(GANSOS, RESONANCIAS, LOS LENTES DE BARUCH)
En el número correspondiente a junio-julio de 1963 de la revista Critique, cuando iniciaba el fervor post-estructuralista que dominó el campo de la teoría estético-literaria en las dos siguientes décadas, en el ensayo “Fuerza y significación”, que luego sería el primer capítulo de La escritura y la diferencia (1967), Jacques Derrida cartografió el alcance y el límite histórico-epistemológicos del estructuralismo:
“Si se retirase un día, abandonando sus obras y sus signos en las playas de nuestra civilización, la invasión estructuralista llegaría a ser una cuestión para el historiador de las ideas. Quizás incluso un objeto. Pero el historiador al que le llegase a ocurrir algo así se equivocaría: por el gesto mismo de considerarla como un objeto, olvidaría su sentido, y que se trata en primer término de una aventura de la mirada, de una conversión en la manera de cuestionar ante todo objeto […] Como vivimos de la fecundidad estructuralista, es demasiado pronto para fustigar nuestro sueño. Hay que soñar en él con lo que podría significar. […] La forma fascina cuando no se tiene ya la fuerza de comprender la fuerza en su interior. Es decir, crear. Por eso la crítica literaria es estructuralista en toda época, por esencia y destino. No lo sabía, ahora lo comprende, se piensa a sí misma en su concepto, en su sistema y en su método.”
Para el filósofo francés, la fuerza del estructuralismo —en el campo de la crítica literaria— radicaba justo allí donde le era negado penetrar más; donde ya sólo le quedaba pensarse a sí mismo; donde, en fin, se reconocía en su propia imposibilidad: constituirse en aquello que sostenía: la obra de arte. Pero como “la crítica literaria es estructuralista en toda época, por esencia y destino”, desde que “la figura del crítico emerge a finales del siglo XVIII e inicios del XIX, paralelamente al crecimiento gradual de un público amplio y democrático” (esto nos lo recuerda Boris Groys), hasta el día de hoy, en que “las imágenes sin texto [y los escritos sin paratextos] son embarazosos como una persona desnuda en un espacio público” (Groys), pueden algunos sentirse a salvo, otros desesperados, al saber que en el campo de la crítica no hemos salido de la dictadura estructural. Los archivos, donde guardamos bajo sellos crítico-teóricos todo arsenal artístico-cultural, resultan por definición estructurales: estructura lingüística, estructura social, estructura política, estructura de género, estructura de raza, incluso estructura de las estructuras.
Nos hemos vuelto expertos en darle vueltas al objeto artístico, porque él es de por sí impenetrable; no atinamos ni siquiera a abrazarlo y gritar “Mutter, ich bin dumm”, como hizo Nietzsche con aquel caballo, porque tal acto sólo pertenece a un punto y a un momento concretos de la mañana turinesa del 3 de enero de 1889, esto es, un acontecimiento que se separó del tiempo de la historia para acceder al tiempo del mito y la locura. Y a nosotros no nos conviene esa locura, porque en la actualidad la locura ya tienen nombre, y es confortable: se llama mercado. Y para muchos de nosotros en este tiempo (que es cualquiera), y en este espacio (casi siempre intercambiable), tiene apellido: mercado académico. Nos hemos convertido en urbanistas que proyectan el trazado vial alrededor del objeto artístico; o en arquitectos u obreros que diseñan y le construyen una casa cómoda, un encierro placentero.
Pero no sólo los críticos son los responsables, los artistas desde los mismos inicios de la Modernidad también sucumbieron al cariño maternal de la teoría, incorporándola a ella, cada vez con más desatino, o con mayor acierto, porque el pulso poético también necesita exteriorizarse desde y por las formas del exceso. Con Mallarmé tuvimos, a partir de su recepción de Hegel, unos de estos hermosos desatinos. Emil Cioran nos recuerda que la obsesión de Mallarmé fue:
“Crear una obra que rivalice con el mundo, que no sea su reflejo sino su doble, no es una idea que haya tomado de los alquimistas, sino de Hegel, del Hegel a quien no conocía más que indirectamente a través de Villiers, el cual apenas le había leído, justo lo suficiente para poder citarle de vez en cuando y llamarle pomposamente «el reconstructor del Universo», fórmula que debió de impresionar a Mallarmé, puesto que el Libro aspiraba precisamente a la reconstrucción del Universo.”
Despropósitos que en las vanguardias alcanzó un cul-de-sac en el que actualmente estamos todavía dando palos de ciegos, guiados por esos lazarillos llamados ismos, siempre ellos reinventándose, sustituyéndose, confundiéndose unos con otros. Ismos que todavía pretenden encerrar a los incontables modos y flujos de expresión artística que en la actualidad conviven.
Recientemente estuve trabajando en algunos poemas de Néstor Perlongher. Mejor dicho: estuve analizándolos. Y análisis quiere decir “dividir mediante la razón la unidad”, nos advierte Guido Ceronetti, lo que “no es un trabajo demasiado limpio”. Pero como estamos en un lodazal sin retorno, o un campo sin horizonte lleno de reses descuartizadas donde aparecemos como carniceros, no renuncié a meter esa carga de caballería crítico-teórica en los poemas. Pero en uno de ellos, “Música de cámara”, del libro Alambres (1989), me devolvió el ánimo, haciéndome otra vez creer, a medida que lo leía y releía, que muy pronto, ya mismo, olvidaría todo recurso crítico para pensarlo, todo “en el sentido de que no quede nada que descubrir en medio del campo de análisis agudísimos que les han crecido encima” (Ceronetti). Escuchemos el poema:
“Dime ya, Delia: creo en esas músicas que como liendres se agazapan tras las axilas de los pobres que condenados a los gases se desnudaban en las cámaras y aspiraban el fino —o el bravío— hedor del mediodía: creo, decime, en esas melopeas de músicos de cámaras que toman la batuta y suenan los violines violentos y los vientos ventrales cuando ellos se retuercen, desnudos, en el gas: dime más: dime, creo en las batutas que los ejecutores blanden en ese aire con leve olor a gas que escapa de las cámaras de música en que el público, desnudo y demudado, yace: dime, acaso lo crees? dime sí: que creo en esos públicos desnudos que yacen demudados cuando por sus orejas penetran los brumosos sonajeros, los dulces violoncelos de la cuna, del gas: dímelo ya.”
Pretendí, en efecto, leer este poema más allá (o acá) de “una militancia del deseo”, “de una subversión lúdica del fascismo”, de “una desterritorialización y transtemporalidad de los eventos históricos”, de “una distorsión y perversión neobarrocas”, etc., etc., etc. Lo leí y lo escuché (o en todo caso escuché con los ojos, con el oído interior), sólo eso: movimientos sublimes de una pieza de cámara. Así de sencillo, estaba frente a un poema que venía a reivindicar aquel ideal del pensamiento poético moderno que, en palabras de Walter Benjamin:
“La gran preocupación de todos ellos [de los poetas franceses modernos] era la de la música. Así, literalmente destrozados, iban saliendo domingo tras domingo del concert Lamoureaux en los Campos Elíseos, donde escuchaban las grandes oberturas de Wagner. «Al lado de esto, nosotros ¿qué podemos hacer?», así sonaba, desesperadamente, aquella gran reseña de Baudelaire sobre Tannhauser en los poetas jóvenes. La música tiene notas, tonalidades y escalas: por lo tanto, puede construir. Por el contrario, ¿qué es construcción en poesía? Casi siempre, un retoque de lo que es la estructura lógica. Por ello, en el campo de la fonética, los simbolistas trataron de imitar la construcción de las sinfonías. Cuando al fin Mallarmé ya ha elaborado las grandes obras maestras de este estilo, aún da un paso más. Hace que la escritura compita estrictamente con la música.”
Pero no nos preocupemos, rápidamente he acudido a Benjamin, he alejado cualquier pista que pudiera tacharme de ingenuo, o elitista, o alienado, o hasta de fascista, y me he puesto la vestimenta del carnicero para seguirle dando hachazos (analizando) a la res poética. Nada, que melancólicamente pretendí creer que en aquella idea de Derrida subyacía esta certeza: Un poema es barroco, o romántico, o clásico, o coloquial, o surrealista, o postcolonial, no porque se constituya y revele en tanto expresión barroca, o romántica, o clásica, o coloquial, o surrealista, o postcolonial; lo barroco o lo neobarroco, en el caso del poema que leímos de Perlongher, es apenas el componente mecánico, momento formal, incluso estructural, a través del cual se llega al poema; esto es, desde donde se construye la materialidad del poema. Como sentenció Susan Sontag:
“Ninguno de nosotros podrá recuperar jamás aquella inocencia anterior a toda teoría, cuando el arte no se veía obligado a justificarse, cuando no se preguntaba a la obra de arte qué decía, pues se sabía (o se creía saber) qué hacía. Desde ahora hasta el final de toda conciencia, tendremos que cargar con la tarea de defender el arte. Sólo podremos discutir sobre este u otro medio de defensa. Es más: tenemos el deber de desechar cualquier medio de defensa y justificación del arte que resulte particularmente obtuso, o costoso, o insensible a las necesidades y a la práctica contemporáneas.”
Eso: también he acudido a Sontag, le he rogado que hable por mí…
Flaubert creía que si Plauto hubiera conocido a Aristóteles se hubiera reído en su cara debido a su poética. Pero a nosotros nos es negada esa risa salvaje de Plauto que imaginó Flaubert: somos el resultado de siglos de amordazamiento aristotélico. Y eso nos tiene que poner contentos. Por lo que, repitámoslo, exorcicemos el estado melancólico anterior, que en cuestiones prácticas de nada nos sirve, y pensemos entonces la crítica literaria desde otra perspectiva, donde esta, a contrapelo de la idea derrideana, puede compartir el impulso creativo de la obra de arte. Vayamos allá, pues, porque “entre la palabra y las vísceras todas esas máquinas”, no vuelve a recordar Ceronetti.
El análisis poético —la lectura crítica de poesía— se fundamenta en dos niveles: uno que piensa el poema a partir de los valores que la tradición ha instalado como principios; y otro, aún más profundo, que piensa el poema como valoración crítica de esos valores. Asimismo, esta valoración de los poemas instituidos procede a su vez en dos direcciones o modos de operación: uno que amplifica los límites artísticos, éticos y conceptuales que ofrecen esos valores; y otro que dinamita el territorio que ocupan los valores mismos.
A toda creación artística debe corresponder una imaginación crítica que pueda rivalizar con ella. La imaginación crítica es el ejército —cuyas armas son los instrumentales teórico y analíticos— que incursiona, asedia y embiste el reino de la creación; no para destruirlo, sino para someterlo e imponerle una lógica interpretativa, acaso reveladora, que dé cuenta de lo que es el poema (o lo que son un conjunto de poemas, o lo que son ciertos libros de poemas, o ciertas tendencias y corrientes poéticas). Esto es, todo poema en sí, lo que podríamos pensar como la materia misma del poema —tanto sus presupuestos técnicos como sus lógicas de sentidos—, resulta accesible, penetrable, en la medida que le haga frente una imaginación crítica que posea un arsenal teórico capaz de asaltar, subyugar, dominar los territorios de la creación. Entonces, en ese instante en que la imaginación crítica conquista el reino de la creación, ella misma deviene creación, es creación.
El proceso descrito en el párrafo anterior resultaría aplicable casi de igual modo tanto para el crítico como para el poeta. La única diferencia es que el poeta substituye instrumental imaginativo por instrumental teórico. El poeta se auxilia sobre todo de la fuerza puramente verbal, en detrimento de la idea o fuerza conceptual —lo que no resta que idea y concepto formen también parte de su equipaje, aunque en mucha menor medida y necesidad; como energías secundarias, nunca primarias—. En el poeta la energía verbal adviene anterior a la conceptualización, a la idea. En el crítico (también en el filósofo) los conceptos salen a la búsqueda del diseño verbal que les corresponden. Para Harold Rosenberg “la poesía como alquimia verbal es una manera de sentir, nunca la expresión o la ilustración de una filosofía. Ni empieza ni termina con ideas. Su magia consiste en salir adelante sin ayuda de las generalizaciones”.
Entonces hoy, aquí mismo, ¿poeta y crítico, por senderos distintos, pueden llegar a conquistar espacios de creación? Aunque “todas esas máquinas” chirreen y chirreen hasta volver a chirriar, aunque todos esos automóviles nublen las calles del poema, pensemos que sí. Pensemos que —entre tanta mordaza que ha cercado al poema— tenemos algo que ofrecerle a Ella, y a Él.
Entre tanta jerga teórico-crítica, un campo de girasoles que desconoce las justificaciones… Un campo de girasoles para ciegos.
[Pablo De Cuba Soria]
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