la hirió en el alma como nadie sabe.

Sueño proto-vanguardista, pesadilla barroca. Sí, demasiado pesadillesco resultó este soneto para figurar en el cuerpo de lo cubano en la poesía. La nota al pie fue su sitio —por obra y gracias de la voluntad vitieriana— hasta que en Los años de Orígenes Lorenzo García Vega escribiera: “Fernando Lles, hombre de mi provincia, Matanzas, no fue un poeta afortunado. Abandonó los versos por las divagaciones filosóficas. Abandonó las divagaciones filosóficas por las divagaciones político-sociales. Pero su soneto resultaba extraño, onírico suceso.”

Exacta, demasiado exacta esa apreciación de García Vega, al calificar este soneto de Lles como “extraño, onírico suceso”. Pero, ¿por qué? El poema se sostiene en un desacomodo sintáctico provocado por sucesivos pliegues prosaico-narrativos que se anulan a sí mismos en pos de un lirismo surrealista, y que para nada podían resultar del agrado de lo cubano en la poesía. (En otro nivel, quizás los reconocibles giros modernistas que todavía se transpiran por momentos en el poema, le valió para al menos ocupar un lugar en el margen que limita con la expulsión.)

He ahí la extrañeza de este raro de Fernando Lles: signos de puntuación que constantemente quebrantan al soneto; desplazamiento barroco que borra cualquier centro o jerarquía de elementos —a la manera, curioso influjo o más bien diálogo sordo de época, con Julio Herrera y Reissig. Así los sujetos del poema devienen predicados que producen vibraciones en el discurrir del texto: la acción de fumar jamás es verbo, sino humo extendiéndose en el flujo tonal; es decir, se asiste a un conjunto de veloces sensaciones que alcanzan independizarse del mero acontecimiento, logrando que el poema sea ritmo, tonalidad en si mismo. Un elemento modernista como la mencionada “Luna” se desprende justamente de su referente hasta insertarse en un enrarecimiento de pulsación onírica; empuje nocturno/alucinado que inicia en Cuba con “La Ronda” de Zequeira.

Asimismo, el sueño de la niña (la anécdota) y la enrarecida pero hermosa frase: “Papá, que el volador rompió la Luna”, se disuelven ya con antelación, desde el mismo iniciar del poema, en esa música preñada de “humo”, “vaharadas de sudor” y “discursos”. La tensión lírica del poema se repliega hacia ciertas zonas sensitivas, que si bien oscuras, se bifurcan en la textura melódica. Esto es: un poema (pliegue) que se deshace —después de transitarlos— lo formal y lo anecdótico, hasta lograr una dimensión alucinada  “como nadie sabe”, por lo que la escritura misma resulta más que palabra y materia. Es operación de lo insospechado onírico.

Este soneto de Fernando Lles se insertó en el archivo (canon) cubano por alguna rendija de una de sus gavetas, por la mínima ranura de una nota al pie. Demasiado astuto fue Cintio Vitier como para dejarlo fuera; demasiado santurrón como para darle la visibilidad y detenimiento analítico que requería. Esos “gritos”, eso “voladores”, esas “vaharadas de sudor”, harto distantes estaban de sus postulados —tesis— de lo cubano en la poesía.

José Lezama Lima nunca llegó a publicar el cuarto tomo (primeras cinco o seis décadas del siglo XX) de la Antología de la poesía cubana. Sin embargo podría sospecharse, en el hipotético caso de su publicación, que el poema de Fernando Lles figuraría en el cuerpo de la antología, y no como una simple nota al pie de la página. (Su justo lugar en la aldea, según pedía Chagall.) Como genial ladrón que fue, el poeta de Trocadero sabía que las venas principales necesitan a las arterias menores para lograr la irrigación armónica del cuerpo. Lezama no se hubiera privado, sin dudas, de tal desacomodo melódico de frases.

 

 

[Pablo De Cuba Soria]

Lezama, la «imagen sonora»

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Debido a que con Sócrates se inicia el caudillismo del ojo en Occidente, y la poesía se sostiene en sus orígenes míticos en marcados componentes auditivos (“Canta, Oh Diosa, la cólera del Pelida Aquiles”), no pocos poetas modernos se apoderaron de fuentes mítico-históricas que se pierden en la noche de los tiempos anteriores al mismo Homero, con el propósito de situarse en ese momento donde phoné y logos todavía no habían contraído nupcias. Cuenta Hugo Friedrich que:

“Mallarmé manifestó una vez, en una conversación, que la poesía se había extraviado a partir de la “gran aberración de Homero”. Cuando le preguntaron qué había antes de Homero, contestó: “Orfeo”. Es decir, recurrió a una figura mítica remota para hallar el concepto fundamental del canto, en que la poesía y pensamiento, ciencia y misterio son una misma cosa.”

Ahí radica la energía del espíritu poético moderno: en “hallar el concepto fundamental del canto, en que la poesía y pensamiento, ciencia y misterio son una misma cosa”. Adentrémonos un poco más en esta noción, que será fundamental para definir en toda su extensión poético-semántica en qué consiste lo que hemos llamado la «imagen sonora» en Lezama. Por poner otro ejemplo, Walter Benjamin en otros términos también resumió de manera certera en qué se fundamentó la máxima inquietud artística de los poetas modernos:

“La gran preocupación de todos ellos era la de la música. Así, literalmente destrozados, iban saliendo domingo tras domingo del concert Lamoureaux en los Campos Elíseos, donde escuchaban las grandes oberturas de Wagner. «Al lado de esto, nosotros ¿qué podemos hacer?», así sonaba, desesperadamente, aquella gran reseña de Baudelaire sobre Tannhauser en los poetas jóvenes. La música tiene notas, tonalidades y escalas: por lo tanto, puede construir. Por el contrario, ¿qué es construcción en poesía? Casi siempre, un retoque de lo que es la estructura lógica. Por ello, en el campo de la fonética, los simbolistas trataron de imitar la construcción de las sinfonías. Cuando al fin Mallarmé ya ha elaborado las grandes obras maestras de este estilo, aún da un paso más. Hace que la escritura compita estrictamente con la música.”

En la cita primera de Friedrich, tenemos que Mallarmé privilegia una historia de la poesía que nace y se “extravía” antes y con Homero: es la genealogía mítica que principia con Orfeo y su lira, cuyas notas los mortales escuchaban para descansar el alma, y a partir de las cuales se desarrollaron los cultos órficos. Mallarmé y sus predecesores modernos se consideraron herederos del linaje órfico. He ahí también la misteriosa búsqueda artístico-melódica que emprenden los poetas modernos, como bien nos expone la cita de Benjamin. Incluso, tanta fue la influencia de los moderno, que para el músico Paul Dukas “la más fuerte influencia que tuvo Debussy fue de los escritores, no de los músicos”.

Algunas décadas más tarde, al otro lado del Atlántico, el pensamiento poético lezamiano retoma una exploración semejante. Aunque es justo señalar que ya el uso de la figura anafórica tanto en la poesía de Oliverio Girondo, donde la masa léxico-sintáctica deviene principio prosódico-sonoro, en libros como Veinte poemas para leer en el tranvía (1922) y Calcomanías (1925), como en Residencia en la tierra (1935) de Pablo Neruda, se había continuado el dictum del espíritu moderno. El poema regido por lo informe, por la energía sonora, sostuvo lo mejor de la producción poética de la poesía Hispanoamérica entre 1920 y 1940. Los versos de “Galope muerto”, recogido en Residencia en la tierra de Neruda, así lo testimonian:

Como cenizas, como mares poblándose,

en la sumergida lentitud, en lo informe,

o como se oyen desde el alto de los caminos

cruzar las campanadas en cruz,

teniendo ese sonido ya aparte del metal,

confuso, pesando, haciéndose polvo

en el mismo molino de las formas demasiado lejos,

o recordadas o no vistas,

y el perfume de las ciruelas que rodando a tierra

se pudren en el tiempo, infinitamente verdes.

En uno de los ensayos capitales para entender su cosmovisión poética, “Introducción a los vasos órficos” (1961), Lezama Lima desciende a esas regiones y témporas anteriores a la historia de la razón visual, en la búsqueda intelectiva de resonancias que apuntalaran su concepción de lo poético:

“Entre las ambivalencias de los dioses de la naturaleza y los efímeros y la aparición de la luz, corresponde a los humanos la aparición el canto. ¿Qué reino en la penetración nos regala la luz? ¿A qué doradas divinidades alaban las excelencias del canto? Entre esa penetración y esa alabanza, entre la luz y el canto, surge una expresión engendrada por una finalidad desconocida.”

Si bien en este ensayo Lezama bosqueja una genealogía mítica de la poesía manifestándose en la historia o, para ser más precisos, en la escritura e imágenes que conforman a la historia, y crea un fascinante palimpsesto verbal donde la tradición judeocristiana es yuxtapuesta a la grecolatina, lo destacable en él resulta ese reparar en los puntales sonoro y visual de la tradición órfica. Para el autor de Paradiso la “expresión engendrada por una finalidad desconocida” surge “entre la luz y el canto”, de ahí que la imaginación poética habite entre lo que se ve y lo que se escucha, en ese estar-entre.

Sin embargo, no se debe olvidar que la historia y el mito nos enseñan que ese primer resplandor es cegador (el mismo del fiat lux bíblico y el de la zarza ardiente que le dictara bajo el nombre de Yahvé las tablas de la ley a Moisés), por lo que aún a la mirada se le imposibilita aprehender racionalmente lo que habita el afuera del ojo. Como consecuencia, el canto resulta la primigenia verdad aprehensible. Así, todo poema es ante todo una suma de vibraciones que no se corresponde con la realidad, mas consiente que oigamos cómo resuena en ella. O, en reacomodo de esta idea: el poema es una realidad abortada del mundo (expulsada de la res pública) que el poeta crea a golpes de resonancias que ya no son representación de este mundo, ya sea porque lo precede o porque ya no se corresponde con sus preceptos de una razón visual, de una razón mimética.

En este punto, en aras de precisar con la mayor exactitud posible el contexto estético en el que Lezama concibe su pensamiento artístico, conviene que nos detengamos un poco más. Peter Kivy, especialista en filosofía de la música, en el capítulo segundo (titulado “Música, voluntad y representación”) de su libro Nuevos ensayos sobre la comprensión musical, señala que dentro del catálogo de las llamadas Bellas Artes que prescribieron los enciclopedistas de la Ilustración no figuraba la música instrumental o absoluta, porque:

“Era a la música vocal a la que se hacía referencia cuando se hablaba de este arte como una de las bellas artes. Y no es difícil entender el por qué: lo que unía a las bellas artes era la antigua doctrina de la mímesis; además, era muy común en la estética musical práctica que la voz principal, en la música bien compuesta, fuera una representación, una imitación, de la apasionada habla humana […] Por lo tanto, la música vocal no constituía un problema para el proyecto más importante de la estética de la Ilustración: la definición de las bellas artes, ya que el principio establecido era la imitación; y la voz principal como imitación de la voz hablada era la doctrina vinculante. Fue el género de la música instrumental pura, con un éxito creciente, el que trastocó el sistema. La analogía con el habla o la canción, aunque sugerida, a menudo era, cuando menos, remota; y la ausencia de un texto dificultaba sobremanera la posibilidad de imprimir alguna clase de contenido mimético o representativo respetable, lo que en el siglo XIX se llamaría «música absoluta».”

De modo que, como bien señala Kivy, “el primer filósofo moderno que le concedió a la música un puesto prestigioso en su sistema filosófico fue Schopenhauer”, ya que para el filósofo alemán, “la música no es, en modo alguno, como las demás artes, es decir, una copia de las Ideas, sino que es una copia de la voluntad en sí, la objetividad de la que se componen las Ideas”. Justo entre las últimas expresiones románticas y el inicio del simbolismo francés, este imaginario de Schopenhauer (que unas décadas más tarde heredaría Friedrich Nietzsche), que a su vez era una seguimiento/desvío crítico del pensamiento kantiano y del ideal ilustrado, ayuda a que surja y se desarrolle el pensamiento poético moderno. Como dijo Benjamin, “los simbolistas trataron de imitar la construcción de las sinfonías”: lo musical como el ideal supremo, la cumbre artística a la que deben aspirar todas las demás artes, incluida la poesía.

He ahí que el pensamiento estético moderno, de Baudelaire a Valéry, pero sobre todo con Mallarmé, fue pensado contra el sistema de las Bellas Artes que los ilustrados establecieron en la primera mitad del siglo XVIII. Como ya vimos, dentro de aquel sistema ilustrado la música absoluta o instrumental significó un problema imposible de enmarcar desde el precepto mimético, de ahí que no fuera tenida en cuenta. Cuando en una carta a Berne-Joffroy, Mallarmé afirmó que la “Poesía pura es el momento cumbre en que la frase olvida en forma armónica su contenido; es el verso que ya no quiere decir nada, sino únicamente cantar”, se inserta en esa corriente estética encumbrada por Schopenhauer, pero que también, según Hugo Friedrich, “arrancan del Romanticismo y se habían ido precisando cada vez más a partir de Baudelaire”. En otros términos, Nietzsche, unos años más tarde, dijo que “sin música la vida sería un error”.

Para la musicóloga y filósofa Susanne K. Langer, cuando Schopenhauer pensó la música como “representación de la voluntad”, se anticipó a su idea (de Langer) de la música como “símbolo no consumado de la conciencia humana”. José Lezama Lima, en su afán de inventarse una expresión americana que lo validara como creador, que lo situara como uno de sus creadores e ideólogos fundamentales, ese “símbolo no consumado” le resultaba insuficiente; por ello recurre tanto al fundamento teleológico bíblico (en su variante católica) como al sistema teleológico hegeliano, como a “las «remembranzas universales» de Giambattista Vico, de quien se confiesa apasionado heredero”, como bien ha señalado Remedios Mataix.

Lezama Lima indagó en la tradición poética moderna en pos de encontrar pilares que sostuvieran su pensamiento estético. Su intento de sistema necesitó algo más que ese “únicamente cantar” de Mallarmé, por lo que en esa búsqueda se auxilió de la teleología para fundamentar el verbo encarnando en la “Revolución” cubana, para así erigirse en un profeta de la poesía encarnando en la Historia. Mas como ya vimos, ese ideal tropezó contra sí mismo. Hoy nos queda el Lezama Lima en tanto vidente de una forma novedosa de hacer y entender lo poético, aquel que le permitió a Severo Sarduy fundamentar su teoría del neobarroco, que además le facilitó a Néstor Perlongher herramientas para pensar su teoría del neobarroso. Y esa “videncia” lezamiana le debe tanto a su intelección del pensamiento poético moderno como a las otras fuentes que alimentaron su poética.

Así, creemos más pertinente pensar que es una suerte/especie de «imagen sonora» —en sustitución de la consabida imagen que el propio Lezama elevó a figura rectora de su sistema— lo que genera y articula la escritura lezamiana. Sigamos buscando esa traza de lo sonoro-auditivo que en la escritura del poeta de Dador se funde con lo visual. Lezama llegó a definir la imagen como “la causa secreta de la historia […] La historia en ese rumor de la posibilidad actuando en lo temporal, penetrando en esa vigilancia audicional del hombre. Estar despierto en lo histórico, es estar en acecho para que ese zumbido de la posibilidad, no nos encuentre paseando intocados por las moradas subterráneas, por lo infrahistórico caprichoso y errante.”

Hemos puesto en cursivas tres palabras en la cita anterior: “rumor”, “audicional” y “zumbido”, con la finalidad de destacar los componentes sonoros que confluyen junto con los dominantes y privilegiados (por Lezama) elementos visuales. De modo que la «imagen sonora» —nuestra propuesta— vendría a ser una figura cuya concreción matérica/poemática, está presidida por la acción prosódica del discurso poético. Esta concreción no se da en el exterior del poema (no necesita reencarnar en territorios ajenos), sino que es el poema mismo. Tanto los componentes sonoros como visuales que en su entrechocar van articulando el poema, son guiados por la energía prosódica. Entonces estamos ante una imagen que es el resultado de movimientos sonoro-prosódicos, semejante a cómo se forma la figura del feto (en los ultrasonidos) a partir de emisiones sonoras. “Porque habito un susurro como un velamen”, reza el primer verso del poema “Pensamientos en la Habana”.

La «imagen sonora» está más cerca de la retombée sarduyana que de la “imagen” que el propio Lezama teorizara. Para Sarduy la retombée es “causalidad acrónica, isomorfía no contigua, o, consecuencia de algo que aún no se ha producido, parecido con algo que aún no existe”. O sea, una no contigüidad que se opone a toda percepción teleológica; un isomorfismo poético (en el caso de Lezama) que no se corresponde desde un punto de vista estructural con otras formas no poéticas. Sarduy habla de un “parecido con algo que aún no existe” en tanto inexistencia visual, mas no sonora. Asimismo, la teoría del Big Bang (utilizada por Sarduy en su teorización del Neobarroco) se fundamenta en detonaciones: en lo sonoro. Nos dice además Sarduy:

“Llamé retombée, a falta de un mejor término en castellano, a toda causalidad anacrónica: la causa y la consecuencia de un fenómeno dado pueden no sucederse en el tiempo sino coexistir; la consecuencia incluso, puede preceder a la causa, ambas pueden barajarse, como en un juego de naipes. Retombée es también una similaridad o un parecido en lo discontinuo: dos objetos distantes y sin comunicación o interferencia pueden revelarse análogos; uno puede funcionar como el doble —la palabra tomada también en el sentido teatral del término— del otro; no hay ninguna jerarquía de valores entre el modelo y la copia.”

Retombée: correspondencias sonoras, similaridad en lo discontinuo, temporalidad no lineal, desjerarquización, inestabilidad. La retombée pertenece más al sentido auditivo que al visual: es el ojo que escucha. Por otro lado, para toda intelección fundamentada en la dictadura de la razón visual, en lo que la mirada establece, en lo que la perspectiva del ojo reconoce, hay necesariamente una relación de distancia entre sujeto y objeto, o como apunta el filósofo alemán Peter Sloterdijk:

“Una distancia abierta frente a lo visible. Ese estar espacialmente separado y enfrentado sugiere un abismo […] que a la postre, no sólo, entra en consideración espacial sino también ontológica; en cuya última consecuencia, se entienden los sujetos como observadores sin mundo que, respecto de un cosmos siempre apartado, sólo tienen una relación, en cierto modo, exterior. [Por el contrario], es característico de la naturaleza de la audición no verificarse de modo diverso al ser-en-el-sonido. El oído no conoce ningún enfrente; no se muestra vista frontal alguna en el objeto exterior, porque sólo hay mundo o materias en la medida en que está en medio del suceso auditivo; también se podría decir: en tanto que está suspendido o inmerso en el espacio auditivo. Por eso, una filosofía [y poética] de la audición sólo sería posible, desde un principio, como teoría del ser-en.”

Recordemos, a propósito de la cita anterior, la idea de Mallarmé según la cual “poesía pura es el momento cumbre en que la frase olvida en forma armónica su contenido; es el verso que ya no quiere decir nada, sino únicamente cantar”. Pero como señala Friedrich a propósito de la cita anterior, “en Mallarmé, por musicalidad no hay que entender sólo la sonoridad agradable del lenguaje, sino más bien una vibración de los contenidos intelectuales de la poesía y de sus tensiones abstractas, más fácil de captar para el oído interno que para el externo”. La tan manoseada “poesía pura” o “purismo” que en las primeras décadas del XX dejó tan excelentes como deplorables textos, en el sentido mallarmeano apunta hacia un modo de pensar el poema como una arquitectura autosuficiente con leyes propias que si bien resulta perceptible en la realidad ordinaria, ya dejó de pertenecer a ella. A Mallarmé cualquiera de las conquistas o fracasos del mundo moderno le repugnaron, o cuanto menos le resultaron indiferentes, excepto aquellos alcanzados por el poema, por las resonancias infinitas de palabras que construyen al poema.

No debe pasarse por alto la diferencia fundamental que hay entre Modernidad histórica y el pensamiento artístico moderno, más allá de que ambas concepciones confluyeron en el tiempo. El punto de quiebre radicó en que el positivismo que en buena medida sostuvo la modernidad industrial, fue desterrado de su marco conceptual (filosófico en general) por la mayor parte de los artistas modernos. En su libro Los antimodernos, Antoine Compagnon dijo al respecto:

“Los artistas modernos fueron aquellos modernos en dificultades con los tiempos modernos, el modernismo y la modernidad, o los modernos que lo fueron a regañadientes, modernos desarraigados e incluso modernos intempestivos. De ahí que los podamos llamar antimodernos. Entonces los verdaderos antimodernos son también, al mismo tiempo, modernos, todavía y siempre modernos, o modernos a su pesar.”

Lezama nunca fue un positivista, aunque su aglutinante capacidad creativa, lo que él llamó en Paradiso “el horno trasmutativo, el estómago del conocimiento”, fundiera también al positivismo dentro de su sistema. Independientemente de la lectura crítico-receptiva que hizo de ellos, la cosmovisión de Lezama estuvo mucho más marcada por los modernos que por el pensamiento positivista. De igual modo, y he aquí lo que en verdad nos atañe, la materia prosódica lezamiana se educó, por un lado, en ese oscuro linaje mallarmeano (aquel que “se deja iluminar un poco en la noche del escribir”), y por otro, en el aluvión rítmico-verbal heredado de Góngora:

Cuerpo del sonido el enjambre que mudos pinos claman,

despertando el oleaje en lisas llamaradas y vuelos sosegados,

guiados por la paloma que sin ojos chilla,

que sin clavel la frente espejo es de ondas, no recuerdos.

Van reuniendo en ojos, hilando en el clavel no siempre ardido

el abismo de nieve alquitarada o gimiendo en el cielo apuntalado.

Los corceles si nieve o si cobre guiados por miradas la súplica

destilan o más firmes recurvan a la mudez primera ya sin cielo.

Los versos anteriores, de su poema-libro fundacional Muerte de Narciso, son de los cuantiosos ejemplos de cómo actúan las palabras en un poema de Lezama, de cómo opera la «imagen sonora» en el reino de su escritura. Caja de resonancias. Versos que saben lo que hacen, pero no saben dónde llegarán. “Lo importante no es dar en el blanco sino lanzar la flecha”, dijo el propio Lezama. El poema funciona a manera de araña que persigue las vibraciones de la tela tejida cuando los insectos (causales o azarosos) quedan atrapados en ella. Y la araña no ve, sólo la guía las sacudidas de la telaraña, el sentido auditivo. La imagen del insecto enrollado o devorado pertenece a la imagen, siempre posterior. Es lo sonoro que desemboca en/crea a la imagen; son los significantes que en su entrechocar provocan la imagen. Esto es, como dijo Wilhelm Furtwängler, “cuando el hacer alcanza el punto donde las capacidades y potencialidades formales pueden llegar a armonizar, [a] ponerse en línea”. Los referentes mitológicos, culturales u otras energías exteriores al impulso rítmico-tonal de este poema, son siempre posteriores a su naturaleza en tanto poema, a su «ser-en» poemático. Las energías del afuera hay que ubicarlas en/hacerlas emigrar hacia los entresijos (poema adentro) de la prosodia.

Desde los primeros compases de Muerte de Narciso (“Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo /envolviendo los labios que pasaban /entre labios y vuelos desligados /la mano o el labio o el pájaro nevaban. /Era el círculo en nieve que se abría”), el empuje de las palabras —a veces de respirar asmático o fatigado, otras veces como aluvión (a)sintáctico—  en el fluir melódico de los versos, va dejando tras de sí un rastro de ecos que en vez de apagarse persisten, se suman como agregados al continuum prosódico. Si bien el poema no se detiene, el rastro/balbucear melódico que va dejando jamás se calla, sino que se transmuta en capas resonantes que se van añadiendo como una especie de espiral o pliegue barroco. Lo reminiscente lezamiano radica en ese proceder poético.

Joseph Brodsky, a propósito de W. H. Auden, dijo: “para un poeta las palabras y la forma cómo suenan son más importantes que las ideas y las convicciones. Tratándose de un poema, en el comienzo sigue estando el verbo”. Lezama es un poeta de significantes prosódicos, cuyos significados no pertenecen al exterior de los poemas. Los referentes que puedan depender de los exteriores al texto, quedan abolidos por la sonoridad, quedan acallados/ensordecidos por los ruidos (sonoridades) de la imagen. O, como lo llamaría Mallarmé, por un “cifrado melódico tácito”. En Muerte de Narciso pareciera por momentos que una palabra no se corresponde con la subsiguiente, sin embargo el colisionar entre ambas provoca una armoniosa síntesis (siempre en fuga) que resuena como efecto acústico propio de los lapsos contrapuntísticos. Las asociaciones en el poema lezamiano no son de corte surrealista, como bien pudiera pensarse en una simple lectura. Por el contrario, estamos ante versos racionales porque la corrección es evidente, no hay flujo desorbitado de la conciencia como exigían los surrealistas:

La mano que por el aire líneas impulsaba

seca, sonrisas caminando por la nieve.

Ahora llevaba el oído al caracol, el caracol

enterrando firme oído en la seda del estanque.

Granizados toronjiles y ríos de velamen congelados,

aguardan la señal de una mustia hoja de oro,

alzada en espiral, sobre el otoño de aguas tan hirvientes.

Dócil rubí queda suspirando en su fuga ya ascendiendo.

Ya el otoño recorre las islas no cuidadas, guarnecidas

islas y aislada paloma muda entre dos hojas enterradas.

El río en la suma de sus ojos anunciaba

lo que pesa la luna en sus espaldas

y el aliento que en halo convertía.

En el ensayo “Pascal y la poesía” (1956) dijo Lezama: “Hay inclusive como la obligación de devolver la naturaleza perdida. De fabricar naturaleza, no recibirla como algo dado”. Justo esa misma “naturaleza fabricada”, vestigio del más auténtico espíritu moderno, es la que percibimos en los mejores momentos de su escritura. “Naturaleza/[materia] fabricada” independiente de teleologías o encarnaciones históricas o postulados por el estilo. Si se traza una analogía entre esta idea y el fragmento de “Introducción a los vasos órficos” citado páginas arriba, se apuntalaría la noción de la presencia del ideal moderno en el pensamiento poético lezamiano. En aquel ensayo se entrecruzan/conviven “los dioses de la naturaleza y los efímeros”, de la misma forma que en su escritura la «imagen sonora» deshace la posible antonimia entre la “causalidad metafórica” y el “azar concurrente”.

El crítico venezolano Guillermo Sucre, en su ensayo “Lezama Lima: el logos de la imaginación”, a propósito del poema “Aguja de diversos” (perteneciente a Dador), sostuvo que “Lezama aspira a rescatar —a inventar— la naturaleza perdida. Son el instinto puro, o, si se quiere, lo oscuro en el que intuimos la luminosidad y hasta el orden y la sucesión del instinto […] Todo este poema es, además, un ejemplo privilegiado de cómo Lezama es capaz de alcanzar una deslumbrante claridad; de cómo en su poesía la materia va dibujando una insospechable inteligibilidad. El poema, en verdad, es también una visión de sí mismo.”

Sin lugar a dudas, “Aguja de diversos” viene a ser un momento de expansión en la poética lezamiana: del espesor (y no ilegibilidad) de sus poemarios anteriores estamos ahora ante “la materia [que] va dibujando una insospechable inteligibilidad”, luminosidad que se hará patente y manifestará en su último y póstumo poemario Fragmentos a su imán (1977), que ya analizaremos en el siguiente apartado, como uno de las obras iniciáticas del neobarroco latinoamericano. Leamos un fragmento del poema en cuestión:

Descubrimos: que la araña no es un animal de Lautréamont,

sino del Espíritu Santo: que tiene apetito de hablar

con el hombre; que tiene el convencimiento de que la amistad

del hombre con el perro y el caballo ha sido inútil

y holandesamente contratada. Si se le dejara subir por las piernas,

no en los bordes de la pesadilla sino en el ancla matinal,

llegaría a los labios, comenzando su lenta habladuría secular.

El ámbito de la araña es más profundo que el del hombre,

pues su espacio es un nacimiento derivado, pues hacer

del ámbito una criatura transparenta lo inorgánico.

Simbólicamente la araña es el portero,

domina el preludio de los traspasos, las transmigraciones

y la primer metamorfosis, pues nada más posee

un surgimiento visible y redondeado.

Aquel proceder de la araña que describimos algunas páginas atrás, en este poema es todavía más visible y, sobre todo, escuchable. Hay un pensamiento sonoro en estos versos. Es más, estamos ante un ensayar de lo lírico-prosódico en el poema: el sujeto poemático piensa los secretos simbólico-teológicos de la araña, y ese pensamiento se produce (nos es revelado) en el discurrir lírico. Incluso, se puede alegar que este poema, mallarmeanamente, se piensa a sí mismo. A partir de ahora, de este poema de Dador, el pensamiento lezamiano se muestra aún más deudor de Paul Valéry, quien en su ensayo “La invención estética” señaló que “El desorden es esencial para la “creación” en la medida en que esta se define por un determinado “orden” […] Tal creación de orden se basa a la vez en formaciones espontáneas que se pueden comparar con los objetos naturales que presentan simetrías o figuras “inteligibles” por sí mismas, y también en el acto consciente (es decir: que permite distinguir y expresar separadamente un fin y unos medios.)”

Lezama casi siempre fue consciente del fin improbable (“Ah, que tú escapes en el instante /en el que ya habías alcanzado tu definición mejor”), y sobre todo de los medios que sostuvieron su escritura. Luego de su anunciado fin de las eras imaginarias, con el triunfo de la Revolución Cubana, tenía que escribirse necesariamente un libro como Fragmentos a su imán (publicado póstumamente en 1977). Su libro-epílogo fue el viaje de vuelta de tales teleologías. “Aquí llegamos, aquí no veníamos, /fijo la nebulosa, /borro la escritura, / un punto logro y suelto la espiral”, rezan los primeros versos de uno de los poemas emblemáticos de este libro-epílogo. La pretendida teleología lezamiana no fue más que un disparo por la culata.

En otro nivel, el “Sistema poético del mundo” en la obra de Lezama Lima resultó en un (su) método estético. “Cuidado, pues, con el número”, escribió él en “El acto poético y Valéry” (1938). Sin embargo, la geometría del alma, la poesía como “matemática inspirada”, “el encantamiento casi musical de las cosas abstractas” —tan caras para Monsieur Teste— no le fueron ajenas al poeta de La fijeza. Fueron puntales ocultos de su Método. Esto siempre lo supo Lezama: para hacer una gran obra es necesario un método, un marco de artificios a través del cual se construya la Obra. Asimismo supo que la verdadera fuerza artística es aquella energía que trasciende al método, sin embargo resulta inalcanzable sin él. Está en sus definitivos poemas, en sus ensayos eternos, en los muchos momentos memorables de su prosa narrativa.

 

 

[Pablo De Cuba Soria]

Capablanca, Carlsen y la muerte de Caissa

DalíAjedrez

Magnus Carlsen (Noruega, 1990) es el nuevo Campeón Mundial de Ajedrez. El genio noruego derrotó al ya mítico, y hasta entonces vigente campeón, el indio Viswanathan Anand, con un resultado de 6,5 por 3,5 (3 victorias para el nuevo rey, ninguna para Anand, y 7 tablas). En la historia de los matches por la corona ajedrecística, sólo en una ocasión anterior el retador derrotó al campeón sin sufrir derrotas —sin contar el match Kramnik versus Kasparov en el 2000, que no fue organizado por la FIDE—. Sucedió en 1921, cuando José Raúl Capablanca destronó al entonces monarca Emanuel Lasker, en El Casino de La Habana. El balance final fue de 4 victorias para el cubano y 10 empates.

Hubo que esperar casi un siglo para que un nuevo campeón de las 64 casillas ganara invicto su corona, esto es, que algún humano osara retar a la perfección ajedrecística. A Capablanca se le llegó a llamar en su tiempo “la máquina de jugar ajedrez”, luego de estar más de ocho años invicto, entre 1916 y 1924. De hecho, “el Capa” es todavía hoy el Campeón Mundial que menos partidas (36 de 567) perdió en su carrera.

En su monumental obra My great predecessors, compuesta de 5 volúmenes, Garry Kasparov dijo del genio cubano: “Capablanca no conocía apenas la teoría y vivía —al menos la existencia cotidiana— fuera del ajedrez. Casi no hacía nada y trabajaba mucho menos que otros jugadores, lo que no le impidió ganar los torneos y encuentros más importantes, manteniéndose invicto durante años. ¿No es ésta una indicación de talento ilimitado, de indudable genio ajedrecístico?”

Capablanca ha sido quizás el de mayor talento natural e intuitivo de todos los grandes ajedrecistas de la historia. Pero nada más distante de una máquina que “el Capa”. Se cuenta que perdió su invicto de ocho años frente a Richard Reti, en el torneo de New York (1924), por estar más atento a una bella mujer que estaba entre los espectadores, que a la partida misma. También, perdió el título mundial en 1927 con Alexandr Alekhine por falta de preparación, por creer justamente que el talento que le era innato iba a resultar suficiente.

Fue aquella una época en que el ajedrez dejó atrás su edad adolescente —los ajedrecistas en su gran mayoría no se dedicaban a tiempo completo al ajedrez—, para dar paso a la era profesional. Un profesionalismo que alcanzó su madurez en los encuentros por el cetro mundial entre Fischer y Spassky (Reykjavik, 1972), y en los míticos duelos Karpov versus Kasparov, durante la década de los ochenta y principio de los noventa.

Pero lo anterior pertenece a un tiempo que sólo la melancolía podría traérnoslo de vuelta. Pero, ¿en qué se sostiene semejante afirmación?

“Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado”, reza la archicitada sentencia de Friedrich Nietzsche en La gaya ciencia. El filósofo de Rocken anunciaba entonces una muerte más terrible que la física, ya que se trataba para él del “fin” de todo el sistema de valores morales y religiosos que había sostenido a Occidente. El crepúsculo de los ídolos, de los dioses, manchó el cielo de los hombres. En los días que corren, salvando distancias, podemos proclamar otra muerte: la del Ajedrez. ¡El Ajedrez ha muerto! ¡Viva el Ajedrez!

Sí, con la reciente coronación de Magnus Carlsen como rey del “juego ciencia”, asistimos al anunciado fin de una era. El primer síntoma fue la victoria del programa Deep Blue ante Kasparov en 1997. El entierro de Caissa, la musa —para algunos diosa— del ajedrez, ha sido llevada a cabo. La época en la que el ajedrez además de despliegue teórico y táctico, preparación física y psicológica, era también intuición, riesgo, errores de cálculo que podían no obstante resultar en victorias, ha firmado su carta de defunción. Sé que exagero con la tesis anterior, pero en líneas generales es así. Pensemos porqué.

La aparición desde hace unas dos décadas de potentísimos programas de ajedrez —Rybka, Fritz, Houdini, Komodo son algunos de los más fuertes en el mercado— ha provocado que aquellos fundamentos ajedrecísticos que mencionamos antes, pasen a un segundo plano. Ya no hay casi lugar para trebejistas como el “soviético” letón Mijail Tal, un mago que entre la década de los cincuenta y los ochenta (fue Campeón del Mundo en 1960) del pasado siglo, nos regaló partidas de una imaginación desbordada, incluso delirante, donde en no pocas ocasiones era capaz de sacrificar casi todas sus piezas para lograr un ataque de jaque mate.

A los oponentes de Tal generalmente los traicionaban los nervios, o quedaban hechizados ante tanto derroche de imaginación atrevida. En la actualidad, muchos de aquellos golpes tácticos de fantasía de Tal —a quien llamaban “el genio de Riga— son refutados por las máquinas. Todas demuestran que muchas de aquellas combinaciones no eran más que “escaramuzas”, o errores de cálculo de los contrincantes al defenderse. Cuando aquello, el Ajedrez era un juego humano, demasiado humano.

No es que el antiquísimo juego vaya a desaparecer, en lo absoluto, pero sí será otro el modo en que se entienda, otra la forma en que los jugadores profesionales (incluso los aficionados) piensen y afronten las batallas entre reyes, reinas, torres, caballos, alfiles y peones en blanco y negro. Años atrás las novedades teóricas eran el resultado de largas horas de estudio, de análisis por parte de los ajedrecistas y/o su equipo de trabajo; hoy día, ese trabajo lo hacen las máquinas.

Y no es que Magnus Carlsen sea un muchacho sin talento, para nada, es un  genio en toda la dimensión del término. Logró el título de Gran Maestro a los 13 años, y poco más tarde se convirtió en el número uno del rating, rompiendo incluso con 2872 unidades el récord de Kasparov de 2856 puntos ELO —sistema de puntuación que se emplea en el ajedrez para evaluar la fuerza del jugador—. En la actualidad pierde contadas partidas, y en cuanto torneo compite es por lo general el vencedor.

Sin embargo, Carlsen es el máximo exponente de la nueva era ajedrecística: sus partidas tienen generalmente los mecanismos, reflejos y movimientos propios de los programas de ajedrez. El genio noruego educó su enorme talento en el idioma y estilo informáticos. Carlsen es un jugador que apenas comete errores de bulto, por el contrario, en cada partida se aprovecha de las ventajas mínimas —por lo general invisibles a ojos humanos— que sus oponentes le dan, hasta alzarse con una posición ganadora. Magnus Carlsen no parece necesitar de los favores de Caissa, su memoria e intuición cibernéticas le son suficientes. Hoy día Martin Heidegger, para quien la tecnologización representaba el ocultamiento definitivo del ser, asistiría a la consumación práctica de su propia sentencia.

Algunos conocedores y ajedrecistas contemporáneos plantean que Carlsen conjuga en su estilo el talento de Capablanca, la fuerza psicológica y la precisión de Bobby Fischer, la visión posicional de Karpov y el instinto asesino (táctico) de Kasparov. Puede ser, algo hay de verdad en esas ideas. Sin embargo, lo que realmente define a Magnus Carlsen es que ha conjugado, como ninguno de sus iguales, el talento natural con el talento de las máquinas. Ni Walter Benjamin hubiera podido imaginar un autómata de la capacidad y precisión matemáticas de Carlsen.

Ya por último —y dejando la melancolía aparte, cada época se expresa y se viste como quiere, más allá de mis estados existenciales y de ánimo—, pienso/imagino a José Raúl Capablanca como uno de los principales escribas (o profetas) del Antiguo Testamento ajedrecístico; y a Magnus Carlsen, con su gélido rostro nórdico, como el elegido de la nueva época, el asesino de Caissa, el genial hijo de las máquinas.

 

 

[Pablo De Cuba Soria]

Bertolt Brecht, el exiliado de todos los sitios

Brecht : Benjamin

Bertolt Brecht (Augsburgo, 1898 – Berlín, 1956) fue uno de esos creadores que, paradoja sólo reservada a los raros geniales, ha devenido recolector de influencias e incomprensiones. Tanto en vida (e incluso más allá de su tránsito vital: hasta los difuntos son sucesivos) como en obra, el autor de La ópera de los tres centavos (1928) es sin margen a demasiadas dudas de los más polémicos e imprescindibles escritores de la pasada centuria.

El epíteto dado a Brecht en el título de estas líneas: “el exiliado de todos los sitios”, contiene en toda su magnificencia y miseria a ese descendiente y negador de Esquilo, Shakespeare, Moliere, Goethe, Ibsen. El creador de Vida de Galileo Galilei (1938) siempre resultó un extranjero en todos los suelos, incluyendo el de su nacimiento: Alemania. Un auténtico exiliado del universo, como bien lo confirma este pasaje suyo: “El señor K. no consideraba necesario vivir en un país determinado. Decía: En cualquier parte puedo morirme de hambre” [Historias del señor Keuner]. El autor de El círculo de Tiza caucasiano (1945) fue un incómodo en el sentido más ríspido del término.

Su profundo e irreverente desasosiego frente al historial humano lo condujo a la expulsión de todos los “paraísos” terrestres posibles: desde Svendborg (Dinamarca), pasando por Londres, París, Praga, Ámsterdam, Nueva York, Viena, Moscú, hasta su deceso en la Berlín del Este. Ya lo dijo en uno de sus versos emblemáticos: “Cambiamos de país como de zapatos”. Creyó con pueril fervor en las transformaciones sociales; su paso por la tierra y su obra se encargaron de desengañarlo.

La visión existencial brechtiana es la del incrédulo visceral, aunque parte de su obra y persona traten en no pocas veces de mostrar lo contrario. La idea de la función social y transformadora del arte por la que Brecht abogó, se deshace (supera) en sus grandes textos, sean para la escena o poemas: “Verdaderamente, vivo en tiempos sombríos. /¡Qué tiempos éstos en que hablar sobre árboles es casi un crimen / porque supone callar sobre tantas alevosías! / Ese hombre que va tranquilamente por la calle /¿lo encontrarán sus amigos / cuando lo necesiten?” [A los hombres futuros]. El espíritu rebelde de Brecht, su falta de fe hacia nuestra raza —hacia la historia del hombre y sus infinitas expulsiones—, lo llevó a emitir ladridos deliciosamente áridos: “Si la gente quiere ver sólo las cosas que pueden entender, no tendrían que ir al teatro: tendrían que ir al baño”.

Los detractores de Brecht se han valido de su adhesión al marxismo para esgrimir juicios en detrimento de su creación, principalmente contra su dramaturgia. En efecto, desde joven Brecht fue militante del comunismo alemán a finales de la década del veinte, luego de haber servido como soldado sanitario en la Primera Guerra Mundial. Pero más allá de su filiación ideológica (cada escritor es en primer lugar responsable de la calidad de su escritura, no de sus ideas políticas) Brecht concibió toda una teoría transgresora dentro del teatro moderno: la estética del extrañamiento. Una estética sostenida en la técnica dramática conocida como Teatro Épico.

Brecht opuso sus concepciones de la dramaturgia al ideal del Teatro Clásico. A partir del rechazo a los métodos tradicionales de puesta en escena, prefirió una manera narrativa de ruptura en la que los mecanismos de distanciamiento impiden que el espectador llegue a identificarse con los personajes. Tal representación del mundo a través del arte, tuvo que chocar inevitablemente tanto con los aberrantes ideales del realismo socialista como con los preceptos de la decadencia burguesa. Si bien se vio obligado a irse de los Estados Unidos por sus ideas marxistas, también fue una figura controvertida en la entonces comunista Europa del Este. En países (sea cual fuera la ideología predominante) donde el grosero culto a la heroicidad es el pan de cada jornada, no tenía cabida la frase que Brecht puso en boca de Galileo: “Desgraciado el país que necesite héroes”. Para él, igual que para el doctor Johnson, el patriotismo podría definirse como “el último recurso de un pillo”.

Hay tres fotografías en la que Brecht y Walter Benjamín —el mejor exégeta de la obra brechtiana— juegan al ajedrez. El encuentro entre ambos ocurrió en Svendborg, en 1934, y está descrito por Benjamin en sus Conversaciones con Brecht. Dos de las imágenes muestran a los dos “oponentes” inmersos por completo en la partida —que según especialistas se desarrolló en las complicaciones tácticas de una Defensa francesa—, planeando/imaginando sus destinos en los entresijos de las sesenta y cuatro casillas, exiliados ambos del afuera, del entorno; esto es, habitantes de otras comarcas e ideologías lejanas de este mundo. La tercera foto sí muestra a Brecht mirando el lente de la cámara, es decir, mirándonos. Pero cuidado, nos está mirando (mirada fugaz que el lente eternizó) desde un esencial extrañamiento, desde su radical exilio.

Eugen Berthold Friedrich Brecht fue un exiliado de raíz cuya única patria fue la literatura. Todos los sitios le resultaron extraños en su sentido más desconcertante; semejante al efecto que sus creaciones provocaron (provocan) en cada uno de sus espectadores. Murió a los cincuenta y ocho años a causa de un ataque cardíaco. Luego del Fausto de Goethe, La ópera de los tres centavos y Vida de Galileo Galilei son las piezas teatrales con más puestas en escena en la historia del teatro occidental.

 

 

[Pablo De Cuba Soria]

Mircea Eliade o la plenitud de la existencia

La_anunciación_(El_Greco,_1570)

El pesimismo ha sido, por antonomasia, el sentimiento de los tiempos modernos. Desde imaginarios filosóficos como los de Schopenhauer, Kierkegaard y Nietzsche, el dejo amargo del desasosiego ha sostenido el espíritu de los últimos doscientos años. La razón cartesiana y las luces de la Ilustración sucumbieron ante el crepúsculo de los ídolos nietzscheano. Optimistas como Karl Marx han devenido por incomprensión sembradores de malestares culturales. El absurdo kafkiano y el caótico fluir de la conciencia de Joyce han tejido los hilos de la literatura posterior a ellos. Casi contemporáneos nuestros, como Fernando Pessoa, Cyril Connolly y Joseph Brodsky, por sólo citar tres de respirar envenenados, han escrito sobre tumbas sin sosiego.

Occidente ya superó estados sintomáticos para ser ejemplo del desgarro. “El grito, al decir de Pascal, irá sustituyendo a las otras expresiones humanas”. Las tecnologías y las modas no sellan las heridas del malestar; tampoco las creencias religiosas que, en vez de aunar, tienden a la separación. La música clásica de las últimas décadas ha tendido marcadamente a la esterilidad, revelación de una depresión del espíritu. La tierra baldía de Eliot es el gran escenario del mundo: “Me parece que estamos en el callejón de las ratas /donde los muertos perdieron sus huesos”.

¿Cómo encontrar, entonces, si la existencia ha devenido cuerpo mutilado por el mal, respiraderos contrarios al pesimismo? Un nihilista hasta el tuétano como el rumano-francés Emil Cioran, para quien esos posibles respiraderos o espacios para el optimismo eran quimeras en estado puro, escribió lo siguiente sobre un coterráneo suyo:

“Todos somos más o menos unos fracasados. Eliade no lo era en absoluto, se negaba a serlo, y ese rechazo o esa imposibilidad es la causa de que su obra literaria repugne a ese lado demoníaco, autodestructor, positivamente negativo tan característico de cualquier destino valaco. Era el menos balcánico de todos nosotros. No tenía ni el gusto ni la superstición del fracaso, ignoraba el alivio de abandonar un proyecto y la voluptuosidad inherente a toda proeza irrealizada.”

Este optimista del que habla Cioran es Mircea Eliade (Rumania, 1907 – Estados Unidos, 1986), un creador que se elevó como pocos a la totalidad de la existencia. Diferente a la necesaria legión de angustiados viscerales, encaminó su vida y obra en “mostrar todo aquello de lo que somos capaces” [Cioran]. Filósofo, historiador y novelista, Eliade ha legado posiblemente los estudios más enjundiosos acerca de las religiones tanto de Occidente como orientales. No se conformó con el acercamiento libresco a su objeto de estudio, sino que convivió con diferentes culturas para así comprender las esencias y móviles de cada raza.

Eliade nació en Bucarest y se licenció de Filosofía en la misma ciudad a la edad de veintiún años, para entonces trasladarse a la India en busca de la otra mitad que, según revelan sus diarios, necesita para comprender el alma humana: “Un día no lejano, Occidente no sólo tendrá que conocer y comprender los universos culturales de los no occidentales, sino que además se verá obligado a valorarlos como parte integrante de la historia del espíritu humano” [Diarios, 1960].

También cursó estudios de sánscrito y pensamiento hindú en la Universidad de Calcuta con el gran erudito Surendra Nath Dasgupta. Después pasó unos meses en el Himalaya antes de retornar nuevamente a su tierra natal, donde impartió cursos de filosofía. Su novela Maytreya (1936), en la que relata su turbulenta historia con la hija de Dasgupta, lo dio a conocer como nuevo valor literario.

Pero más allá de la atendible producción literaria de Eliade, su principal legado descansa en el estudio de las religiones como explicación de hierofanías (manifestaciones de lo sagrado en el mundo): “La historia de las religiones se refiere a lo más esencialmente humano: la relación del hombre con lo sagrado. Las crisis del hombre moderno son en gran parte religiosas en la medida en que suponen la toma de conciencia de una carencia de sentido” [Mitos, sueños y misterios, 1971]. Obras capitales suyas como El mito del eterno retorno (1949), Tratado de historia de las religiones (1949) y los tres volúmenes de Historia de las creencias y las ideas religiosas (1985), así lo ejemplifican. Formó parte del famoso Grupo Eranos, círculo que acogió a varios de los más renombrados científicos y pensadores del pasado siglo.

Eliade fue portador de una salud profunda, ajena a cualquier clase de hastíos. “Un espíritu abierto a todos los valores propiamente espirituales, a todo lo que opone una resistencia a lo mórbido, que lo vence” [Cioran]. Sus profundizaciones en prácticas como el yoga y el chamanismo, legitiman a un ser que conjugó las fuerzas del cuerpo y del espíritu. Los idiomas que dominó (rumano, francés, alemán, italiano, inglés, hebreo, persa y sánscrito) nos revelan a un hombre que se vigorizaba constantemente a través del Verbo; que se abría a mundos de fascinación.

Toda una funesta centuria nos separan del nacimiento de una de las mentes más lúcidas de nuestra época. El incalculable valor literario y científico de su escritura ha tenido contadísimos iguales. Cada religión o creencia nuevas resultaban para él vía de conocimiento, no de confrontación. De lo único que descreyó fue del hombre como lobo del hombre; de tal manera alcanzó (como buen orientalista) la plenitud de la existencia. “Ignoró hasta lo inimaginable la seducción de la pereza, del tedio, del vacío y del remordimiento” [Cioran]. Murió en Chicago a la edad de setenta y nueve años.

 

 

[Pablo De Cuba Soria]

«Indicios», de José Kozer

espejoconvexo

Lo dice el título: “indicios”; de ahí que pretenda sólo mostrar/situar  brevemente el modus operandi poético de José Kozer a través de uno de sus poemas —entre los más de nueve mil que componen hasta hoy su obra—.

“Indicios, del inscrito”, recogido en el libro Carece de causa (1988), visibiliza la operatoria barroca en la cual se sustenta el hacer artístico del escritor cubano. Poema que contiene/expone (muestra justamente los indicios de) ese operar.

Dije operatoria y no esencia. G. Deleuze/ El pliegue: “El barroco no remite a una esencia, sino más bien a una función operatoria, a un rasgo.”

Operatoria que, en su maniobrar, en sus movimientos y/o desplazamientos léxico-sintácticos, en sus cruzamientos de los “órdenes” gramaticales y culturales, va instaurando (acaso ya está situado: actuando) el estilo o realidad poemática congénita a la poética Kozer:

Está la yema del dedo corazón de su mano derecha en

la extensión del versículo que

dice Isaías (5:24) todavía está

húmeda la yema del dedo

índice (húmeda y grana) se

derramó (ése) (ése era Elías,

en lo alto) en el recto

apresuramiento de la yema

de aquel dedo que recorre 

en toda su extensión un

versículo (se detuvo)

derramaron, la copa

Se ha señalado que los poemas de Kozer se articulan desde tres centros de imaginarios culturales, o, como apuntó el ensayista Carlos A. García, “desde tres núcleos básicos de referencia cultural: el componente cultural judío, el componente cultural cubano y el componente cultural oriental, enfocado en el budismo Zen”. “Indicios, del inscrito” afirma y niega la idea (cita) anterior.

La afirma en la medida en que en el entramado léxico-cultural del poema los componentes judío y cubano —que no el Zen en este caso, que sí modula una zona posterior bien definida (aunque con vasos comunicantes en tanto lenguaje o estilo reconocibles, como es el caso del poema “Encuentro en Cho–Fu–Sa”) de los poemas de Kozer— resultan evidentes.

La niega en el instante en que dicha operatoria barroca actúa sobre el lenguaje. Si hay operatoria, hay descentramiento, diseminación. Núcleos que pierden su estabilidad, su centralidad, gracias al empuje barroco. El pliegue (o desplegar) del barroco, una vez que se instala en la dinámica léxica que lógicamente sostiene todo poema, ya empieza a desplazar las presencias (reales o imaginadas, da igual) culturales hacia una zona de veladura, tachadura. Es el pliegue el que cuenta, el que visibiliza al poema a través del Estilo alcanzado.   

Y entendamos Estilo al modo de Roland Barthes: “En lo que se escribe hay dos textos. El texto I es reactivo, movido por indignaciones, temores, réplicas interiores, pequeñas paranoias, defensas, escenas. El texto II es activo, movido por el placer. Pero al irse escribiendo, corrigiendo, al irse plegando a la ficción del Estilo, el texto I se hace activo; entonces pierde su piel reactiva, que sólo subsiste por placas (en pequeños paréntesis).”

Pensar/leer “Indicios, del inscrito” al través de esta idea barthesiana es sin duda un acto posible, ya que entre lo que Barthes señala y el poema de Kozer subyace esa operatoria barroca de cruzamientos, desplazamientos, de tensión/distensión, enunciada al inicio de este ensayo. Si volvemos al poema, un fragmento cualquiera, podríamos ver/escuchar esas confluencias que he pretendido entre la idea —del escritor y teórico francés— y los versos de Kozer:

El dedo de mi abuelo Isaac o Ismael o rey ahora sin

nombre o de nombre Katz o

de nombre Lev o corazón de

Judá (señala) la palabra donde

se  detuvo la recta maraña de

las palabras, rey extranjero: 

el dedo, sobre la boca del

hormiguero.

La ascendencia judía personificada en la figura del abuelo, que se muestra (es mostrado, situado) en/desde esa traza genealógica (étnica) iniciada con Jacob, luego seguida por Isaac e Ismael, pero que en el avanzar del poema confluye con el imaginario insular (cubano), delata justamente ese cruzamiento de lo “Activo” y lo “Reactivo” teorizado por Barthes:

Y mucho más allá, entre circunferencias: en la frontera

ulterior, la sala.

En la sala, una planta cubana de interior: la areca se

reprodujo.

El alféizar de la ventana es de piedra inmortal.

Tenemos que las paranoias, temores, escenas que generan la traza/ascendencia familiar (la judía, luego la cubana), esto es, la fuerza de la tradición, vendrían a conformar dentro del Estilo Kozer ese texto “reactivo”, pero que una vez que el operar creativo o texto “activo”, fascinado, imaginativo de Kozer actúa mediante el lenguaje, aquella reacción primera se va “plegando a la ficción del Estilo” (no olvidar el pliegue, lo que se pliega), hasta volverse activa. Una memoria reactiva que, como bien señala Barthes, “sólo subsiste por placas (en pequeños paréntesis)”. De ahí esa proliferación de paréntesis (golpes de anacolutos) en la poesía kozeriana. Veámoslo en el poema que nos ocupa:

Su muerte sus cabalgaduras su galope ritual de palabras

(extranjeras): compuestas;

de semillas de cardamomo

(semillas) de cártamo para

la unción nupcial de su

manto su baldaquino su

bonete ritual (ungido) por

la gota (nupcial) de vino

que guarda bajo la lengua:

muerto.

Entonces la memoria, el recuerdo, ese halo de melancolía (de aquella anatomizada por Burton) que recorre los poemas del poeta de Bajo este cien, heredados de sus ancestros, de la tradición tanto familiar como literaria, resulta reinventados, vueltos a imaginar en el espacio del poema. El mismo Kozer, en una entrevista habló de “El amor a la invención; la invención [que] se vuelve más real que la realidad”.

Kozer no nombra las cosas en el poema, sino que las reformula, rehace, justo las re-sitúa. De esa manera dialoga críticamente con la (su) tradición judía, que está basada en el nombre primigenio, en el verbo que es al inicio de todo, que lo nombra todo.

Por ello, en “Indicios, del inscrito” todas las palabras confluyen en la enunciación final del caballo, tanto la que designa (palabra) a la silla que es cuero y también pergamino, como las que van constituyendo/componiendo las escenas y frases del poema. Caballo que no es, creo, animal primigenio en su nombramiento, sino que resulta galope/galopar (golpe de metonimia), y movimientos sintácticos que desde el iniciar del poema van erosionando la frase o el verso:

Y ahora es que recorre los versículos inalcanzables

del libro cada palabra

que toca la yema de

uno de sus dedos de

la mano derecha, se

abre: en la frontera

(se abre). Pasada la

raya de guerras (raya)

de la embriaguez (toca)

la yema del dedo sobre

dulcemente sobre casi

imperceptiblemente en

el libro, palabras: una

es silla una es cuero

una pergamino (todas)

caballo.

Galope/galopar (también caballo) que es parte de esos indicios delatores de un operar (que no esencia) barroco, de un estilo llamado Kozer.

 

 

[Pablo De Cuba Soria]

 

Li Po y Tu Fu: una amistad por la poesía, un ensayo-prólogo de Sam Hamill (una traducción)

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La amistad entre Li Po (701 – 762) y Tu Fu (712 – 770), los dos más grandes poetas de la gran era literaria china, es legendaria a pesar de que sólo compartieron juntos un breve pero significante periodo de tiempo —apenas tres meses en Sung-chou durante el 744 en compañía del poeta Kao Shih—, y solamente se escribieron un puñado de poemas el uno al otro en los siguientes veinte años, una época marcada por terribles sequías e incendios (en el 750 y 751), y por la Rebelión de Lu-shan, la cual destruyó la antigua capital Ch’ang-an y el resto de China, entre los años 755 y 756.

Fue una extraña amistad. Li Po era un fanfarrón, genial caballero errante, un vagabundo sin par, devoto taoísta y borracho. Se casó tres veces: su primera esposa murió joven; según se cuenta la segunda se llevó a sus hijos y lo abandonó; y la tercera lo sobrevivió. En su biografía de Li Po, Arthur Waley lo llama “presumido, cruel, vicioso, irresponsable y falso.” Y aunque nadie contribuyó más a construir la leyenda de Li Po que el mismo poeta, aún así sus poemas muestran una de las voces más distintivas de toda la literatura china, y una mente en consonancia con la estética del Taoísmo y de las primeras manifestaciones del Budismo (aunque no en su vertiente de autodisciplina férrea).

Tu Fu proporciona un contraste casi perfecto. Nacido dentro de una distinguida familia literaria de Honan, heredó varias tierras y fue un modelo de decoro confuciano comparado con los espontáneos arrebatos de “inspiración Taoísta” de Li Po. Tu Fu soportó enormes penurias, incluyendo un largo exilio y una hambruna por la cual murió su propio hijo. Su total reverencia y personalidad compasiva son tan legendarias como el comportamiento de Li Po, y su poesía es el testamento esencial de esas cualidades.

Sería difícil imaginar dos poetas contemporáneos cuyos trabajos fueran tan dispares. Li Po fue dado a los vuelos de una sorprendente imaginación, y exigía que los poemas se escribieran de manera espontánea, bajo inspiración divina. En la tradición china, Tu Fu fue y es el más grande genio de la invención formal, un dedicado artesano que agonizó en cada verso. A diferencia de su amigo, Tu Fu no dejó prácticamente poesía erótica. Sus poemas testimonian una vida arraigada en una poética verificable en la experiencia.

Mientras Li Po alcanzó eventualmente la fama que él tanto buscó, Tu Fu fue un poeta casi anónimo durante toda su vida, de hecho la primera biografía aparecería cincuenta años después de su muerte, y sus poemas estuvieron en el olvido cerca de tres siglos. Si Li Po fue el taoísta estático, un showman, por el contrario Tu Fu fue un confuciano erudito y humilde.

Sin embargo Tu Fu logró sepultar una aguja en su poesía. En Para Li Po en un día de primavera hace un elogio del poeta diez años mayor que él: “Sin dudas no hay poeta como tú, Li Po”, al igual que en esta (inadecuada) traducción literal: “Este es Po”. Este verso inicial hace eco de la alabanza que Confucio hiciera a su discípulo Yen Hui. La frase se convierte así en lo que podríamos llamar un cumplido inmerecido, con Tu Fu reclamando el más alto estadio confuciano para sí mismo.

El comportamiento de Li Po era, en el mejor de los casos, poco ortodoxo. Él fue quizás el único gran poeta de la Dinastía Tang que nunca presentó los exámenes del servicio civil público, probablemente por falta de un mecenas. De hecho, cualquier benefactor que patrocinara a un candidato era el responsable del comportamiento de su pupilo. La leyenda cuenta que Li Po murió borracho, en el año 762, mientras intentaba abrazar la luna en el Río Amarillo, mas un episodio casi idéntico se cuenta en un poema anterior suyo, por lo que probablemente su final forma parte del propio mito del poeta.

Tu Fu murió ocho años más tarde, al parecer por una consunción pulmonar, mientras volvía a su tierra después del periodo de exilio. Si la vida de Li Po es la materia misma de su leyenda, en el caso de Tu Fu su existencia se revela con notable claridad en los 1500 poemas —cerca de una sexta parte de toda su escritura— que dejó. Alrededor de dos tercios de estos poemas están escritos en “verso regulado” (lu-shih), poemas de siete versos compuestos por cinco o siete sílabas métricas que forman los pareados, con el uso de la misma rima en versos alternos. Así, los pareados segundo y tercero forman paralelismos, y a veces hasta paralelismos dobles.

Por el contrario, Li Po fue un brillante poeta “orgánico”, un verdadero maestro no de la forma, sino de la imaginación inventiva y del hurto literario. Él podía apropiarse de versos enteros de poemas muy conocidos y volverlos completamente suyos. Todo lo que escribió, los largos poemas narrativos y la lírica breve, suenan exclusivamente a la manera de Li Po, y como ningún otro.

Al traducir a dos poetas con notables diferencias entre sí, he luchado —quizás en algunas ocasiones en vano— por conservar algunas de las cualidades distintivas de cada voz. Pero al agregar preposiciones, pronombres, artículos y conjunciones, y al ajustar los poemas al oído del inglés americano, el traductor se convierte, entre otras cosas, en un filtro por donde fluye la poesía. Entonces el resultado es una conversación, completamente imaginada por el traductor, y en la que los dos poetas sólo hablan a través de los poemas que se intercambiaron.

Muchos de estos poemas son ocasionales en el mejor sentido, y debido al contexto en el cual se presentan, he omitido las notas al pie de página o cualquier otra herramienta escolar con el deseo de presentar los poemas sólo en tanto poemas. Hay una gran variedad de maravillosas becas disponibles para el estudio de los poetas de la época Tang. Cualquiera de los estudios escritos por Burton Watson, Kenneth Rexroth, Arthur Waley, Stephen Owen, J. P. Seaton, o David Hinton, son altamente recomendados, pero en el caso particular de mis traducciones, resulta esencial un sentido de intimidad.

Quiero pensar que estos dos poetas vienen a mi pequeña casa de cedro en los bosques cercanos al canal de San Juan de Fuca, principal salida del estrecho de Puget Sound. Ambos poetas son ya mayores, pero con buena salud y grandeza de espíritu. Tenemos pocas afinidades “modernas” —las cuales impedirían la verdadera experiencia de la poesía—, pero no carecemos de velas y lámparas y abundante vino.

Es otoño, como es el otoño en la vida de estos tres hombres aquí reunidos. Cualquier cosa que se diga entre los tres poetas será dejada a la imaginación de los curiosos. Atizo el fuego después de la cena, caliento el vino de arroz, y escuchamos caer una lluvia ligera a través de las hojas de cientos de árboles.

Somos tres ancianos con poco tiempo para recordar, para el acto reminiscente del verso, para traer de vuelta algunos momentos a lo largo de las muchas, muchísimas millas que cada uno ha recorrido —la gran mayoría solos—. Los poemas son leídos lentamente, y a veces recitados en más de una ocasión. Hay también en el medio una longitud apropiada de silencio, a diferencia de las modernas lecturas de poesía en público. El silencio es tan importante como los poemas en sí mismos, es parte de la poesía, y nosotros lo estamos disfrutamos.

Li Po, por ser el mayor, comienza —¡por supuesto!— con un saludo. *

 

ABOUT TU FU

 

 

I met Tu Fu on a mountaintop

in August when the sun was hot.

 

Under the shade of his big straw hat,

His face was sad—

 

In the years since we’d last parted

he’d grown wan, exhausted.

 

Poor old Tu Fu, I thought then,

he must be agonizing over poetry again.

 

ACERCA DE TU FU

 

Encontré a Tu Fu en la cima de una montaña

cuando el sol en Agosto rajaba piedras.

 

Bajo la sombra de su enorme sombrero de paja

su rostro estaba triste—

 

En estos años desde nuestro último encuentro

ha aumentado su tristeza y cansancio.

 

Pobre Tu Fu, ya viejo —pensé entonces—

debe estar agonizando otra vez por la poesía.

 

 —Li Po

 

 

TO LI PO ON A SPRING DAY

 

There’s no poet quite like you, Li Po,

you live in my imagination.

 

You sing as sweet as Yin,

and still retain Pao’s nobility.

 

Under spring skies north of the Wei,

you wander into the sunset

 

toward the village of Chiang-tung.

Tell me, will we ever again

 

buy another keg of wine

and argue over prosody and rhyme?

 

PARA LI PO EN UN DÍA DE PRIMAVERA

 

Sin dudas no hay poeta como tú, Li Po,

que en mi imaginación ya vives.

 

Cantas tan agradable como Yin

y todavía conservas la nobleza de Pao.

 

Bajo los primaverales cielos al norte de Wei,

merodeas en el atardecer

 

camino al pueblo de Chiang-tung.

¿Dime, si alguna vez volveremos

 

a comprar otro barril de vino

y así discutir sobre rima y prosodia?

 

 —Tu Fu

[Traducción de Pablo De Cuba Soria]

* Este prólogo-ensayo del poeta estadounidense Sam Hamill, en su original en inglés, se publicó como prólogo a la antología Endless river. Li Po and Tu Fu: a friendship in poetry (New York: Weatherhill, 1993), que recoge traducciones de Hamill de los poemas que se cruzaron (a modo de epistolario poético) los poetas chinos Li Tai Po y Tu Fu. Las versiones en inglés de los poemas reproducidos pertenecen a Hamill, y las traducciones del inglés al español (tanto del prólogo como de los dos poemas) a Pablo De Cuba Soria.

Dos poemas de Charles Reznikoff (una traducción)

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Te Deum [A Dios]

 

No es por causa de triunfos

que yo canto,

pues nada tengo,

sino por el sol ordinario,

por la brisa,

por la magnificencia de la primavera.

 

No es por el triunfo

sino por el trabajo del día realizado

tan bien como me fue posible;

ni por una silla en el estrado

sino por una mesa común.

 

 

La pordiosera

 

A la edad de cuatro años mi madre me llevó al parque.

El sol primaveral apenas calentaba. Casi desierta estaba la calle.

La bruja de mi libro de cuentos echóse a andar.

Se inclinó para pescar uvas podridas en la alcantarilla. [1]

 

 

 [Traducción de Pablo De Cuba Soria]


[1] Los poemas en inglés aquí.

Martí entreversado

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Hay arterias paralelas que paradójica pero felizmente confluyen en un mismo punto de intersección. Gilles Deleuze sostuvo que “toda crítica es en contra”, idea que confluye con la idea de la apología como “asesinato por entusiasmo” alegado por Emil Cioran. Quedaría entonces otra salida, o derrotero más bien similar: esa “deuda de amor” que pretende George Steiner, un ilustre bondadoso. Ambas formas de intelección se encuentran no en los extremos, sino en el centro mismo, generador, que sostiene cada acto reflejo condicionado por la lectura. Polos negativo y positivo se anulan justo en el instante en que las estrategias estéticas de creación se ramifican más allá del andamiaje/las simples estructuras internas y se anclan en ojos y oídos, quienes entonces ya no corresponden al cuerpo, sino al objeto de encuentro. Eso: un encuentro/punto neutro —aunque sólo en el instante primero de inocencia— que provoca el sortilegio o la bilis, la permanencia o la expulsión. Tradúzcase: toda crítica, entonces, debe conjugar el martillo y la eucaristía.

Dentro del estilo poético martiano, ese tejido sobre todo romántico pero ya con lugares reconocibles del modernismo, se escucha entreverado (entreversado) un sujeto lírico extraño/atemporal —localizado tanto en Versos sencillos como en Versos libres, ni qué decir de los sorprendentes momentos de su prosa—, en conflicto amigable con el otro regente, conductor de tradicionales hilos retóricos. Una suma de vibraciones románticas y modernistas que en no pocas piezas se fractura/tuerce, provocando una disonancia propia de la sensibilidad moderna (que no modernista). Sí: en ciertas piezas de Martí, más que antecedentes del modernismo, se escuchan ecos que preceden al grito de la poesía moderna en lengua española. En algunos de sus poemas se asiste a la sedición de una frase, a la insubordinación de un fragmento. Léanse los siguientes versos donde un segmento —el que estará en cursivas—, deslizado de manera casi imperceptible, se revela tanto a nivel tonal como a nivel de lenguaje contra el orden anterior del poema:

¡Qué guirnaldas de décimas! qué flecos

De sonoras quintillas! qué ribetes

De pálido romance!  qué lujosos

Broches de rima rara! qué repuesto

De mil consonantes serviciales

Para ocultar con juicio las junturas

La voz romántico-modernista desaparece, dicta entonces una voz desobediente, desprovista de relaciones con lo externo al poema. Escritura que indaga en sí misma, cerrándose a ese exterior relativo a los contextos. Escritura fracturando su propio orden. Véase otra muestra, de igual efecto en un mismo verso: “¡Arriba oh corazón!: quién dijo muerte?”. Martí es el poeta menor al que otro poeta —lector de entreversos— le podría robar, amputarle esos lapsos de rebeldía poética para entonces educarlo en su escritura personal. Lo hicieron Lezama Lima y Virgilio Piñera, lo hizo Ángel Escobar, lo está haciendo Pedro Marqués de Armas. Hasta con anterioridad y distancia geográfica lo hizo César Vallejo. Estos versos de Martí parecen escrito (dolor adentro) en puro Vallejo de Poemas humanos:

Bien: yo respeto

A mi modo brutal, un modo manso

Para los infelices e implacable

Con los que el hambre y el dolor desdeñan,

Y el sublime trabajo; yo respeto

la arruga, el callo, la joroba, la hosca

y flaca palidez de los que sufren

Esa suma de expresiones admirablemente ácidas que fue el ya citado Emil Cioran dijo: “casi todas las obras se componen de destellos de imitación, estremecimientos aprendidos y éxtasis robados”.

Si bien Martí sostuvo sus textos en/desde un riquísimo caudal intelectual y humanista, sus mejores momentos líricos resultan precisamente aquellos guiados por la intuición. (Aquella que Casal tuvo en forma de vida, pocas veces en poemas.) Una intuición alucinada para nada separada del conocimiento, la misma que captó en Whitman, en Baudelaire, en los románticos alemanes, y que va más allá de “encantadoras simplicidades” y desnudeces. Gran conocedor de la tradición hispana, Martí sucumbe/se estanca generalmente en ella. Fue víctima de la sequía dieciochesca y decimonónica de la poesía en lengua española. Tradición que llegó a extremos de rituales baldíos, y que sólo con Julio Herrera y Reissig y con el Rubén Darío de ciertos versos de Allá lejos y de Epístola a Madame Lugones, alcanza un desvío/una suma de auténtica y fresca modernidad.

No obstante, Martí logra martillar silenciosamente —sólo para aquellos poetas lectores de entreversos— tales raptos de rebeldía intuitiva, escisiones de piel tensa sobre un cuerpo poemático fofo. Una voz que, aunque por lo general se ahoga en bullicios prontamente museables —semejantes a aquella princesa tristona y cisnes estériles y demás exotismos azulados conservados en formol—, alcanza sediciosas resonancias para provecho de timadores geniales, o cuanto menos inteligentes y/o astutos. Ahí el autor de Ismaelillo accede al estar-entre que tuvo en Zequeira a su primer ciudadano insular. Sin lugar a demasiadas objeciones, la poesía martiana sufrió rarísimos fogajes de Modernidad —léase también en estos raros versos: “Y sobre sus divanes espantadas /Las señoras”—, que ya en otros creadores posteriores alcanzaría niveles de convulsión lexical, de sintaxis creativa. Ahí emerge el artista moderno, víctima de “la dualidad de su propia naturaleza, resultado de una herencia de inteligencia crítica y sensibilidad expansiva” [Cyril Connolly].

Desde tales escisiones poéticas, Martí resulta tanto o más cercano/contemporáneo que el mismo Darío, a quien Octavio Paz señaló como “el fundador”, pero “el menos actual de los grandes modernistas”. José Martí supo olfatear/intuir hacia dónde soplaban los aires poéticos. Al contrario de gran parte de la producción del autor de Azul, que pareció ignorar (encerrado en/ególatra de sí mismo, autosuficiente en su fundación) los cauces por los que la Modernidad iba llevando a la escritura. A pesar de una superior conciencia literaria (mayor acabado formal y hallazgos sonoros más extensos) en Darío, el poeta nicaragüense fue incapaz de provocar —con la excepción y a pesar de los poemas mencionados— tales quiebres que Martí sí intuyó: el quiebre de lo inacabado, el presentimiento a través del quiebre. Traduzco en cursivas otro ejemplo de tales quiebres:

Mi frente oprimo, y de los turbios ojos

Brota raudal de lágrimas. ¡Y miro

El Sol tan bello y mi desierta alcoba,

Y mi virtud inútil, y las fuerzas

Que cual tropel famélico de hirsutas

Fieras saltan de mí buscando empleo;

Y el aire hueco palpo, y en el muro

Frío y desnudo el cuerpo vacilante

Apoyo, y en el cráneo estremecido

¡En agonía flota el pensamiento

Cual leño de bajel despedazado […]

José Martí se impuso un destino ético, encarrilado a dictar (por designio propio, por aberración de otros) una mitología llamada Cuba. Quizás por tal causa no le asistió en pleno ser un renovador de la poesía. No se representó el mundo como fenómeno artístico —intelección vital más confiable, menos hostil—. Sin embargo (y a pesar de), ahí irrumpen sus sacudidas/jalones entreversados llenos de Modernidad. Cintio Vitier privilegió en el autor de Versos libres al poeta fundador, aquel que consagra para la isla ese sol del mundo moral (tan estrujado, tan busto desteñido en parque o patio escolar bajo un solazo que nada tiene de moralista, sí de rajapiedras), velando —creo que intencionalmente, ya que no le encajaba al autor de Lo cubano en la poesía en su discurso teleológico— al Martí que dejó una madeja entreverada de sediciosos fragmentos poéticos.

Más que poeta fundador, José Martí es poeta-bisagra. Una poiesis-síntoma poco aprovechada en la literatura cubana. Ha resultado más cómodo seguir el lineal desasosiego casaliano que arriesgarse con los entreversos martianos. Ha sido más fácil tomar prestado, dar un poco de maquillaje, que asumir el riesgo del poeta-ladrón que construye su edificio verbal (su gramática creativa) con las vigas y andamios léxicos que otros, verbigracia Martí, dejaron tirados/expectantes entrelíneas. Como diría la fina escritora de Las miradas perdidas: “a manera del hombre rico que dejó muchos bienes y [casi] ningún heredero”.

En una de las cartas que Alma Mahler le escribiera a su entonces amante el arquitecto Walter Gropius, le cuenta cómo su esposo Gustav pasaba horas y horas escuchando piezas de compositores menores, con el fin de encontrar esos prontos musicales extraños, fracturados del tono regente, para así apropiarse de ellos. Para reinventarlos hasta lo insospechado (esa otra forma del palimpsesto). Sin dudas el creador de Canción de la noche fue un genial ladrón, aptitud que debe tener todo artista para aspirar a sobrevivir, al menos, algunas décadas. También se cuenta que Alexandr Alekhine, aquel ajedrecista ruso-francés que destronó a Capablanca en 1927, frecuentaba los parques donde jugadores aficionados disputaban partidas, con el propósito de robarles aquellas movidas en apariencia erróneas, pero que procesadas por la mente del “genio” resultaban golpes mortales a los reyes enemigos. “El león se alimenta de carne de cordero, recuerden”, sentenció ese otro ladrón definitivo llamado Ezra.

 

 

[Pablo De Cuba Soria]

Cervantes y Cuba: andanza insular de un imaginario

Cervantes y Cuba

Las literaturas nacionales se constituyen a partir de dos procesos inseparables: uno que se sostiene en el diálogo mimético/pasivo con el pensamiento y manifestaciones artísticas de los grandes centros de producción culturales; y otro que radica en el diálogo crítico o  capacidad imaginativa que un determinado grupo o nación desarrolla respecto de esas tradiciones precedentes. El segundo proceso es el que permite que en determinadas épocas emerjan imaginarios culturales capaces de provocar influencias en generaciones y geografías futuras, ya sea por asimilación o negación.

El libro Cervantes y Cuba: aspectos de una tradición literaria (Newark, Del.: Juan de la Cuesta, 2010) del académico y ensayista Alberto Rodríguez, investiga de forma amena y aguda algunos de los modos en que se manifestaron esos dos procesos dialógicos en la literatura y el pensamiento cubanos a partir del imaginario cervantino —sobre todo el Quijote. Para Rodríguez la obra de Cervantes tiene una presencia ineludible en la formación del ideario de algunos de los principales intelectuales cubanos entre 1873 y 1952, justo el periodo de la historia nacional cubana donde se generan y “consolidan” los fundamentos desde los cuales aún hoy intenta definirse la isla como nación.

En una primera instancia de su análisis, Rodríguez investiga las recepciones cervantinas en figuras capitales como el filósofo Enrique José Varona —aquel a quien José Enrique Rodó lo llamaba maestro—, el escritor Esteban Borrero Echeverría, el pensador y político Jorge Mañach, el novelista Luis Felipe Rodríguez, el filósofo Medardo Vitier, la escritora y profesora Mirta Aguirre, entre otros. Sin embargo, Alberto Rodríguez a lo largo de los seis capítulos (más Introducción y Epílogo) que conforman su investigación examina de qué manera el cervantismo logró permear creativamente el pensamiento de estos hombre y mujeres de la cultura.

En el Capítulo 2 (“La voz del subalterno”) Rodríguez rastrea la evolución del pensamiento de Enrique José Varona a través de artículos que sobre Cervantes y el Quijote escribiera el pensador; de ahí que señale a propósito de un texto de 1873 titulado Una alegoría de Cervantes, que “podemos apreciar que Varona se aparta de las ideas neoclásicas, y rechaza todo lo que tenga que ver con un criterio subjetivo” (53). Y en otro nivel, también examina el desarrollo de su pensamiento ideológico, por lo que sostiene —a razón de otro artículo— que “Varona incita en el individuo que recibe su mensaje una fuerte solidaridad con el ideal de Cervantes, a la vez que induce en dicho individuo un cierto desapego hacia el monarca español Felipe II” (63).

Asimismo, otro intelectual de suma importancia durante la República, Jorge Mañach —sobre todo recordado por su Indagación al choteo—, es estudiado en el Capítulo 6 (“Visiones filosóficas”): “Mañach, el ilustre autor de Examen del Quijotismo ve la cultura y el arduo batallar de Don Quijote a través de un lente filosófico” (194). Rodríguez destaca así cómo la creación cervantina también moduló la filosofía de este importante pensador cubano, muy afín con el legado de otra figura española quien también contrajo incalculables deudas (e indagaciones) con las venturas y desventuras del Quijote: José Ortega y Gasset.

En otro orden, el único reparo que le pondría al libro es la poca atención que el autor le presta a la polémica que despertó el libro de Mirta Aguirre Un hombre a través de su obra: Miguel de Cervantes y Saavedra (1948). Si bien en Capítulo 4 (“El héroe problemático”) Rodríguez destaca el enjundioso estudio (heredero de las teorías marxistas de György Lukács) que Aguirre escribe sobre la narrativa de Cervantes, no hace lo mismo con un ensayo respuesta que la poeta Fina García Marruz publicó en 1949 en la revista Orígenes. Al enfrentarse a las ideas de Aguirre, quien sostuvo que el Quijote es “una gran novela social”, García Marruz afirmó que “al verdadero Cervantes no hay que buscarlo en sus palabras sino en su estilo, en la claridad impenetrable de su estilo”. Creo que una pesquisa en esta polémica hubiera enriquecido aún más la investigación de Alberto Rodríguez, ya que esta polémica provocó un choque entre los principales sostenes ideológicos de la cubanidad en el siglo XX: el marxista y el católico.

Pero independientemente de este reparo aislado, Cervantes y Cuba: aspectos de una tradición literaria resulta un libro que agradecerán tanto cervantistas como estudiosos del proceso de formación de la cultura y nacionalidad cubanas. Valiéndose de una eficaz metodología investigativa (uso inteligente de datos históricos y bibliográficos precisos) el autor de Cervantes y Cuba nos demuestra el modo en que la figura e ideario del Quijote (ese de locura genial) actuaron como moduladores de ciertos valores nacionales cubanos, tanto estéticos como ideológicos, de ahí que el ensayista haya perseguido rigurosamente la traza quijotesca en la escritura de la Isla.

 

 

[Pablo De Cuba Soria]