Trillos urbanos: una habitación desdoblada

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Se necesita algo —siquiera leve— de fatalidad en el espíritu para intentar la gran poesía. (Fatalidad en tanto accidente, en tanto broma/juego.) El peregrinaje del hombre en la tierra comienza por la expulsión; luego lo poético no tiende a zurcir el hueco, sino que pretende el origen, anterior a los sucesos. De ahí que el gran poeta irá siempre a contracorriente de la Historia: triunfan las revoluciones y los caudillos, y sabe la trampa; se alzan las grandes ciudades, y sabe el dejo desabrido que atraviesa sus calles. Así la ciudad es el espacio por antonomasia del poeta moderno. Espacio de caída histórica donde el poeta elige una posibilidad otra de subsistencia. Así Baudelaire, trashumante —sin un centavo y huyendo de sus acreedores, corrige Walter Benjamin—, va de buhardilla en buhardilla parisina con lo amargo vital y el ludens poético: “¡Te quiero, ciudad infame! Cortesanas, /bandidos, también brindáis placeres /que el profano ordinario no llega a comprender”, escribió en su poema “Epílogo” a Las flores del mal.

La literatura cubana tiene su centro canónico en aquellos poetas que han tropezado con la nieve en sus disímiles formas. El siglo XX cubano le debe más a Julián del Casal que al otro Julián: José Martí. El autor de Versos libres se “revela”, cuando lo hace, desde lo oscuro: ahí cuando su patria es la noche. Zequeira, Heredia, Zenea, y los mayores poetas del pasado siglo —Poveda, Florit, Lezama, Piñera, Diego, Escobar…— asoman desde “la misteriosa dulzura del frío en que se penetra por secreta vocación”, para decirlo a la manera de Lorenzo García Vega.

La historia —la con minúscula— de nuestra Isla la encontramos en sus grandes poemas. La Historia —la con mayúscula— es la del eterno ciclo absurdo al que están condenados sus hacedores. El único momento en que ambas historias se encuentran, quizás, es aquel —de vez en vez— donde lo efímero y lo permanente se cruzan, como quería Matsuo Báshó, poéticamente. La llamada generación de poetas nacida en Cuba en los años sesenta y setenta del XX, en sus voces más fuertes, y que publican a partir de los ochenta y los noventa, han sostenido generalmente sus poéticas con dejos desabridos —aunque lúdicos, todo juego entraña la angustia—, con la fatalidad existencial y espíritus desengañados dignos de la expresión poética. Así aparecen voces como las de Juan Carlos Flores, Reina María Rodríguez —por edad no pertenecería a esta generación, pero sí por aliento poético—, Rolando Sánchez Mejías y los demás poetas pertenecientes al grupo Diáspora(s), Sigfredo Ariel, Carlos A. Alfonso, Antonio José Ponte, Damaris Calderón, Alessandra Molina, José Félix León, Gerardo Fernández Fe…

Por semejantes trillos estético-poéticos transita/discurre la poesía de Ricardo Alberto Pérez. En la imagen de una habitación desdoblada se contiene su cuaderno de poemas Trillos urbanos (Letras Cubanas, La Habana, 2003). Una habitación que se va ramificando cerebralmente, hasta dejarnos el mapa de un trazado citadino. Palabras que el poeta mastica, traga, hace digestión (mala o buena: es igual), y sube entonces por el tubo digestivo hecha reflujo “fabricado con un poco de bilis”. Poesía remachada por demonios que se manifiestan desde la carcajada y la fatalidad.

Ya en la ópera prima de Ricardo A. Pérez, Geanot (el otro ruido de la noche) (1993), y en su segundo libro Nietzsche dibuja a Cósima Wagner (1996), se vislumbran los rasgos característicos de su poética. Versos de honda raíz filosófica —“hacia la casa velada del espíritu”— que apuntan a un imaginario cultural en el que, desalentado, el sujeto lírico busca sosiego en la propia escritura, en la reflexión sobre ella. Versos sobrecargados, de filiación neobarroca, donde no hay lugar a proposiciones puerilmente alentadoras acerca del destino humano, y donde el terror y la aspereza lúdica sostienen el discurso lírico:

Un turista no cesa de fotografiar

a otro turista paralítico:

ese doble reposo (el ontológico, y el de la figuración)

me hace reflexivo.

(qué lindo el viejo Aleixandre en su silla de ruedas).

Estos primeros cuadernos señalan la búsqueda de un centro generador en el que la poesía es justamente allí donde historia y escritura se cruzan. Como dice Reina María Rodríguez en la nota de contraportada de Nietzsche dibuja a Cósima Wagner: “sus textos reciclan los residuos de múltiples sustancias para encontrar —o tratar de encontrar— la salvación en la escritura y en aquella belleza que se oculta tras el encuentro de dos momentos históricos y paralelos”. Reciclaje además de la gran tradición de la poesía cubana y occidental, sumado a una consciente voluntad de ruptura. Esto es, un movimiento pendular donde tradición y quiebra se cruzan.

Ahora en Trillos urbanos su poesía se vuelve aún más áspera, y la contención electiva —como diría Ezra Pound de la poesía de T. S. Eliot— es mayor, dándole una sobrepujanza a los poemas que en sus libros iniciales se perdía por momentos. Contención de lenguaje; contención política. Ahora la escritura se desprovee de ornamentos sin ceder la intensidad del misterio, y gana en presión lúdica.

El cuaderno está dividido en dos partes: Ferdinando Prenom y Trillos urbanos; las dos expresiones de la habitación que se desdobla. En la primera asistimos al regodeo interior (cerebral) de la palabra; luego, en la parte segunda, asistimos a la palabra que es trillos/recovecos en la urbe. No obstante, ambas establecen vasos comunicantes entre sí. (Recuerdo el verso de Cavafis: “siempre la ciudad irá en ti”.) Como en Geanot y Nietzsche dibuja…, en el presente libro la cultura europea sigue siendo el centro referencial y reflexivo, lo que ahora Brasil, “el país de futuro”, como diría Stefan Zweig, se incorpora al espectro:

ya pasé por Sao Paulo:

vi mendigos, moribundos,

una ciudad que gira en un tiempo atípico,

dentro de ella reposaba algo de Pound

muy cerca de la enorme catedral.

Para no abandonar al genial filósofo de Röcken, el futuro (lo futurible) en Ricardo A. Pérez es eterno retorno, más allá de la premisa de Zweig para Brasil. Futuridad que no impidió, vaya paradoja, el suicidio de Zweig. La cultura y espacio brasileños se incorpora al imaginario poético de Pérez no como mera alusión, sino como deudor de la mejor poesía brasileña que va desde un Mario Quintana a un Paulo Leminsky, pasando por un Haroldo de Campos.

Volvamos a la habitación. El primer desdoblez, como ya señalé, es ante todo cerebral. Los sucesos y los personajes transcurren y actúan de manera introspectiva, para luego fijarse, con frialdad, en lo exterior: “Los bueyes son cerebros de musgo, /en la labranza /escalan otra evolución”. Cada poema se detiene en los pasajes y atmósferas que refiere con cierta aspereza: “La mosca verde acompañaba /mi última lectura /en la vieja letrina”. Asimismo señala (sitúa) lo sórdido, tanto a nivel ontológico como empírico: “He procurado sitios marginales /(barra pesada); /da emoción como pudre la madera, /como pudre el ser, /y renace”.

La poesía de Ricardo A. Pérez siempre se revela en franca contraposición a lo que tradicionalmente se entendió como bello. Una tradición de reverso que tuvo en la hermosa carroña de Baudelaire uno de sus fundamentales manifestaciones. Esto es, ver detrás del traje reluciente las inmundicias. Incluso, ver más allá: “Leozinho pertenece a lo feo /pero tiene su manera de ser rey”. Precisamente ahí radica la fatalidad de espíritu: el poeta sabe que “la garza que caga cabezas de los bueyes” es la exacta materia del poema. Bajo ese imaginario moderno leemos “Cagado de tiñosa” y “Letrinas”, poemas donde también el sujeto lírico se regodea en la naturaleza fisiológica de los eventos, para no dejar lo nietzscheano a un lado.

El segundo doblez tantea el espacio citadino, sus afueras, por esos trillos urbanos que le roba a Caetano Veloso. Palabra que “transcurre en el tiempo donde los pájaros emigran”. El tiempo del perenne éxodo, hasta llegar a ser de ninguna parte. Poemas como “Esperando un mensaje de Pound, en La Habana”, “Andrei Tarkovski”, “Wallace Stevens, las mariposas”, y “Ensayo crítico sobre las manos de mi padre”, son dignos de figurar en cualquier antología de la poesía cubana. (Aquella donde el buscador de versos lindos diga: “¡qué mierda es esto!”.) Poemas estructurados a golpes/versos secos:

En mi infancia cazaban ratones

con una torpe máquina

de dar muerte.

La cabeza quedaba comprimida

a una superficie de madera.

Así, la prosodia y el ritmo se acompasan como en golpes metálicos, como del gong seco de la campana, y sabe que el golpe no necesitas más referentes que él mismo.

En otro nivel, la confrontación poeta versus poder subyace en toda poesía. Este libro no es la excepción. Siempre la palabra poética estará en conflicto con cualquiera de las formas de dominación humana. Por ello, escuchamos en Trillos urbanos “la música /de un hombre /entre discursos envejecidos”, y descendemos “como insectos /por el cuerpo de Pound”. El poeta sabe que su escritura es posible salvamento. Las variaciones del poder son las costillas de la Historia con mayúscula; la poesía, el vientre de la otra: la siempre minúscula. Así se muestra la poesía de Ricardo Alberto Pérez en sus Trillos urbanos: cuaderno de explosión psíquica, certeramente inacabado, de humor virulento.

En el año 2003 la Isla se oxigenó poéticamente con dos libros: este que reseño, y Distintos modos de cavar un túnel de Juan Carlos Flores. (Aunque es justo señalar que ya anteriormente el libro Cabezas de Pedro Marqués de Armas, y la antología Memorias de la clase muerta —publicada por la editorial Aldus—, trajeron aires oxigenantes.) En ambos el desengaño deviene sostén del poeta y su escritura. La poesía se revela en ellos como alternativa ante una especie dominada por los vaivenes de una Historia siempre en caída. El poeta (animal solitario y juguetón, marginal) lo sabe, por ello aprende que lo “útil es la intensidad de su ojo”. Por ello escapa, heredero —ya sea por trillos cerebrales o por trillos urbanos: da igual— de los acreedores, y acepta el juego —fuera o dentro: también da igual—, como Charles Baudelaire.

 

 

[Pablo De Cuba Soria]

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