Los poemas de Roger Santiváñez se sostienen en el desplazamiento de la frase en apariencia ingenua —cercana pero burlona de lo cursi— a la resonancia/eufonía lírica que fractura aquella «ingenuidad» primera. Poemas donde tonos leves son quebrados una y otra vez por una sintaxis que, sin apenas anunciarlo, se torna enrevesada, hasta alcanzar una escritura de densa liviandad. Un lenguaje en el que notas ligeras se amontonan, repliegan, cediéndole espacio a una extrañeza barroca que desacomodan al ojo y la escucha. Barroquismo amoroso, barroco sensual exacto en su nombrar, pero que toda vez que nombra —y he aquí otra de las energías destacables de estos poemas— inmediatamente escapa hacia otra red de sentidos y resonancias.
Los mejores versos de Santiváñez tienen la capacidad de hacer emerger una dificultad estimulante de un ligero discurrir lírico. Dificultad que justamente niega pero contiene a la vez aquella ligereza. Poemas que en el instante de mayor simplicidad son erosionados por un espesor que no es traído desde el afuera del marco textual, sino que emerge de la misma colisión sintáctica. Ricardo González Vigil señaló que “Santiváñez produce un singular mezcla de misticismo y erotismo, de religiosidad y sensualidad”:
Esmeralda superficial cubre los cuatro
Puntos cardinales mi visión amplía se remonta
Utópica horizonte alucinado & el viento preci
Pita cadencia recurrente en mis oídos gigan
Tesco caracol a través del salino perfume el
Chapoteo feliz de rizada niña rubia por
La ingrávida sinrazón oh silueta cuántica
Adhiere espejos a millares bajo el sol candente
Ilumina a forro amanecer andino truqueado
La gaviota se pasea en mi delante & el dueño
Del ritmo sigue interpretando su canción inmóvil
Incesante marea que aluniza en el poema
& lo derrite
También para González Vigil los poemas de Santiváñez están cargados “de profecía y de proclama ideológica rebelde”, a lo que podríamos agregar que son versos educados en la atmósfera y retumbos poéticos vallejianos:
Pueblo mío, infancia, estadio irresponsable.
La belleza de los padres como un dulce manto
protegiendo algún temor, alguna sombra amarga
esa soledad al terminar la vermouth
o al quedarme solo en las aglomeraciones
Oh locura de correr por mis calles, mi adorable geometría
Que creí. Adónde ir a buscar un calmante a mi muerte
Adónde ir, papá, mamá, hermanos, dónde.
Santiváñez trastrueca el candor del verso en yerbazal sintáctico-prosódico, sin que apenas nos percatemos. O, cuando nos damos cuenta de que el paisaje ha cambiado, ahora lleno de retruécanos y anacolutos y fugas semánticas, nuevamente nos sitúa —nos devuelve— a la red de resonancias primeras. Tensión y distensión neobarrocas se alternan en estos versos hasta alcanzar la compleja liviandad de los elementos. No obstante, estas continuas plegaduras de colisiones sintácticas, donde el significante prosódico rige los destinos improbables del poema, no deben leerse o escucharse desde un punto de vista meramente lingüístico. Hay connotaciones en la poesía de Santiváñez que trascienden el plano gramatical, para insertarse en un nivel de resonancias que podríamos llamar, a la manera del poeta y teórico Henri Meschonnic, una política del ritmo poético. Para Meschonnic es ahí donde:
“El poema puede y debe vencer al signo. Desbastar la representación convencional, aprendida, canónica. Porque el poema es el momento de una escucha. Y el signo sólo muestra. Es sordo, y ensordece. Sólo el poema puede prestarnos voz, hacernos pasar de voz en voz, hacer de nosotros una escucha. Darnos todo el lenguaje como escucha. Y lo continuo de esta escucha incluye, impone, un continuo entre los sujetos que somos, el lenguaje en que nos convertimos, la ética en acto que es esta escucha, lo que supone una política del poema. Una política del pensamiento. El partido del ritmo.”
La escritura de Roger Santiváñez profesa esa política del ritmo. Ese modo de ser en lo político a través del ritmo poético. Santiváñez transita en su poesía de un tono político-militante (que por suerte nunca perdió su esplendor estético), detectable sobre todo en su años de miembro del Grupo Kloaca, a un tono de autonomía prosódica, de fe en la política del ritmo. Al igual que aquella soberanía del verso mallarmeano, y que el “tono inamovible” vallejiano, el autor de Robert Pool Crepúsculos (2011) concibe y escribe el poema en tanto fuerza tonal, en tanto energía prosódica:
Soledad sinuosa saca de esta noche
Ciega belleza astringente en el viento
Fuerte en el traspatio traspasado de
Estrellas yendo más lejos levemente
Hacia tumba jatun-runa running
Pura por su corazón serrano pasa.
En su “Poética” dice Santiváñez: “Lo que busco es un olor, o un sabor / una visión y una música, incluso un tocamiento. Es decir, una percepción absoluta, inalcanzable. Ese es el tramado del poema”. Aquí retornan esos olores, sabores, visiones y música que ha dictado la tradición a la que Santiváñez se debe. Asimismo, la idea de una “percepción absoluta, inalcanzable” remite a la idea de que todo universo prosódico, eufónico, todo complejo de sensaciones tonales, no resulta de las palabras, aunque ellas son necesarias —son herramientas, caminos— para intentar (feliz fracaso) de encerrar a la realidad en lo que Heidegger llamó “la casa del ser”, el lenguaje. Veámoslo:
Al amanecer nos armamos de valor, simulamos
Pertenecer aún a la extremidad helada del sueño,
Deseando vislumbrar entre este encierro guardado
Del motivo que embutiría cápsulas destinadas
A combatir la corriente desmesurada de los cuerpos
Que imperceptiblemente trastocan su belleza
En oscuridad de invitaciones nunca aceptadas
Horadadas en un miedo permanente.
Hay un fluir lírico en los más logrados versos —en el engagement de formas y posibles contenidos— de Roger Santiváñez que resuena como educado en el proto-barroco garcilasiano, el mismo que resignificaron Eguren, Vallejo, Adán, Westphalen, Lezama… Santiváñez logra que lo florido se escuche llano (“Sólo en el instante del poema remolino”), y viceversa. Él consigue en sus poemas que el andar denso y el andar claro de las palabras, los enroques de ellas en los versos, se escuchen como un legato musical —donde ninguna nota o ego rítmico eclipsa al que precede o sucede—, como una voluntad lírica que sacude (gradualmente) el mirar y el escuchar del que las lee:
Las aguas del río avanzan sin prisa pero sin pausa y
el travieso rey solar otra vez
nos hiere con sus rayos súbitamente se esconde
entre los cúmulos pero mi visión
permanece deslumbrada. Hay alegría al otro lado
del río, perno es la mía.
No me pertenece como esta canción inmóvil.
De sus primeras piezas a sus últimos poemas publicados, la poesía de Roger Santiváñez ha transitado de una militancia lírico-social —años de Kloaka— a una política del ritmo, de un “coloquialismo” barroco a un barroco de goces melódicos: “para darme fugaces el sonido eterno /que las niñas guarden en su seno”. A saber, Santiváñez ha tocado (se escucha) un solo de eufonía.
[Pablo De Cuba Soria]
Nicolás Gómez Dávila (Colombia, 1913–1994) fue de esos pensadores que bien pudieran figurar en un inventario de raros. Con toda probabilidad, de haber sido un contemporáneo o antecesor suyo, Rubén Darío lo habría incluido en sus famosas semblanzas.
Gómez Dávila ha sido bastante ignorado por la crítica. Olvido que tiene tres razones fundamentales. La primera, debido a su pensamiento sostenido en una intelección explícitamente reaccionaria del mundo; por lo general un hándicap en los países hispanos, muchas veces regidos por instituciones de izquierdas, “progresistas”. Segunda, debido al tipo de género literario que cultivó: el aforismo y el ensayo fragmentario, formas de escrituras consideradas menores por los dictadores del Canon. Tercera, gracias a su carácter apartado de las luces de la publicidad: aristócrata de espíritu y bolsillo, por suerte no necesitó de los favores de la prensa y demás instituciones aseguradoras de la fama.
Coherente tanto en su forma de vida con en su pensamiento, el autor de Escolios a un texto implícito fue un retirado de la mediocridad mundana. El mundo, al igual que para Borges y otros delicados, fue su biblioteca: más de 30000 volúmenes en varias lenguas se contabilizaron cuando murió. Su mordacidad reaccionaria se formó en el conocimiento del saber libresco, leyó sin cansancio hasta hacer del Verbo creador parte de su espíritu, por eso le asistieron —si cabe— pocas certezas: “si las palabras no reemplazan nada, sólo ellas completan todo”.
Un pensador que sostuvo que “la madurez del espíritu comienza cuando dejamos de sentirnos encargados del mundo”, delatando una visceral inteligencia reaccionaria, digna de un espíritu trascendente, jamás podría caer bien en tales estructuras de poder con etiquetas emancipadoras que han regido las instituciones en Hispanoamérica. He aquí su manifiesto reaccionario, con el que se distanció de todo fundamento socio-historicista de la realidad:
“Para el pensamiento reaccionario, la verdad no es objeto que una mano entregue a otra mano, sino conclusión de un proceso que ninguna impaciencia precipita. La enseñanza reaccionaria no es exposición dialéctica del universo, sino diálogos entre amigos, llamamiento de una libertad despierta a una libertad adormecida.”
Asimismo, como todo reaccionario genuino, Dávila fue un fascinado del tiempo anterior a la Historia: “los hombres se dividen en dos bandos: los que creen en el pecado original y los bobos”. El escepticismo marcó toda su escritura. Pero se trató de un recelo hacia la acción humana, no así hacia la acción divina. “Depender sólo de la voluntad de Dios es nuestra verdadera autonomía”. Su pensamiento se sustentó en sólidas bases teológicas. Sin embargo, ese principio teológico en su obra jamás cedió ante la mojigatería santurrona. En Dávila gravitó la idea de la ruptura de Dios con lo humano en el momento iniciático de la expulsión, de la misma manera en que lo mostró Miguel Ángel en la Capilla Sixtina: los dedos (de Dios y del hombre) que irremediablemente se alejan, por incompatibilidad de esencias, provocando una escisión que se profundizó con el paso de los siglos. “Ser consciente del fracaso, de la imposibilidad final de todo empeño. La conciencia del hombre es conciencia de su impotencia, es conciencia de su condición” (Dávila).
En otro nivel, su incredulidad hacia la era democrática, sea de color comunista o capitalista, lo llevó a creer que todo fundamento democrático deviene “una progresiva posesión del mundo”. Siempre pensó la Historia como un cíclico movimiento de posesiones. También detectó que los fundamentos y condiciones ideológicos, históricos y filosóficos de la Modernidad, no eran más que una continuidad de ese gran teatro bufo que es la Historia: “Las almas modernas ni siquiera se corrompen, se oxidan”.
Todo reaccionario deviene —es más, lo es por naturaleza— un exiliado profundo, un exiliado incorruptible. Nicolás Gómez Dávila no fue la excepción: pensó desde una necesidad de exilio, desde los fundamentos ontológicos que todo exilio entraña: el de un exiliado radical del mundo; a saber, un exiliado del tiempo, y no de geografías.
Desde una escritura y pensamiento mordaces, pero a la vez irónicos, pensó Dávila la realidad. Fue él un practicante de la causticidad lúdica; aforismos como “en cada hombre liberado, un simio adormecido bosteza, y se levanta”, así lo ejemplifica. Aspiraba a lo estático del ser —al descanso “apaciblemente en la felicidad del estancamiento”—, indiferente de transformaciones y revoluciones posibles. Supo detectar el tufo que entraña todo proceso que se jacta de revolucionario: “Toda revolución agrava los males contra los cuales estalla”.
Para Dávila cualquier tipo de reforma social o posible progreso era resultado de la falacia universal, de un mal radical; por eso, como Emil Cioran, como un auténtico y lúcido reaccionario, abogó por ahorrarle “a la humanidad los desgarramientos y las fatigas de la esperanza, las angustias de una búsqueda ilusoria”, y se aferró —escritura y pensamiento mediante— al “instinto de conservación y el gusto por la tragedias”. A ese desiderátum ontológico aspiraba Nicolás Gómez Dávila, a una oficialidad de lo divino, al progreso de lo estático. ¿Será ese el más confiable de los estados posibles?
[Pablo De Cuba Soria]
A pesar de que todo reaccionario es un desclasado en materia de utopías, ciertos escritores de esa casta sostienen su pensamiento creador en una arraigada fe teológica. Emil Cioran catalogó a todo reaccionario como un fascinado por el tiempo que precede a la Historia. Para el pensador rumano francés:
“La doctrina de la Caída ejerce una fuerte seducción sobre los reaccionarios, de cualquier color que estos sean; los más inveterados y lúcidos saben además qué recursos ofrece contra el prestigio del optimismo revolucionario: ¿no postula acaso la invariabilidad de la naturaleza humana, condenada sin remedio a la decadencia y a la corrupción? En consecuencia no existe ningún desenlace, ninguna solución a los conflictos que asolan a las sociedades, ni tampoco posibilidad alguna de cambio radical que pudiera modificar su estructura: la historia, tiempo idéntico, es el marco en que se desarrolla el proceso monótono de nuestra degradación.”
Héctor A. Murena (Argentina, 1923 – 1975) se inscribe dentro de esa raigambre reaccionaria que el autor de Breviario de podredumbre postuló. Para Murena, “el arte nace por necesidad de Dios”; esto es, el arte existe por necesidad de un antes, de una memoria anclada anterior a la conciencia de los tiempos. Murena fue un creador donde la energía reaccionaria sostenía su pensamiento: veía en cada etapa del devenir humano el fantasma gravitante de la expulsión. Después de la Caída, el autor de La metáfora y lo sagrado (1973) apreciaba un eterno retorno de ese acontecimiento teológico en toda la historia de la humanidad. De ahí que para él el hombre fuera un extraño de todos los sitios y aconteceres.
Su visión del fenómeno América estuvo también marcada por el ideario reaccionario: “el drama de América es la repetición de la extranjería de hombre en el mundo”. Así, el caso americano no resultó una excepción en el pensamiento de Murena. Alimentó la idea de que América era la redundancia de la Caída, una doble expulsión:
“He aquí los hechos: en un tiempo habitábamos en una tierra fecundada por el espíritu, que se llama Europa, y de pronto fuimos expulsados de ella, caímos en otra tierra, una tierra en bruto, vacua de espíritu, a la que dimos en llamar América […] Ser fundamentalmente señal de una ausencia, ser ausencia, es cosa que aterra a los hombres. Vuelvo con ello el recuerdo de la Caída, la vertiginosa multivocidad del lenguaje caído, la percepción sin atenuantes de la posibilidad general de no existencia.”
En otro de sus libros, El pecado original de América (1965), el que fuera el primer traductor al español de Walter Benjamin, desarrolló una tesis de la identidad americana desde una dimensión metafísica, alejada de folclorismos y reduccionismos costumbristas. Como un reaccionario en toda su extensión, el escritor argentino validó sus argumentos desde presupuestos netamente teológico-filosóficos y estéticos, evitando así cualquier fundamento sociológico. Para Murena la Historia cobra importancia en tanto dadora de confirmaciones de la estaticidad de lo humano. A diferencia de otros ensayos clásicos sobre “lo americano” donde lo histórico-social deviene hilo de Ariadna de las ideas, Murena prioriza una visión artístico-teológica en la formación de ese ser americano.
Deja de importar en la prosa ensayística de Murena todas las contradicciones que permean su pensamiento —precisamente lo contradictorio es una de las formas de vitalidad trascendente—, ya que el hábil manejo de la ironía corrosiva, de la seducción de la frase y del olfato reaccionario, es lo que valoriza su escritura, lo que la vuelve atractiva. Aparte de los cuestionamientos y desacuerdos de cualquier índole —sea filosófica o histórica—, la escritura de Murena seduce cuando, por ejemplo, nos señala que América es una repetición del espacio físico (geografía) de la expulsión, y que Edgar Allan Poe es el primer americano auténtico porque “la verdadera palabra que lanza sobre Europa es en general la de destrucción, y específicamente la de aniquilación de la historia, aniquilación de Europa, términos similares para el hombre occidental”.
Murena fue más allá que casi todos: ¡Poe fue el primer americano! Ni Río Bravo ni Nuestra América; ni Darío u Ariel. Porque para Murena “las figuras de Poe componen en total un monólogo de lucidez delirante pronunciado desde el mirador de los expulsados, simbolizan el loco indagar por la presunta culpa que ha motivado el destierro de la casa natal y todas las derivaciones de esa situación, significan estrictamente —dentro del orden al que han sido transportados— los estados que padece el alma europea en el destierro”. Según el autor de Ensayos sobre subversión (1962) el primer americano que convulsionó artísticamente a Europa fue Poe. De hecho no olvidemos un argumento de peso que acredita esta ida: Baudelaire fue gracias a su mala pero fascinada lectura de Poe; el pensamiento poético moderno, entonces, tuvo su expresión primera en América. He ahí el primer golpe de autoridad americano en Occidente.
Podríase sin dudas cuestionar la tesis de Murena sobre Poe. Por ejemplo, si bien el autor de The Raven ejerció una fascinación decisiva en Baudelaire — “una conmoción decisiva”, confesó el poeta de Las Flores del Mal—, sería demasiado ligero desligarlo de la tradición poética occidental, sobre todo de los primeros románticos alemanes e ingleses. Así, la idea de un Poe devenido Adán resulta demasiado relativa, cojea. Sin embargo, más allá de cuestionamientos, la idea de Murena se haya henchida de una seducción literaria propia de un pensador de estructura ósea reaccionaria. Su obsesión: delatar el principio edénico que simbólicamente representó Poe para la Europa de Baudelaire. Una mente moderna y reaccionaria como la de Murena —todo moderno auténtico, es decir, todo antimoderno, siempre fue un reaccionario frente a la Historia y la Política; pero un vanguardista en materia de Arte—, no podía pasar por alto a aquel (nacido en Baltimore) que escribió: “Me propongo hablar del Universo físico, metafísico y matemático; material y espiritual; de su esencia, origen, creación; de su condición presente y de su destino”.
Por otro lado, como señaló Edmund Wilson, es que “lo que hizo a Poe particularmente aceptable para los franceses fue lo que le distinguía de la mayoría de los demás románticos de países de lengua inglesa: su interés por los asuntos de teoría estética”. Es Poe quien aparta la idea de la poesía como resultado de la inspiración. La modernidad poética empieza con Edgar Allan Poe, el poema se hace, no nos es dictado. Toda una bofetada a las musas.
Equidistante de comunes estudios preñados de complejos de inferioridad y culpabilidades ajenas, Murena analiza el problema de América, justo su pecado original, como una variación de la expulsión bíblica, o lo que vendría a ser lo mismo, el comienzo de lo humano arraigado en la idea de extranjería. Murena expuso sus ideas, como un auténtico reaccionario, mediante seductoras frases corrosivas:
“Digámoslo de entrada: los americanos somos los parias del mundo, como la hez de la tierra, somos los más miserables entre los miserables, somos unos desposeídos. Somos unos desposeídos porque lo hemos dejado todo cuando nos vinimos de Europa o de Asia, y lo dejamos todo porque dejamos la historia. Fuera de la historia, en este nuevo mundo, nos sentimos solos, abandonados, sentimos el temblor del desamparo fundamental, nos sentimos desposeídos. Es el primer sentimiento que da la pura condición humana, es la condición humana misma.”
En la línea de Nietzsche, el escritor argentino no vio más que eternas repeticiones de los mismos acontecimientos y dilemas existenciales a través de la Historia. Estuvo convencido de que lo sagrado es lo único válido y trascendente a lo que se puede aspirar. Un concepto del arte en virtud de lo sacro:
“El arte es la operación mediante la cual Dios mueve el amor recíproco de las cosas creadas. De esta renovación del estremecimiento paradisiaco que es el moverse de la metáfora queda un vestigio que se llama obra de arte […] La obra de arte es una escritura cifrada en la que quedan vestigios de la operación del arte. El arte es Dios operante, mostrándose a través de la súbita ausencia que se produce en un punto cuando algo es desplazado por la metáfora desde ese punto hasta otro. Dios infinitamente móvil pero quieto, presente pero invisible, tal es la obra: encierra en sí una imago ignota.”
El pensamiento de Murena es actual en la medida que nos desacomoda y exaspera con sus ideas. El sostén reaccionario de su pensamiento lo convierte en un eterno contemporáneo, en una mente de invierno. Si bien algunas de sus aseveraciones descansan en la hipérbole, justo ahí radican sus encantos. ¿Qué gran artista no recurre a manías de exageración para engrandecer causas mediocres? Por ello aseguró que:
“Sólo se vive con plenitud en el presente cuando se lo percibe en su totalidad desde la perspectiva del pasado. Sólo se es con profundidad contemporáneo al sumergirse en la contemporaneidad con la distancia del anacronismo.”
[Pablo De Cuba Soria]
A modo de presentación
Lorenzo García Vega (Jagüey Grande, Cuba, 1926 – Playa Albina, 2012) fue uno de los últimos raros de la literatura hispana. Formó parte del “Grupo Orígenes”, que tuvo en José Lezama Lima a su figura rectora. La tensa relación maestro-discípulo entre Lezama Lima y García Vega es una de las constantes temáticas de la obra de este último. Desde que en 1948 publicara el poemario Suite para la espera (La Habana, Ediciones Orígenes) García Vega comenzó a construir una escritura enrarecida, extraña, burlona de torpes encasillamientos. Una escritura que, desde entonces, ya se empezó a alejar de las directrices estéticas del origenismo, independientemente de que la energía tutelar de Lezama estuviera presente en aquellas primeras publicaciones. Este primer poemario se sostuvo en marcadas improntas surrealista y cubista, esto es, una estética y cosmovisión artística en buena medida contrapuesta al ideal estético origenista, por lo general muy críticos con los postulados de vanguardias, a pesar de que la obra misma de Lezama tiene rasgos surrealista y surrealizantes. En 1952 García Vega gana en Cuba el Premio Nacional de Literatura con la novela Espirales del cuje (1952), siendo este el último premio nacional que se otorgara en la isla previo al triunfo de la Revolución Cubana en 1959. En 1968 emprende el camino del exilio, por lo que residió en España hasta principios de los setenta, cuando se traslada a New York. Luego vivió un tiempo en Caracas, para entonces establecerse definitivamente en Miami. El ensayo autobiográfico Los años de Orígenes (1979) se ha convertido en uno de los libros más polémicos de la cultura cubana, ya que en él desmonta los “mitos fundacionales” en los que se pretende sustentar la cubanidad. Asimismo, este libro mostró el reverso del imaginario católico-origenista.
Otros libros importantes de García Vega son, entre otros que exceden la veintena, Ritmos acribillados (1972), Rostros del reverso (1977), Poemas para penúltima vez [1948-1989] (1991), Variaciones a como veredicto para sol de otras dudas (1993), Vilis (1998), Palíndromo en otra cerradura (1999), sus magníficas memorias El oficio de perder (2004), la novela Devastación del Hotel San Luis (2007), Palíndromo en otra cerradura. Homenaje a Duchamp (2011) y Erogando trizas donde gotas de lo variopinto (2011), donde recogió su labor poética de los últimos años.
Para las dos últimas generaciones de escritores cubanos, Lorenzo García Vega ha devenido una de las figuras más atractivas, tanto por su mirada crítica y corrosiva sobre la “República de las Letras cubanas”, como por su singular idea del hecho literario en sí. Su escritura está construida desde un barroco atípico, para nada exuberante, sostenido en una narratividad (aunque con matices líricos) que jamás logra alcanzar lo que promete narrar. Del mismo modo en que García Vega se llamó un “escritor no-escritor”, podría decirse que su literatura de un anti-barroco barroco, o anti-barroco barroquizante. Barroco de desmontaje, de palíndromos, o para decirlo de otro modo, un barroco que nunca llega a operar en tanto tal, debido a que no hay unión/conjugación posible de los elementos formales y temáticos que lo componen. Su escritura está en las antípodas del aluvión verbal lezamiano que pretendió trasmutar y abarcar el todo —barroco explosivo (Lezama) vs. barroco implosivo/barroco vanguardista (García Vega) —, o como el mismo Lorenzo dijo en la entrevista que transcribimos a continuación: “me obsede dar con el hacha para quedar en la seca estructura, en el hueso último”. La obra de Lorenzo García Vega es el testimonio de una operatoria de escritura, de los andamios que la sostienen.
La siguiente entrevista está hecha en dos compases, el primero data de mediados del 2006 (a propósito de un número homenaje que en Miami el periódico El Nuevo Herald le dedicara), y el segundo se llevó a cabo entre finales de 2010 (fecha en la que García Vega visitó Texas A&M University como invitado de honor, en el marco de un congreso de estudiantes graduados) y las primeras semanas de 2012. Este segundo compás sea posiblemente la última entrevista escrita que concediera Lorenzo. Temas como su obra y vida mismas, su relación amor-odio con Lezama y el origenismo, el surrealismo y el cubismo, y cuestiones estético-literarias son tratados en las preguntas que siguen.
I (2006)
Pablo de Cuba Soria: García Vega, comencemos por los últimos acontecimientos que, de muchas maneras, se conectan con su inicio existencial en la provincia cubana de Jagüey Grande. Se acaba de publicar tanto en México como en España sus memorias, El oficio de perder; ¿qué representa este libro para usted a sus setenta y ocho, después de una vasta obra que data desde el ya lejano 1946 cuando publicara en Cuba el poemario Suite para la espera?
Lorenzo García Vega: Representa una iniciación que comenzó cuando, al ponerme el uniforme de bag boy para trabajar en Publix, terminé, como única alternativa, convertido en escritor de autobiografía. Pero…, te he respondido inmediatamente y…, resulta que me está entrando miedo. ¡Miedo! Ya que empiezo a mirar para otra parte, no vaya a ser que me encuentre con los fantasmas. Pues fíjate en lo que empecé diciéndote, Pablo: iniciación. Pero ¿cómo he podido decirte esto? ¿Pues qué clase de iniciación puede pretender un viejo bag boy que acaba escribiendo una autobiografía? ¿No será que me estoy soñando la muerte? No sé qué contestar. Después de esta autobiografía que acabo de publicar, me parece que me están sucediendo cosas raras. No sé, quizá tendría que verme con algunos teósofos, a ver qué cosa me podrían decir.
PDCS: Después de El oficio de perder ha publicado Papeles sin ángel, un raro libro difícil de encasillar, por suerte, en género alguno. Háblenos un poco de este libro sostenido en una rara escritura.
LGV: Papeles sin ángel, son, o creo que son, minicuentos: un anticipo de otros mini, Cuerdas para Aleister, que acaba de publicar la editorial tsé-tsé de Buenos Aires. ¿Soy difícil de encasillar? Quizás, te confieso que no me gustan los géneros —a mí, por ejemplo, los poemas poemas, los poemas pertenecientes al género poema, me molestan con su ruido como de zapatos de charol recién estrenados—. Pero, por supuesto, esto que te acabo de decir, y que puede parecer una greguería, es un prejuicio. Nosotros, los viejos, y más cuando somos viejos que nunca supimos fabricar bien un poema, estamos llenos de prejuicios. Pero, para hacerte el cuento corto, creo que me están gustando los minicuentos, ese género que parece que se ha puesto de moda. Y es que a mí me gusta caer sobre las modas como antes, en mi infancia, caía sobre los juguetes: dispuesto —hachita en mano— a romperlos, a ver lo que tenían dentro.
PDCS: Usted habla de “poemas poemas” y me surge la siguiente pregunta: Dentro de toda su obra, el único libro que podría llamarse de poemas es Suite para la espera, que publicó por 1946. Pasado más de medio siglo, ¿qué experimenta al abrir las páginas y pasar la vista por los versos de Suite?
LGV: Pero ¿es que ha pasado medio siglo? ¿Cómo, Pablo, se te ocurre decir eso? Pero…, como lo has dicho, ya no tiene remedio. Vamos, entonces, a servirnos otro vaso de scotch. El scotch, siempre lo he sabido, es la más segura vía para hablar sobre temas literarios. Pues bien, hace medio siglo que escribí suite, y ahora, con mis 78 años, no me arrepiento. Es más, y te voy a hablar bajito para que nadie lo oiga: en esa suite está (vanidoso que soy) la mejor escritura automática que se ha escrito en Cuba. Una escritura automática que ahora, incluida en Un nuevo continente. Antología del surrealismo en la poesía de nuestra América, el texto antológico que el brasileño Floriano Martin acaba de publicar, le veo la frescura y fuerza conque la escribí, la frescura de hace medio siglo que no ha perdido. Pero, vamos a dejar eso que te estoy diciendo, pues hay en el jardín un pájaro albino, y nunca está mal el ponerse a contemplar un pájaro albino, lo demás es literatura.
PDCS: Dice usted algo tremendo: “un pájaro albino en un jardín”; y pienso enseguida en Playa Albina. ¿Qué es exactamente ese lugar donde “en algunas ocasiones, como usted apunta en sus memorias, perdiera el sentido de la realidad?
LGV: ¿Dije que aquí he perdido el sentido de la realidad? Sin embargo, no concibo al escritor no-escritor que me he inventado —uno siempre se inventa—, así como no concibo a ese heterónimo, el doctor Fantasma que por tantos años me ha acompañado, sin esta Playa Albina, el lugar donde de sopetón (llegué aquí alcoholizado, y con el buen propósito —propósito que, por supuesto, fracasó— de encargarme de una librería) encontré que mi pasado, mi manera de inventarme mi pasado, se había transformado en un Laberinto donde, pese a la confusión, a veces no dejaba de tocar fondo. Pero ¿fondo? Pero ¿de verdad, a veces, he tocado fondo? ¿O no es que todo este delirio que estoy diciendo sobre un pasado metamorfoseado en Laberinto, no es otra cosa que la alucinación que, por entre los canales de esta Playa Albina, me ha ido produciendo una musiquita. La musiquita de un carrito de helados. La musiquita que oí en mi infancia y que ahora, y que ahora en esta Playa Albina donde se pierde el sentido de la realidad, la vuelvo a oír, enredada con la visión de unos canales.
PDCS: De su segunda obra, Espirales del cuje, un libro que fuera premio nacional de literatura en la Cuba de 1952, recuerdo un pasaje donde se lee: “cuje de mis reminiscencias”. ¿Todavía habitan a Lorenzo García Vega esas reminiscencias, ese Jagüey Grande de los finales de los años veinte y primera mitad de la década del treinta cubanos?
LGV: ¿Todavía habitan…? Sí, por supuesto, moriré enredado con reminiscencias y fantasmas. Es mi oficio de perder, o mi oficio de manipulador (manipulador manipulado) de fantasmas. Y, además, como muchas de mis reminiscencias están ancladas en los finales de los años veinte, también puedo decir que yo siempre estoy confundido con el manchón de sombras de las películas silentes que vi en el Cine Mendía, el Cine de Jagüey. Películas de Tom Mix y otros vaqueros de cine mudo que, para siempre, me marcaron con una como anacrónica (yo siempre he sido un vanguardista anacrónico) sensibilidad de mundo silente. Pero también las sombras silentes de las películas se me enredaron con el cubismo. Sí, con el cubismo. ¿Y cómo así? Muy sencillo, te lo voy a explicar. Leonardo Acosta, un pintor vanguardista, fue el que, en 1926, el año de mi nacimiento, metió en la portada de la Zafra, el libro que ese año publicó su hermano Agustín Acosta, una visión del Central Australia (el Central que quedaba cerca de Jagüey, y donde yo me pasaba largas temporadas, ya que ahí vivía la familia de mi padre) cubista, y con estructura a lo Fernand Leger. Por lo que resultó entonces que como yo, niño inteligentísimo, y de una precocidad suficiente para anonadar a cualquiera, me di cuenta de lo que enseñaba la portada de Acosta, pude entonces criarme, diríamos, alimentando mi mirada con la visión de un Central cubista. ¿Te das cuenta de esa cosa tan linda? Yo, entre tantas cosas bonitas de mi infancia, tuve no sólo el privilegio de tener la visión de un Central cubista, sino que también, desde esa temprana edad, me convertí en un niño cubista. ¡Te imaginas! Yo, niño cubista frente a un Ingenio cubista, llegué a ver a los faroles que acompañaban a las carretas como si fueran «machetes de la sombra». Y visiones cubistas como esas, las recogí en mi libro Espirales del cuje. Fue muy lindo, repito, ser un cubista, y no me explico como puede haber gente tan tonta que puedan ver lo cubista como si fuera una cosa abstracta. ¿Abstracta?, yo me he jugado la vida con esa visión…
PDCS: En no pocas ocasiones —tanto en su escritura como en otras entrevistas— usted ha señalado su manera de vivir como un “literatoso”. Dos preguntas surgen entonces: ¿Qué significa (o es) una forma de vida literatosa? ¿Y cuáles creadores y obras la han sostenido?
LGV: ¿Literatoso? Es el riesgo que conlleva el pertenecer a la farándula literaria. ¿Definir lo literatoso? Es la mezcla de lo loco que todos somos, con el delirio que conlleva esa vocación literaria que nos mete de cabeza dentro de las bibliotecas: acuérdate que Musil llamaba a las bibliotecas “manicomios de libros”. Así que, parodiando a Darío bien se puede decir: ¿Quién que es no es literatoso? Pero, sobre todo, lo bueno de reconocer que uno es un literatoso es que esto nos vacuna contra la seriedad de los bombines. Pues es que, paradójicamente, el reconocer que se es literatoso, o sea, el no tomarse demasiado en serio, es lo que aquellos que somos, y siempre hemos sido serios, siempre hemos tomado en cuenta. Pues tú sabes que lo demás, lo serio, conduce a la política, y la política conduce a ponerse un bombín, y el bombín conduce a esa teleología insular que puede llevarnos a ser canchanchanes de caudillos…
Y la segunda pregunta… Me da pena decirte que no sé contestártela. ¿Creadores y obras que me han sostenido? Eso se ha integrado en un mundo, con su tiempo y sus dimensiones, el cual se ha concretado en leyes especiales, y al cual he ido metamorfoseando a través de mis sueños. No sé cómo explicarte. Mis lecturas, mis influencias, se han convertido en cristalitos de un kaleidoscopio interior. Mira, qué sé yo, ¿cómo explicarte? En un libro del argentino Ricardo Piglia titulado “El último lector”, éste nos habla sobre el acto de leer, y nos dice: “lo que podemos imaginar siempre existe, en otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano, igual que en un sueño”. Pues bien, yo no he podido dejar de fijarme en eso, y entonces me he puesto a pensar que, si, por ejemplo, en una tarde gris y lluviosa muevo los cristalitos del kaleidoscopio de mis lecturas, puedo llegar a tener ante mis ojos un paisaje diríamos de un autor polaco, diríamos de Bruno Schulz, pero si entonces trato de narrar esa tarde gris y lluviosa ¿debo dejarme llevar por la influencia inmediata del polaco Shultz, o debo considerar esa influencia como una escala con la cual debo contrastar, la tarde gris que tengo frente a mis ojos con las imágenes leídas en Shultz? O sea, ¿debo dejarme llevar por la influencia, o debo considerarla como un material objetivo de trabajo? Pero, dejemos esto. Yo siempre me meto en camisa de once varas.
PDCS: Usted fue (es) el escritor más joven de lo que se ha dado en llamar la “Generación” o “Grupo Orígenes”, creadores que giraron entorno a la revista homónima que dirigiera José Lezama Lima. Pero creo que su obra ha experimentado, in crescendo con los años, una abismal ruptura (desvío) con respecto del centro estético origenista. Vitier, por ejemplo, aún se empeña en teleologías insulares y epifanías. Usted, que desde un principio se mostró equidistante de los demás origenistas, ha transitado de unos pasmosos arlequines a un home lleno de viejos autistas y suicidas. Ahora bien, más allá del bien y del mal, ¿qué queda todavía en García Vega de origenista?
LGV: Creo que después de haberme metido en el Laberinto de mi autobiografía, El oficio de perder, salí “desorigenizado”. Me siento, Pablo, más albino que origenista. ¡Es raro el asunto! Pues, paradójicamente, siento que mi libro, Los años de orígenes, es todavía un libro origenista, un libro en que todavía me siento identificado con aquel fiestongo. Pero ya, no. Ya, ahora, hasta me siento alejado de aquella pasión conque me expresé en Los años… Y es que, repito, la entrada en el Laberinto me ha convertido en un albino casi sin pasado, ni paisaje. Pero ¿cómo explicar esto? ¿Tendría que escribir otro libro?
II (2012)
Pablo De Cuba Soria: Lorenzo, según confesaste en tu reciente visita a Texas A&M University, tu último libro publicado, Son gotas del autismo visual, viene a funcionar como substituto literario de una decisión fracasada que en algún momento tomaste: ser pintor. ¿Cómo es eso? ¿Lorenzo pintor?
Lorenzo García Vega: Apollinaire al agua. Fue mi consigna a los veinte años, y caí en la piscina cubista.
También, cuando mis espirales del cuje, me puse a machetear sombras cubistas, utilizando machetes.
Siempre tentado, aunque no lo parezca, a meterme entre círculos, y cubos. Minimalizar siempre ha sido mi tentación. Por eso no puedo ser neobarroco.
Autores que nunca olvido: Reverdy, Max Jacob.
También está lo amarillo. Eso, amarillo, que junto a mi obsesivo colchón tirado en un solar yermo, forma parte de mi autista paisaje de la Playa Albina.
Dentro de poco saldrá mi texto (creo que saldrá en estos días de Navidad), donde incluyo mis «Gotas de lo vario pinto». Es un texto donde hago de las mías con la obsesión por erogar trizas plásticas. (No olvides, también, mi palíndromo con cerradura).
Pero, nunca he sabido dibujar ni una cajita. Y, además, los que soy es un colachero, un notario que quiere confesarse. Tratando de explicar este rebumbio, me he pasado toda la vida.
PDCS:En efecto, en muchos de tus versos de Suite para la espera hay como explosiones plásticas desprendidas de esas colisiones surrealistas y cubistas de palabras que construiste en esos poemas. Además de ese “Apollinaire al agua” que citas, también recuerdo un “Chaplin abúlico” y “en el puente las tontas meninas a levantes”. Sin embargo, esa primera explosión fue desembocando en oníricas implosiones en tu obra posterior, es decir: en ese acto de minimalizar continuo/obsesivo como bien acabas de señalar. ¿Por qué se dio ese reverso en tu obra? ¿Acaso fue un proceso paralelo a tu distanciamiento del origenismo? ¿O ya en Suite para la espera, en esa “noche de los pasmosos arlequines”, habitaban los rostros del reverso?
LGV: Yo nací dentro de los rostros del reverso. Cuando los habité de verdad, lo que hice fue encontrarme —¿encontrarme?— más a mí mismo. He dado tumbos y tumbos, y siempre termino pretendiendo confesarme.
¿Yo me distancié del origenismo? Para enredar la explicación te digo que, cuando estuve, con camisa de fuerza, metido en aquellos Años, siempre estuve distanciado. Estuve con camisa de fuerza, pero distanciado. ¡Aquello, ya lo he dicho, fue de la puñeta!
PDCS:Paralela a esa pretendida necesidad de confesarte, siempre ha estado en tu obra otra necesidad: la de encontrar una forma para esas confesiones. En libros tuyos como Los años de Orígenes, Vilis y El oficio de perder (por sólo mencionar tres), además de confesiones de vida, hay confesiones de formas constructivas del texto. Pareciera, entonces, que Lorenzo García Vega lo que busca en su escritura es darle una forma a su existencia. ¿A qué le atribuyes esa marcada obsesión por las formas en tus libros?
LGV: ¿Obsesión por las formas? No sé, no creo que las formas me obsedan. No te olvides que, siempre me he vuelto hacia atrás, buscando lo inmaduro. ¿Gombrowicz? Gombrowicz nunca se me olvida.
O, quizás, más que la forma, me obsede dar con el hacha para quedar en la seca estructura, en el hueso último. Pero, no olvides que nunca olvido el sueño (tengo una libretica en mi mesa de noche). Me gusta sumergirme en el sueño y, de inmediato, con vocación de cubista, detenerme, buscando la estructura.
PDCS:¿Ya desde los poemas de Suite para la espera y desde aquellas “sombras cubistas” macheteadas que estructuran Espirales del Cuje, existían esas libreticas de confesiones oníricas de las que se desprende buena parte de tu escritura?
LGV: No, el fiestongo onírico vino después, y culminó en Vilis, esa ciudad que se levantó aquí, en la Playa Albina.
PDCS:Y en esa ciudad onírica levantada en Playa Albina, ¿qué queda de Jagüey Grande, de La Habana, de New York, de Caracas? Es decir, de las ciudades que físicamente has habitado en tu vida.
LGV: Jagüey Grande reaparece en mis sueños, continuamente.
Caracas a veces reaparece en mis sueños, con la pesadilla de ser el lugar donde no puedo quedarme, pues no conseguía empleo —así fue en la realidad.
No deseo recordar a New York. Una de las peores etapas de mi vida la viví allí. Hace poco estuve en New York. No quería estar allí.
PDCS: Después de Suite para la espera, no has vuelto a publicar lo que se llama un cuaderno de poema (y aquí cometo un acto de reduccionismo genérico). Incluso, más allá de que Ritmos acribillados pueda encasillarse en ese género literario, es un libro más cercano a una escritura atravesada por otras formas, como el diario y/o las memorias. Y tus últimos libros (El oficio de perder, Devastación del hotel San Luis, Cuerdas para Aleister…) transitan de lo autobiográfico a las minificciones. ¿Todavía Lorenzo escribe poemas?
LGV: Creo que escribo poemas en mi libro próximo a salir: “Erogando trizas donde gotas de lo vario pinto”. Aunque las gotas son apotegmas, apotegmas visuales. Vamos a ver cómo sale la cosa. Hago lo que puedo.
PDCS:Has dicho que Max Jacob es uno de esos escritores que nunca olvidas. Justamente en su famoso prefacio a El cubilete de dados Jacob señaló que “el poema en prosa, para existir, ha de someterse a las leyes de todo arte, que son el estilo y la voluntad”. Entonces, replanteando un poco la pregunta anterior, ¿acaso lo que has hecho en todos estos años es escribir poemas en prosa atravesados por una voluntad de situar (y aquí utilizo otro concepto de Jacob) tu estilo en un espacio compuesto de destrucciones genéricas, a semejanza de tu devastado hotel San Luis?
LGV: ¿Qué es lo que he hecho en estos años? Meterme en Vilis cada vez que puedo. ¡Pablo, no me preguntes eso! Me da hasta miedo la pregunta (y también al Maestro KH, que a veces se para frente a mi casa).
Sí, es verdad que he tenido una voluntad, pero lo mejor es ni preguntarme por eso.
Aunque es verdad: sí: casi siempre me he sentido atraído por espacios devastados —la colchoneta en el solar yermo, las paredes del hotel San Luis. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer, metido, como lo he estado, en un Home de la Playa Albina? Mis fantasmas, como el Maestro KH, siempre han estado a la vuelta de la esquina.
¿Fantasmas sometidos a una geometría? Quizás algunas veces me he propuesto eso. Los palíndromos, acuérdate. Ha sido, lo confieso, un mundo un poco seco.
[Pablo De Cuba Soria]
Que a estas alturas de la historia (o lo que es igual: de la caída en el tiempo) se pretenda una reinmersión en las turbulentas y maravillosas aguas del surrealismo, podría resultar una aventura para trasnochados o para dementes, o quizás para poetas. Trasnochados a un lado, ¿acaso no son los dementes y los poetas los únicos capaces de crear un aparte más allá (o acá) de este mundo de desmemoria y vaciamiento? Ya lo dijo Joseph Brodsky: “Tal y como van los fracasos, querer remover (reinventar) el pasado es encontrarle un sentido a nuestra existencia”.
A mediados de la década de los setenta del siglo XX, Octavio Paz señalaba que el surrealismo más que una corriente o estilo literario de vanguardia era una visión del cosmos; de ahí la imposibilidad de su extinción. A finales de 2004 la editorial costarricense Andrómeda publicó Un nuevo continente (Antología del Surrealismo en la Poesía de nuestra América), un muestrario poético que vuelve a confirmar la reveladora sentencia del Premio Nobel mexicano.
Esta antología poética reúne una breve selección de la obra de treinta escritores americanos que transitan (nacen, escriben) lo mismo desde Canadá o Estados Unidos, que desde Chile o Haití o Martinica; es decir: el antólogo no se dejo gobernar, afortunadamente, por provincianismos geográficos. Precisamente al brasileño Floriano Martins (una de esas suertes de demente, de poeta) le debemos esta deliciosa muestra que cuenta en sus páginas con la presencia, entre otros, de creadores de auténtica extrañeza como Rosamel del Valle, Aldo Pellegrini, Aimé Césaire, Olga Orozco, Philip Lamantia, y Lorenzo Garcia Vega.
Un nuevo continente es un banquete poético que nos recuerda que la verdadera patria del hombre es el lenguaje. Gran parte de los textos que conforman las más de trescientas páginas del volumen, resultan auténticos en la medida en que extraen desde lo más profundo de los sueños aquellos ángeles y demonios que sostienen la experiencia humana; y que sostienen, por extensión, el misterio de la palabra. Porque, a fin de cuentas y falsos testimonios, qué somos sino eso: palabras, frases, prosodia perecedera. Por eso, nos dice Rosamel del Valle en una de las páginas de la antología:
Nuestra esencia viene de la tiniebla rasgada (…)
Construida de ángeles ciegos y temblores y de la infinita ola
Amante de lo terrestre sin límite y del olvido (…)
O donde el espacio cierra sus ramas en un movimiento
De angustia terrible y de rechazo a la sed
El libro está precedido por un excelente prólogo de Martins, en el que el ensayista y poeta expone sus ideas acerca del surrealismo como fenómeno tanto desde el punto de vista histórico como estético. Esto es, en el prólogo se alcanza aquella exigencia que Edmund Wilson pedía para todo estudio crítico-literario: “situar la imaginación del hombre en el marco de las condiciones que la determina”. Siguiendo —tal vez involuntariamente, no importa— la anterior idea, Martins escribe:
«El surrealismo es la búsqueda de convertir la poesía en un bien común y el libre pensamiento integral (…), un viaje por el universo de las sugestiones. Así como el surrealismo buscaba una ampliación de lo real, aquí no sugerimos sino una inmersión más profunda en la poesía que se ha escrito en el continente, vinculada a esta movimiento que defendió que sólo el lenguaje poético alcanza la totalidad del ser.»
Otro de los aciertos del libro es que cada muestra de los poetas seleccionados va precedida por pequeñas reflexiones de ellos mismos acerca del surrealismo como condición poética y existencial. De esa manera asistimos a varias nociones y conceptualizaciones de un mismo hecho: la poesía. Pongamos dos ejemplos. El enorme poeta martiniqueño Aimé Césaire (1913) —a quien La isla en peso de Virgilio Piñera tanto le debió— señala:
«Mi referencia fue el surrealismo, porque la escritura automática viaja de la superficie al fondo de las cosas. Para mi el surrealismo marcó el camino por excelencia de la negritud. Porque el lleva al mismo tiempo a la libertad y al hombre negro. Es así —y ahí está la paradoja—, como utilizando una técnica europea yo me reencontré con la cultura africana, conseguí el ansiado estallido del yo negro.»
Y el cubano Lorenzo García Vega (1926), uno de los pocos raros que le quedan a la lengua hispana, apunta:
«Lo que ha sido una constante en mí es la búsqueda de los últimos elementos de mi imaginación, que siempre me ha interesado más que hacer una cosa bella o bien escrita. Más que la frase completa buscar el residuo, ese residuo que creo también le interesaba a los alquimistas.»
Si bien la selección por cada poeta resulta breve, no por ello le resta intensidad a la lectura, a la urdimbre noctámbula que cada texto va creando. Así, podemos disfrutar lo mismo de la tensión de estos versos del argentino Enrique Molina: “El ansioso torbellino de venas de un hombre desconcertado por /la presión de su aliento”; que de estos del brasileño Claudio Willer: “Y ahora quiero la palabra reducida al sencillo gesto de amarrar alguna cosa, pura denotación, lenguaje referencia, manos extendida hacia esos pedazos de realidad”.
Este excelente muestrario nos señala que el surrealismo es más que manifiestos y poses de épocas; más que un Bretón y su maravillosa Nadja. Es, también, más que manifiestos programáticos y/o disquisiciones acerca del subconsciente y las teorías de Freud o Lacan. Un nuevo continente (Antología del Surrealismo en la Poesía de nuestra América) lanza un dardo que jamás encuentra el blanco: se pierde en los terribles y fascinantes mares del sueño y de las pesadillas. Y lo hace misteriosamente: a través de la poesía.
[Pablo De Cuba Soria]
Uno de los más grandes comerciantes de la causticidad lúdica, Ambrose Bierce, nos dejó quizás la más deliciosa definición de esa inútil sensación que es el transcurrir de advenimientos y advenedizos que llamamos “Historia”. En su Diccionario del Diablo Bierce escribió: “Historia: Un relato, mayormente falso, de sucesos mayormente sin importancia que se hace sobre gobernantes mayormente trúhanes y soldados mayormente idiotas. De la historia romana, según muestra el gran Niehbur, el noventa por ciento es mentira”.
Leve historia de Cuba (Pureplay Press, 2007) de Enrique del Risco y Francisco García es un conjunto de “relatos históricos” que de muchas maneras se arriesgan por los atajos de la idea anterior de Bierce. La Historia, nos señalan entre líneas los autores, no se componen de identidades inalterables, sí de anonimatos. De ahí que los grandes protagonistas del devenir de la isla sean bajados de sus pedestales y perpetuidades de mármol y bronce para quedarse a la zaga de cualquier desconocido, llámese este Yuyo el Ciego o simplemente Pupi.
El choteo que teorizara Mañach (ya esbozado anteriormente por Fernando Ortiz) alcanza en esta colección de relatos su dimensión axiomática, esto es, aquella que nos salva del continuo derrumbe de arquitecturas y valores. Se me ocurre que el destiladero de chismorroteo burlesco del que hablara Carlyle resulta otro de los imaginarios que sostiene Leve historia de Cuba. Ese Martí que hace de la hoja perdida de su Diario de Campaña un pitillo (nada de negritos de la Borrero, como imaginó Lezama), que desea irse de aquella guerra y que recibe la risa socarrona de otros mambises cuando se enteran de sus grados de mayor general; ese Fito Pimpollo que filma un cohete soviético cuando la crisis de Octubre; o ese Casal “avasallado por la fiebre y la fijeza de una pesadilla exótica”, revelan héroes al revés, desde anchuras lúdico-burlesca, que le rebaja a la Historia su poco confiable gravedad.
No se debe olvidar que del Risco y García (tampoco olvidar que son dos, a diferencia de “aquellos” Ortega y Gasset cuya visita a Cuba fuera anunciada en un periódico habanero) historian la Isla desde la ficción narrativa. Pero, ¿acaso no ha quedado claro que la Historia es eso: Escritura, variaciones léxicas de un acontecimiento dado? Todo lo que se sostiene en escritura termina auto-friccionándose; de ahí que la Historia siempre deviene invención, o para decirlo al modo inglés: toda History es a fin de cuentas story, multiplicidad siempre multiplicándose que se pierden tanto en la ficción de la noche de los tiempos como en las ficciones (utopías) futuras. Ya no es una tensión entre vencedores y vencidos, sí entre ficción y realidad, donde la primera irremediablemente se termina engullendo a aquella que llaman objetiva. El espíritu de época decimonónico cubano lo experimentamos con más intensidad en Mi tío el empleado de Ramón Meza, que en cualquier tratado histórico sobre aquellos años. El libro que reseño es también ejemplo de esa amenidad escrita y puesta en jaque (todo humor resulta un cuestionar) que nos revela el pasado.
“El único deber que tenemos con la historia es reescribirla”, escribió el dandy Wilde. Cuba es parte de Occidente desde 1492, cuando unos bandidos trajeron el castellano y el relajo. Luego nuestro primer monumento literario fue Espejo de paciencia, exóticamente caricaturesco, anquilosado hasta el tuétano, de lectura tan tediosa que ya el título te exige tolerancia a gritos. Todo lo que para Cintio Vitier empezó representando lo cubano en la poesía siempre reclamó desde su iniciar un poco de risa, grandes inyecciones de humor. Los autores de Leve historia de Cuba han reescrito nuestra genealogía desde una base de falsas verdades y utopías sin esperanzas; han desplazado centros protagónicos (más bien anulado) hasta las márgenes de lo desconocido, ese sitio donde todo recolector de desengaños se siente a gusto, confortable. No asistimos a un Cristoforo Colombo viendo lirismo de luz en nuestra Isla, sino “todo al revés de lo que aseguraba el Almirante: no hay Levante ni tierra alguna. La sangre; el fuego; el abrazo del pedernal con el acero, el rayo y las bestias; lo que será y es, no son más que puro delirio: naufragio en la propia orilla”.
Otros de los atributos de Leve historia… son el uso eficaz de las intertextualidades y el habla popular (refranes, dichos, giros lingüísticos a lo cubiche), la prosa límpida y cautivadora (que no regalada), y el diálogo crítico e irreverente a través de la ironía y el humor con la historiografía oficial (Le Riverend & Co.), aquella (la oficialista) que sólo ha sido dadora de gravedades y épicas de mármol, esto es, siempre secuestradora de los eventos y chismes que tras bambalinas acontecen. Asimismo, en este libro las narraciones trasmiten esas dosis de ingenuidad aparente cuyo principal objetivo, aparte de la complicidad creador-lector, es desestupidizar (anular) todo ese imaginario de camisas de fuerzas que nos han querido imponer en/desde la Isla infinita y otras esquinas del mundo. Leve historia de Cuba es una lectura que desprovee al hombre (hasta el desengaño) de quimeras totalizadoras.
En su cuento “El procurador de Judea”, Anatole France (a quien Proust señalaba equivocadamente como el talento novelístico más brillante de su tiempo) relata un pasaje en el que dos personajes de la más selecta casta del Imperio Romano, retirados de la actividad política, recuerdan acontecimientos del pasado. Uno de ellos responde al nombre de Poncio Pilatos, a quien le resulta imposible acordarse de un tal Jesús de Nazaret. El ex-representante del imperio en tierras judías se rascaba la cabeza hurgando en su memoria, pero todo era en vano. Pilatos rememora otros nombres, Barrabás por ejemplo, pero nunca acierta con/recuerda el del apóstol, el del Hijo del Hombre…
Este relato de France nos revela una gran ironía: la levedad de la existencia, el derrumbe de los grandes relatos históricos. Nos pone también frente al reverso de la Historia. Enrique del Risco y Francisco García han escrito Leve historia de Cuba, estoy seguro, desde el convencimiento dudoso de la (in)soportable levedad y caída de casi toda una Isla. Así como desde la certeza de que toda la Historia no es más, Italo Calvino dixit, que “una infinita catástrofe de la cual intentamos salir lo mejor posible”. García y del Risco (repito: son dos) se nos presentan en las páginas de su libro como herederos/continuadores de aquellos comerciantes de la causticidad lúdica.
[Pablo De Cuba Soria]
Pensar la obra de Rolando Sánchez Mejías (Holguín, 1959) bajo el rótulo escritura, en sustitución de literatura (normativa institucional, generalmente), e incluso en reemplazo de poesía (normativa genérica), nos situaría en los cimientos/fundamentos mismos de la apuesta estética y del hacer artístico de este escritor, y en buena medida, por extensión, en los del Grupo Diáspora(s). “Ficciones de escritor versus ficciones de Estado”, formuló Carlos A. Aguilera en el “Epílogo” a Memorias de la clase muerta (2002). Esto es, escritura como voluntad/”ilusión” de una totalidad alcanzable sólo desde/en la ficción escrita (autoconsciente, cínica, individual); escritura posible desde/en “el hacer de la forma una conducta” (Barthes); y, por último, escritura visible desde/en la construcción de un estilo (personal, grupal) que atente y dinamite el Canon, el estilo de la Nación, “siempre inflacionaria –hasta el ridículo”.
Asimismo, debido a esa voluntad/ilusión de estilo, podemos sostener que hay un ritmo, un tono, un troqueo, una respiración comunes/propias a toda la obra de Sánchez Mejías, sea cual sea el género en el que se manifieste. De ahí que él haya señalado en una entrevista que “cuando escribo poesía, y muchas veces también cuando escribo prosa de ficción, es mi cuerpo completo el que avanza motoramente en esa actividad”.
Si para Mallarmé “el verso se halla en cualquier parte en que la lengua tenga ritmo, [ya que] existe el alfabeto y después versos más o menos ceñidos, más o menos difusos […], porque toda alma es un nudo rítmico”, para Sánchez Mejías toda escritura se desgaja de un respirar y de un oír, de un ideario de estilo muy cercano a aquel pregonado por Proust: “Los libros hermosos están escritos en una especie de lengua extranjera”, de una energía escritural que nace de “la unión de la mente y el oído, […], de la ley de la línea”, como señaló Charles Olson en su ensayo “El verso proyectivo”. Un respirar sintáctico que es el resultado, como ya entrevió Lorenzo García Vega en su “Prólogo sin credenciales” (Memorias de la clase muerta), de un gaguear, porque “las palabras se volvieron tartamudeo”, cancaneos, lo que no es lo mismo que fragmentos, mas sí ilusión de totalidad: “En términos de escritura, ¡hay que enfrentar la totalidad!” (Sánchez Mejías).
En todos sus textos Sánchez Mejías construye, como le hubiera gustado al ya citado Charles Olson, desde y con el “verso abierto” o “composición por campo”, en franca “oposición al verso, a la estrofa heredada”. Se dinamita la página en blanco; se hace penetrar la escritura en el blanco conceptual que es la página. Es decir, se pretende/alcanza una construcción del texto donde “la forma nunca es más que la extensión del contenido”:
que habiendo yo rayado
(lacerado, mejor dicho)
(o si no
pon oído:)
que habiendo yo roto la hoja con ellos
volubles signos
(como si
sobre esmeril
toscas patas de grullas:
to write to write to write)
que habiendo apenas podido deslizarse
allí donde
no hay espesor sino sólo
la ligerísima condición del verbo […]
En el prefacio a El origen del drama barroco alemán, Walter Benjamin recordó que entre forma e idea no hay distinciones, que ambos conceptos son uno, inseparables. Y la forma obsede a Sánchez Mejías desde ese convencimiento. La primera misión de un escritor —aunque no sea la única, pero sí la más importante— es la de superar las formas heredadas por (anquilosadas en) la tradición, la de superar su marco histórico, desde el conocimiento de éste, desde la desacralización y deshistorización lúdica de éste:
la carne de cerdo
te hizo daño
y anuló
el compromiso
no sé
si sabías que
los tsembaga de Nueva Guinea
en sus fiestas
matan cerdos
y más cerdos
unas 15000 libras
que luego
distribuyen
ese día
los tsembaga
y los enemigos de los tsembaga
gimen bailan jadean
es decir ciclos
de paz y de guerra
sobre
montañas de credos
te contaba esto
para que supieras
cuánta economía
subyace
en el amor
Igualmente, hay en la escritura del autor de Derivas I tanto una voluntad de “vanguardia enfriada durante el proceso”, como de concientización de la forma, que son constantes en todos sus libros. Pongamos dos ejemplos: no es que los textos que componen Historias de Olmo (2001) sean ajenos a los dominios de la prosa y de la narración, o que el “largo” poema-libro Cuaderno Blanco sea ajeno al territorio de la poesía, nada que ver, sucede que en ambos libros estamos frente a la misma voluntad creativa, frente al mismo gesto y trama escriturales, frente al mismo orden conceptual.
Máximo seguidor del ideario mallarmeano, Paul Valéry habló del poema que es dos al mismo instante de su ejecución: el poema que es en tanto tal, ya terminado y abortado en la página, y el poema que es mientras se va armando, construyendo, pensándose a sí mismo en el proceso de gestación y engranaje. Mucho (demasiado) a este pensamiento moderno de Valéry le debe esta conceptualización de Sánchez Mejías: “Diáspora(s): un Grupo (¿). Una avanzadilla (sin)táctica de guerra. […] La vida como proceso. La historia como proceso, la escritura como proceso”.
Por otro lado, en el imaginario post-estructuralista francés subyace la idea de que toda obra artística se fundamenta, tiene su razón de ser, en/por sus niveles estructurales y formales; niveles que sostienen tanto a la obra en sí como al contexto (los afueras del texto) en que ella se produce. Este ideario post-estructuralista fue en buena medida un feliz atraco al pensamiento poético moderno francés (Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Valéry). Sánchez Mejías y los demás miembros de Diáspora(s) educaron su pensamiento y obra tanto en el imaginario de la lírica moderna, como en el imaginario post-estructuralista. Como bien cartografió el ensayista Duanel Díaz:
«Este terror que Diáspora(s) propugna recoge, de alguna forma, el terror estrepitoso de buena parte de la literatura moderna que Barthes celebra como oposición al terror sordo de lo ideológico y del “lenguaje encrático”. La filiación post-estructuralista de la noción de literatura que Diáspora(s) defiende parece evidente. El pensamiento post-estructuralista, del último Barthes a Paul de Man y a Deleuze/Guattari tiende a celebrar el poder subversivo del lenguaje literario, llegando a considerar la literatura como un modelo de suyo antidisciplinario y subversivo de la ideología y como crítica de la verdad antes que como expresión o representación de las cosas. En Diáspora(s) esto está, por ejemplo, en la base de la crítica al postorigenismo que según Pedro Marqués “ha recluido las poéticas de una buena parte de los escritores del ochenta en un arcadismo provinciano, con sus paisajes inmóviles de una fauna fría donde la demorada contemplación reduce las posibilidades subvertidoras del lenguaje”.»
Entre el pensamiento moderno-vanguardista, el post-estructuralismo, el legado origenista, el concretismo del grupo Noigandres de los hermanos de Campos y Décio Pignatari, el neobarroco, “detrás de las citas de los Bernhard, de los Wittgenstein” (como señaló Lorenzo García Vega), establecen Rolando Sánchez Mejías y Diáspora(s) su puesto de mando, sus armas conceptuales o “máquinas de guerra” a la manera deleuziana, apuntando a los fundamentos mismos de una cultura. La conflictiva relación con Orígenes —el corpus literario-conceptual más coherente e imaginativo de la tradición cubana— devino sin lugar a dudas uno de los frentes de batalla más encarnizados y complejos dentro de los varios que abrió Diáspora(s).
Justo en la “Presentación” del primer número de la revista Diáspora(s), Sánchez Mejías manifestó que “Un poquito de terror literario —sobre todo en los medios de representación— no le haría daño a la nación; a la nación entendida como el lugar de las Letras; al Canon Nacional de las Letras, siempre inflacionario —hasta el ridículo— en cualquiera de sus aspectos”; llegando a decir, más adelante, que “Acaso fuera oportuno hablar del concepto. Del concepto como forma del Terror. Aterrorizar a las Letras Cubanas a través del concepto […] Colocar un concepto sobre otro concepto como se colocaría un verso sobre otro verso”. Aquí tenemos que lo lírico y lo discursivo son (pretenden ser) desplazados por lo conceptual. Lo conceptual como lo que cuestiona el contexto y la tradición en la que se genera ese conceptualización de la escritura, y que simultáneamente se interroga a sí misma. Esto es: la escritura como concepto, como proceso y testimonio de una construcción; la escritura como teatro de la mente:
Vio
en el pasto
conjuntos discretos de vacas
extensiones vacías
de conceptos
en el pasto (pensó)
(no obstante
finalmente
vacas) pensó
mientras se borraba el pasto
Este poema resulta un ejemplo de la teatralidad mental que sostiene y proyecta la escritura de Rolando Sánchez Mejías. Poema como pensamiento; poema de una sequedad conceptual, prosaico, cerebral, lúdico, donde el valor emocional queda suspendido; poema definido a partir de su forma y estructura internas, de sus soportes léxico-gramaticales; poema-estructura, poema-proceso cuyo alcance no es otro que él mismo. Esto es, una autosuficiencia que por extensión pretende abracar (“hacer emigrar”, diría el poeta Roberto Echavarren) los niveles exteriores (históricos, sociales, filosóficos…) a la escritura hacia los territorios escriturales, hacia la materia prosódico-gramatical.
Siguiendo una propuesta teórica de Arturo Casas, el ensayista Walfrido Dorta ha leído la poesía y pensamiento estético de Diáspora(s) —cuyo principal gestor e ideólogo (de un humor ideológico: ideología lúdica, carnavalesca, ilusoria) ha sido Sánchez Mejías— bajo el cuño de “poemas no líricos”. Para Dorta,
«No hay que pensar en no líricos eminentemente metarreferenciales, que prodiguen enunciados metapoéticos tal como cabría entender clásicamente, sino en unas escrituras que reservan para sí la intensidad del hacerse pensando, planificadas de modo que sean “un teatro del pensamiento sobre su mismo modo de fabricación; más que discurso metapoético, representación teatralizada de dicho discurso” (Fowler 1999: 21). Pensemos en unos poemas que quieren producir conceptos, para así rellenar “una de las fallas más visibles de la literatura cubana (…) su ausencia de conceptos, de una tradición moderna de lo conceptual, donde la experiencia entendida fundamentalmente de manera vanguardista, con su reflexión vida-límite-obra, y una cultura del sinestilo (…) fueran elaboradas como variantes de fuerza” (Aguilera 2002: 168). Se aspira además a que lo conceptual sea entendido políticamente.»
He aquí una lectura de lo lírico en oposición a lo conceptual. Sin embargo, esta idea corre el riesgo de ser (es) refutada por el pensamiento y obra de algunos poetas modernos, cuyo máximo ejemplo es justamente Mallarmé. ¿No es acaso Un coup de dés esa arquitectura donde habita lo lírico occidental en su estado más puramente conceptual? Con Un coup de dés se alcanzó el estado en que la poesía se pensó a sí misma, conceptualizando el momento en que el poema se manifiesta en tanto tal. Un libro-poema como Cuaderno Blanco de Sánchez Mejías sigue esa estela mallarmeana.
El ensayo leído por Sánchez Mejías en el Coloquio sobre Orígenes que organizó la Casa de las Américas en 1994, titulado “Olvidar orígenes”, apuntaba que
«Un escritor, para sobrevivir como escritor, necesita representar un papel en la República de las Letras: y así arma su escenario, que incluye el desencuentro, el equívoco, la batalla. Pensar a Orígenes es situar a Orígenes en un escenario: ya sabemos los vaivenes que ha necesitado sufrir Orígenes, en manos de la política, en manos de la República de las Letras, para cumplir su confirmación. Mi relación con Orígenes es la relación típica que un escritor inventa, o que un escritor está forzado a tener con los fantasmas que recorren su escritura. Así, en períodos de mi vida, he tratado de pensar a Orígenes en el olvido, en acto de duelo, o con la prudencia con que un escritor aleja sus fantasmas. Decía Macedonio Fernández que al español, o se le mata o no queda ningún modo de impedir ser salvados por él. Yo diría lo mismo de algunos escritores de Orígenes, como diría lo mismo de Cortázar y de Borges, y de la escritura de algunos amigos que sobreviven con la persistencia fantasmal propia de un contemporáneo. Pero olvidar a Orígenes es aceptar que existen los orígenes, y como trato últimamente de luchar contra la metafísica del origen, olvidar es no abolir totalmente la diferencia, firmando un pacto con el tiempo.»
Si para Lezama Lima la poesía fue sierpe barroca, verbo encarnando en la Historia, mediante la constitución de la imagen, para Sánchez Mejías/Diáspora(s) esa metafísica debía “olvidarse” en virtud del concepto, del proceso en el que se sustenta “una vanguardia enfriada”. De ahí que “toda imagen avanzando por una extensión debe sentirse amenazada por los huecos negros de la Historia”. En las producciones de Rolando Sánchez Mejías, Rogelio Saunders, Pedro Marqués de Armas y demás miembros del grupo, se alcanza justamente lo opuesto a “cifra alquímica de la Historia” y a “la encarnación suprema de una imagen” transmitida por Lezama Lima: a la “poesía encarnando en la Historia” Diáspora(s) contrapuso la escritura generadora de escrituras, y “el concepto puesto detrás del concepto”.
Para Sánchez Mejías/Diáspora(s) se trató de la escritura pensándose a sí misma, conceptualizándose a sí misma, atenta a los desplazamientos intrínsecos que la provocan. Para ellos categorías como Historia y Realidad pasaron de actuar como condicionantes del texto a ser posibles a partir de él. O para expresarlo de otro modo: devinieron espacios otros de posible intelección, que en muy poco (o nada) afectaban a la escritura, porque son a fin de cuentas generadas por ella. En todo caso, tales categorías/espacios se diluían en materia escritural/ficcional, justo en “la multiplicación de la escritura”. Pasaron de ser macro-relatos culturales a ser tejidos de escritura. Inducción y no exteriorización de las partes.
Al “un puente, un gran puente que no se le ve” de Lezama Lima, y sobre todo al “Con las mismas manos de acariciarte estoy construyendo una escuela” de Roberto Fernández Retamar, la poética de Diáspora(s) opuso un tenso y lúdico decir, o, lo que podríamos llamar una escritura/ficción conceptual. Por ello, Rolando Sánchez Mejías coloca lúdicamente, con la ilusión del que triunfa, un concepto detrás de otro en su escritura: “Conceptos huecos, en vez de tejidos de imágenes. O lo que es lo mismo: la imagen del concepto”.
[Pablo De Cuba Soria]
Se necesita algo —siquiera leve— de fatalidad en el espíritu para intentar la gran poesía. (Fatalidad en tanto accidente, en tanto broma/juego.) El peregrinaje del hombre en la tierra comienza por la expulsión; luego lo poético no tiende a zurcir el hueco, sino que pretende el origen, anterior a los sucesos. De ahí que el gran poeta irá siempre a contracorriente de la Historia: triunfan las revoluciones y los caudillos, y sabe la trampa; se alzan las grandes ciudades, y sabe el dejo desabrido que atraviesa sus calles. Así la ciudad es el espacio por antonomasia del poeta moderno. Espacio de caída histórica donde el poeta elige una posibilidad otra de subsistencia. Así Baudelaire, trashumante —sin un centavo y huyendo de sus acreedores, corrige Walter Benjamin—, va de buhardilla en buhardilla parisina con lo amargo vital y el ludens poético: “¡Te quiero, ciudad infame! Cortesanas, /bandidos, también brindáis placeres /que el profano ordinario no llega a comprender”, escribió en su poema “Epílogo” a Las flores del mal.
La literatura cubana tiene su centro canónico en aquellos poetas que han tropezado con la nieve en sus disímiles formas. El siglo XX cubano le debe más a Julián del Casal que al otro Julián: José Martí. El autor de Versos libres se “revela”, cuando lo hace, desde lo oscuro: ahí cuando su patria es la noche. Zequeira, Heredia, Zenea, y los mayores poetas del pasado siglo —Poveda, Florit, Lezama, Piñera, Diego, Escobar…— asoman desde “la misteriosa dulzura del frío en que se penetra por secreta vocación”, para decirlo a la manera de Lorenzo García Vega.
La historia —la con minúscula— de nuestra Isla la encontramos en sus grandes poemas. La Historia —la con mayúscula— es la del eterno ciclo absurdo al que están condenados sus hacedores. El único momento en que ambas historias se encuentran, quizás, es aquel —de vez en vez— donde lo efímero y lo permanente se cruzan, como quería Matsuo Báshó, poéticamente. La llamada generación de poetas nacida en Cuba en los años sesenta y setenta del XX, en sus voces más fuertes, y que publican a partir de los ochenta y los noventa, han sostenido generalmente sus poéticas con dejos desabridos —aunque lúdicos, todo juego entraña la angustia—, con la fatalidad existencial y espíritus desengañados dignos de la expresión poética. Así aparecen voces como las de Juan Carlos Flores, Reina María Rodríguez —por edad no pertenecería a esta generación, pero sí por aliento poético—, Rolando Sánchez Mejías y los demás poetas pertenecientes al grupo Diáspora(s), Sigfredo Ariel, Carlos A. Alfonso, Antonio José Ponte, Damaris Calderón, Alessandra Molina, José Félix León, Gerardo Fernández Fe…
Por semejantes trillos estético-poéticos transita/discurre la poesía de Ricardo Alberto Pérez. En la imagen de una habitación desdoblada se contiene su cuaderno de poemas Trillos urbanos (Letras Cubanas, La Habana, 2003). Una habitación que se va ramificando cerebralmente, hasta dejarnos el mapa de un trazado citadino. Palabras que el poeta mastica, traga, hace digestión (mala o buena: es igual), y sube entonces por el tubo digestivo hecha reflujo “fabricado con un poco de bilis”. Poesía remachada por demonios que se manifiestan desde la carcajada y la fatalidad.
Ya en la ópera prima de Ricardo A. Pérez, Geanot (el otro ruido de la noche) (1993), y en su segundo libro Nietzsche dibuja a Cósima Wagner (1996), se vislumbran los rasgos característicos de su poética. Versos de honda raíz filosófica —“hacia la casa velada del espíritu”— que apuntan a un imaginario cultural en el que, desalentado, el sujeto lírico busca sosiego en la propia escritura, en la reflexión sobre ella. Versos sobrecargados, de filiación neobarroca, donde no hay lugar a proposiciones puerilmente alentadoras acerca del destino humano, y donde el terror y la aspereza lúdica sostienen el discurso lírico:
Un turista no cesa de fotografiar
a otro turista paralítico:
ese doble reposo (el ontológico, y el de la figuración)
me hace reflexivo.
(qué lindo el viejo Aleixandre en su silla de ruedas).
Estos primeros cuadernos señalan la búsqueda de un centro generador en el que la poesía es justamente allí donde historia y escritura se cruzan. Como dice Reina María Rodríguez en la nota de contraportada de Nietzsche dibuja a Cósima Wagner: “sus textos reciclan los residuos de múltiples sustancias para encontrar —o tratar de encontrar— la salvación en la escritura y en aquella belleza que se oculta tras el encuentro de dos momentos históricos y paralelos”. Reciclaje además de la gran tradición de la poesía cubana y occidental, sumado a una consciente voluntad de ruptura. Esto es, un movimiento pendular donde tradición y quiebra se cruzan.
Ahora en Trillos urbanos su poesía se vuelve aún más áspera, y la contención electiva —como diría Ezra Pound de la poesía de T. S. Eliot— es mayor, dándole una sobrepujanza a los poemas que en sus libros iniciales se perdía por momentos. Contención de lenguaje; contención política. Ahora la escritura se desprovee de ornamentos sin ceder la intensidad del misterio, y gana en presión lúdica.
El cuaderno está dividido en dos partes: Ferdinando Prenom y Trillos urbanos; las dos expresiones de la habitación que se desdobla. En la primera asistimos al regodeo interior (cerebral) de la palabra; luego, en la parte segunda, asistimos a la palabra que es trillos/recovecos en la urbe. No obstante, ambas establecen vasos comunicantes entre sí. (Recuerdo el verso de Cavafis: “siempre la ciudad irá en ti”.) Como en Geanot y Nietzsche dibuja…, en el presente libro la cultura europea sigue siendo el centro referencial y reflexivo, lo que ahora Brasil, “el país de futuro”, como diría Stefan Zweig, se incorpora al espectro:
ya pasé por Sao Paulo:
vi mendigos, moribundos,
una ciudad que gira en un tiempo atípico,
dentro de ella reposaba algo de Pound
muy cerca de la enorme catedral.
Para no abandonar al genial filósofo de Röcken, el futuro (lo futurible) en Ricardo A. Pérez es eterno retorno, más allá de la premisa de Zweig para Brasil. Futuridad que no impidió, vaya paradoja, el suicidio de Zweig. La cultura y espacio brasileños se incorpora al imaginario poético de Pérez no como mera alusión, sino como deudor de la mejor poesía brasileña que va desde un Mario Quintana a un Paulo Leminsky, pasando por un Haroldo de Campos.
Volvamos a la habitación. El primer desdoblez, como ya señalé, es ante todo cerebral. Los sucesos y los personajes transcurren y actúan de manera introspectiva, para luego fijarse, con frialdad, en lo exterior: “Los bueyes son cerebros de musgo, /en la labranza /escalan otra evolución”. Cada poema se detiene en los pasajes y atmósferas que refiere con cierta aspereza: “La mosca verde acompañaba /mi última lectura /en la vieja letrina”. Asimismo señala (sitúa) lo sórdido, tanto a nivel ontológico como empírico: “He procurado sitios marginales /(barra pesada); /da emoción como pudre la madera, /como pudre el ser, /y renace”.
La poesía de Ricardo A. Pérez siempre se revela en franca contraposición a lo que tradicionalmente se entendió como bello. Una tradición de reverso que tuvo en la hermosa carroña de Baudelaire uno de sus fundamentales manifestaciones. Esto es, ver detrás del traje reluciente las inmundicias. Incluso, ver más allá: “Leozinho pertenece a lo feo /pero tiene su manera de ser rey”. Precisamente ahí radica la fatalidad de espíritu: el poeta sabe que “la garza que caga cabezas de los bueyes” es la exacta materia del poema. Bajo ese imaginario moderno leemos “Cagado de tiñosa” y “Letrinas”, poemas donde también el sujeto lírico se regodea en la naturaleza fisiológica de los eventos, para no dejar lo nietzscheano a un lado.
El segundo doblez tantea el espacio citadino, sus afueras, por esos trillos urbanos que le roba a Caetano Veloso. Palabra que “transcurre en el tiempo donde los pájaros emigran”. El tiempo del perenne éxodo, hasta llegar a ser de ninguna parte. Poemas como “Esperando un mensaje de Pound, en La Habana”, “Andrei Tarkovski”, “Wallace Stevens, las mariposas”, y “Ensayo crítico sobre las manos de mi padre”, son dignos de figurar en cualquier antología de la poesía cubana. (Aquella donde el buscador de versos lindos diga: “¡qué mierda es esto!”.) Poemas estructurados a golpes/versos secos:
En mi infancia cazaban ratones
con una torpe máquina
de dar muerte.
La cabeza quedaba comprimida
a una superficie de madera.
Así, la prosodia y el ritmo se acompasan como en golpes metálicos, como del gong seco de la campana, y sabe que el golpe no necesitas más referentes que él mismo.
En otro nivel, la confrontación poeta versus poder subyace en toda poesía. Este libro no es la excepción. Siempre la palabra poética estará en conflicto con cualquiera de las formas de dominación humana. Por ello, escuchamos en Trillos urbanos “la música /de un hombre /entre discursos envejecidos”, y descendemos “como insectos /por el cuerpo de Pound”. El poeta sabe que su escritura es posible salvamento. Las variaciones del poder son las costillas de la Historia con mayúscula; la poesía, el vientre de la otra: la siempre minúscula. Así se muestra la poesía de Ricardo Alberto Pérez en sus Trillos urbanos: cuaderno de explosión psíquica, certeramente inacabado, de humor virulento.
En el año 2003 la Isla se oxigenó poéticamente con dos libros: este que reseño, y Distintos modos de cavar un túnel de Juan Carlos Flores. (Aunque es justo señalar que ya anteriormente el libro Cabezas de Pedro Marqués de Armas, y la antología Memorias de la clase muerta —publicada por la editorial Aldus—, trajeron aires oxigenantes.) En ambos el desengaño deviene sostén del poeta y su escritura. La poesía se revela en ellos como alternativa ante una especie dominada por los vaivenes de una Historia siempre en caída. El poeta (animal solitario y juguetón, marginal) lo sabe, por ello aprende que lo “útil es la intensidad de su ojo”. Por ello escapa, heredero —ya sea por trillos cerebrales o por trillos urbanos: da igual— de los acreedores, y acepta el juego —fuera o dentro: también da igual—, como Charles Baudelaire.
[Pablo De Cuba Soria]
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