Del mismo modo en que Baudelaire leyó La double vie de Charles Asselineau, “en bata y con los pies sobre una banqueta”, debe leerse The Modern Movement (100 Key Books from England, France and America 1880-1950). “¡Bienaventurado el autor que no teme mostrarse en bata!”, sentenció el hijastro del general Jacques Aupick. Cyril Connolly temía no poder escribir su obra maestra, pero jamás renunció a sus batas de cuadros escocesas, con las que a veces escribía en su casa de campo en Kent.
Es invierno en Virginia, la tierra del cuervo de Poe; por lo que yo, Jonathan Edax, me abrigo también a cuadros para escribir una vez más sobre el pater Connolly.
Tres décadas antes de que The Western Canon (1994) de Harold Bloom provocara pasiones encontradas entre críticos, académicos —tanto entusiastas como resentidos— y “lectores comunes”, sobre todo por su polémica lista de autores y obras canónicos de la tradición occidental, Connolly publicó The Modern Movement en 1965. Este libro bien podría pensarse como un antecedente “menos ambicioso” del de Bloom —quien abarcó todo el desarrollo literario de Occidente, desde Homero hasta finales del siglo XX.
Conocedor, pensador y coleccionista de esas primeras ediciones de lo que críticos como Edmund Wilson y él llamaron “el movimiento moderno”, Connolly dio una lista anotada de los 100 libros (en realidad son 107) que, según su criterio, habían renovado la literatura entre 1880 y 1950 en Inglaterra, Francia y Estados Unidos. Su rigor intelectual lo llevó a dejar fuera de su selección a tradiciones europeas como la alemana, rusa, española e italianas, con el más que válido argumento de su pobre conocimiento de las lenguas de esos países.
Para Connolly, la comprensión de una obra resulta imposible si no se lee en el idioma en que se ha escrito. Es más, creyó firmemente que todo libro debe empezar a leerse por su edición príncipe, y sólo después en las sucesivas que se hayan publicado, incluyendo traducciones, para así poder apreciar “mejor la progresión poética” de cada escritor.
El “canon Connolly” es hoy una suerte de catálogo de referencia de literatura moderna entre libreros, anticuarios, estudiosos y amantes de libros. Está por descontado que todo estudioso de la literatura moderna no se permite desconocerlo.
Primera edición de pasta dura en azul; sobrecubierta beige, sin ilustraciones y con letras violetas. Varias de las primeras ediciones de los libros de Connolly siguen un diseño similar. El libro está dedicado al helenista y crítico literario Maurice Bowra. En particular, este ejemplar de Jonathan Edax tiene una dedicatoria firmada con tinta azul por Connolly, probablemente a Denis Hamilton, el entonces editor de The Sunday Times.
A modo de resumen:
Según Anthony Hobson, “la mayoría de las críticas fueron más bien tibias”. Hubo quien le reclamó ciertas ausencias, otros señalaron excesivas presencias… El prestigioso teórico y académico Frank Kermode escribió que el libro era “poco riguroso y superficialmente elegante”. Sin embargo, en el Observer, Philip Toynbee señaló que “la elección del Sr. Connolly es excéntrica y severa. Su lenguaje es tan vívido y personal como siempre. Su libro no solo es brillante sino encantador”.
Un análisis o cuestionamiento al “canon Connolly” desde el punto de vista del sujeto actual (siempre ventajista, generalmente equívoco) resulta inevitable. ¿Quién lee hoy a Edith Sitwell, William Plomer, o John Betjeman? ¿Por qué Faulkner —sin dudas el más influyente novelista norteamericano— aparece sólo con Sanctuary, su novela “más comercial”? Ahora bien, con independencia de cualquier señalamiento, en la lista de Connolly están todos los franceses, británicos y estadounidenses que debieron estar, entonces y ahora, desde Henry James y Flaubert hasta William Carlos Williams, pasando por Conrad, Eliot, Joyce, Proust.
En una charla con Isaiah Berlin, Edmund Wilson admitió que le disgustaban todos los literatos que había conocido en Londres, con las excepciones de Connolly y Evelyn Waugh, “porque eran auténticamente desagradables”. Cyril Connolly siempre profesó una gran admiración por su par norteamericano, más allá de que dijera que la novela Memoirs of Hecate County de Wilson era una monotonía de insectos. En la University of Oklahoma en Tulsa se conservan los manuscritos y papelería variada de ambos escritores, en anaqueles contiguos; esto es, vecinos en esos camposantos para resurrectos que son las bibliotecas.
Diario de un bibliófilo. Mayo 13, 2017. Mañana primaveral en Londres. Caminata de dos horas por St James Park.
Ayer en Peter Harrington, al ver mi interés por Connolly, el vendedor (de apellido Dickens, según se leía en la tablilla de identificación de su mesa) me ofreció la primera edición de The Modern Movement. La dejé pasar y estuve el resto del día lamentándolo. El Enemies of Promise que había comprado me resultaba ya insuficiente. Sí, para un bibliófilo toda nueva adquisición resulta casi insignificante unos minutos después de adquirida.
Tenía que enmendar mi “error”, por lo que caminé (otros cuarenta y cinco minutos) desde St James Park hasta la librería en Chelsea.
—I am truly sorry, but someone came an hour ago and bought it—me dijo el de apellido Dickens.
La venganza de los libros nunca es letra muerta, pensé.
—But I think we have another copy at Mayfair store… Indeed, and it is signed by Connolly! Do you want me to call to reserve it for you?
Los libros suelen dar segundas oportunidades, me dije al tiempo que soltaba un “Thank you very much for your help, Charles!”, y fui caminando (diría corriendo) hasta Mayfair. Pensé tomar un taxi, pero ayer me prometí no volver a pagar los precios de esos depredadores británicos. A promise is a promise.
El mediodía londinense anunciaba lluvia y la neblina de Turner hacía su aparición por Fulham Road.
Mayo 16, 2017. De vuelta en Virginia. He puesto los dos libros de Cyril al lado de Axel’s Castle de Edmund Wilson. Ambos se han puesto a conversar.
[Pablo de Cuba Soria]
Como “el diligente Palinurus” —el piloto de Eneas— en “su travesía por el mar de Libia” hacia la futura Roma, yo, Jonathan Edax, “no acierto a distinguir el día de la noche”, porque todo gran libro me hace atravesar una tempestad de la que no saldré ileso, de la que no hay retorno; de ahí que también me quede dormido, víctima del dios Somnus, y caiga al mar. Una corriente marina me arrastra a una isla en la que, tras ser asesinado, quedo “insepulto en ignorada arena”. La sepultura sin sosiego. Las voces de Palinuro claman por el descanso “en plácidas moradas”. Desde ahora, yo, Jonathan Edax, clamo ante la imposibilidad de leerlo todo, de escuchar cada una de las voces que habitan el Libro.
The Unquiet Grave es la más rara (y tal vez perdurable) obra de Cyril Connolly. Escrita mientras las bombas alemanas caían sobre Londres en plena Segunda Guerra Mundial, podría definirse como su testamento literario. El autorretrato de un hombre melancólico. Aquí se conjuga su formación en los autores clásicos grecolatinos con su conocimiento de los preceptos de la literatura moderna; esto es, Connolly hizo emigrar el ideal clásico hacia la fragmentación (obra inacabada) de la modernidad… Primera edición de pasta dura en azul; sobrecubierta beige, sin ilustraciones y con letras azuladas.
En la solapa se lee: “The manuscript, which was submitted anonymously to HORIZON, seemed unusual enough to warrant separate publication. The book is set in the new Monotype Ehrhardt and is printed on J. Barchman Green’s hand/made paper, in an edition limited to one thousand copies”.
A modo de resumen:
En el manuscrito que se conserva en University of Oklahoma en Tulsa, el título mecanografiado es The Tomb of Palinurus. Connolly lo cambió una noche antes de que el libro fuera a imprenta. En una carta a Maurice Bowra le confesó que había soñado que la voz del piloto de Eneas le pedía una sepultura definitiva.
Desde Cuba, en 1948 Hemingway le escribió una carta en la que elogiaba The Unquiet Grave: “Nunca te he dicho lo bueno que es este libro. Creo que es de los mejores que he leído en mi vida. Podría asegurar que se convertirá en un clásico (cualquier cosa que eso signifique). Su lectura me hace lamentar que no pasara más tiempo contigo en aquellos años parisinos”.
Diario de un bibliófilo. Enero 22, 2015. Primera nevada de este invierno virginiano. Hoy llegó desde la Armchair Books de Edinburgh la primera edición de The Unquiet Grave. La tarde fue demasiado larga. La espera por el cartero —personaje que para un bibliófilo lo mismo es arcángel que hijo mal nacido— resultó poco menos que angustiosa.
Sí, hoy el cartero se llama Gabriel. El ejemplar que trajo es único. Aparte de estar en buen estado, entre sus páginas alberga un tesoro de memorabilia: una ficha de biblioteca; un pedazo de cartón con apuntes sobre el libro en cuestión; una foto de Connolly pegada en la portadilla con un self-epitaph escrito a pluma: “At Eton with Orwell, at Oxford with Waugh, he was nobody afterwards and nothing before”; recortes de periódicos británicos con varios artículos de y sobre Cyril Connolly.
De los artículos, hay tres que me llaman la atención: el obituario de The Times, del 27 de noviembre de 1974; el homenaje póstumo de Stephen Spender en el mismo medio, del 3 de diciembre; y uno titulado “Living with Lemurs”, donde Connolly cuenta su experiencia de veinte años al lado de esas exóticas mascotas: “After twenty years I have a ring-tailed lemur again: my sixth. I still think them the most delightful of all pets; it is their owner, not the breed, who has deteriorated”.
Connolly siempre recomendaba poner memorabilia dentro de los libros. Algún dueño anterior de este libro era sin dudas consciente de ello. Por cierto, el ejemplar tiene un exlibris que responde a Richard Smart. ¿Será aquel actor de Broadway de los años cuarenta y cincuenta? Quién sabe. La vida de un libro suele entrañar más misterios que la de cualquier hombre. De cualquier modo, ¡Salve, Richard Smart!
Enero 23, 2015. El cartero tocó la puerta para dejar un paquete. “Thank you, Gabe”, le digo. “It doesn’t fit in the mailbox… By the way, I’m Jake, no Gabe!”, me responde y da media vuelta en dirección a su Grumman LLV.
[Pablo de Cuba Soria]
Estoy sentado en mi sillón de orejas. Llevo sombrero Indiana Jones, chaqueta de paño inglés, underpants de cuadros made in Amazon y un par de sandalias terapéuticas. Yo, Jonathan Edax, me dispongo a hablarles a ustedes, hipócritas lectores, de algunos libros de Cyril Connolly —a quien también podemos llamar Palinurus. De ahí que ahora los saque del Wunderkammer.
Son las once y cuarenta de la noche, la familia duerme y un croar taciturno de ranas (traídas por Dioniso del Hades) se deja escuchar en el patio. Picasso y Luna Beatriz están echados a mi lado.
En el Wunderkammer guardo cuatro libros del pater Connolly, tres de ellos primeras ediciones: Enemies of Promise(London: Routledge & Sons,1938), The Unquiet Grave (London: Horizon, 1944) y The Modern Movement (London: Deutsch & Hamilton, 1965). Este último está dedicado y firmado: “To Denis with love from Cyril. This Sunday Times project. London, Dec. 1965”. Quizás se trate de Sir Denis Hamilton, entonces editor de The Sunday Times. El cuarto volumen es La tumba sin sosiego (Buenos Aires: Editorial Sur, 1949), primera edición en español de The Unquiet Grave. Sólo cinco años entre la edición príncipe y la primera en castellano. (En cuestiones editoriales, los franceses suelen llegar antes. La primera edición francesa data de 1947: Le tombeau de Palinure, Paris, Robert Laffont, en traducción de Michel Arnaud.)
Enemies of Promise convirtió a Connolly en uno de los críticos literarios más prestigiosos de habla inglesa. Su gran biógrafo, Jeremy Lewis, señaló que “si bien Connolly empezó a escribir Enemies of Promise en el sur de Francia [a inicios de 1937], las partes I y II fueron mayormente concebidas entre Paris y Chelsea, y la parte autobiográfica entre Chelsea y Cornwall”.
Primera edición de pasta dura en color negro, con sobrecubierta beige, sin ilustración y con letras violáceas. Dividida en tres partes, esta obra es un estudio sobre el estilo literario moderno en la prosa, así como una autobiografía (Parte III) para desnudar a ese crítico que teoriza y reflexiona.
A modo de resumen:
Durante décadas Connolly fue incitado por sucesivos editores a escribir la continuación de su autobiografía. De hecho, llegó a cobrar varios adelantos por ello. Nunca la escribió.
Evelyn Waugh dijo que Enemies of Promise estaba lleno de “frases lapidarias, de deliciosos ejercicios de parodia, de buena narrativa, de metáforas luminosas y de inquietante originalidad”.
En una carta fechada en Birmingham y 1938, Auden le escribió a Connolly: “Ya que Eliot y Edmund Wilson son americanos, creo que Enemigos de la promesa es el mejor libro británico de crítica literaria después de la guerra; y más que Eliot y Wilson, realmente escribes sobre literatura de la única manera que es interesante, excepto para los académicos, como una ocupación real, sea la banca o fornicar, con todo su aburrimiento, emoción y terror”…
Diario de un bibliófilo. Mayo 12, 2017. Dos horas en tren de Paris a Londres. Llegué al St Pancras sobre el mediodía. A la cita no faltó la llovizna y el gris del cielo, para hacerle honor al lugar común del tiempo londinense. Luego de registrarme en el hotel, tomé un taxi que me llevó desde Westminster hasta Chelsea. En Peter Harrington compré la primera edición de Enemies of Promise de Cyril Connolly. Ejemplar en buen estado. El taxi costó más caro que el libro. Es sábado, continúa la lluvia fina y el Chelsea FC juega contra el West Bromwich Albion en Stamford Bridge. Los seguidores blues caminan en grupos —algunos solitarios apuran el paso— y con sombrillas hacia el stadium.
[Pablo de Cuba Soria]
En su ensayo «Cyril Connolly como coleccionista de libros», Anthony Hobson cuenta que “en 1961 The Sunday Times encargó a Evelyn Waugh, W. H. Auden, Edith Sitwell, Angus Wilson, Cyril Connolly y otros dos escritores que escribieran un ensayo sobre cada uno de los pecados capitales. Cyril eligió la codicia”.
El autor de Enemigos de la promesa escribió un relato para la ocasión. El protagonista de este, Jonathan Edax, era un bibliófilo capaz de cometer cualquier delito con tal de obtener aquel volumen que le obsesionaba. (Capaz, además, de gastarse fortunas en libros y sin embargo negarse a comprarle a su familia cosas esenciales.)
Edax venía a ser la quintaesencia fáustica del bibliófilo; un predecesor literario de Stephen Blumberg, aquel bibliómano que durante la década del ochenta recorrió más de trescientas bibliotecas en Estados Unidos y de las que se robó unos 23000 volúmenes (incluyendo cien incunables, entre ellos las Crónicas de Núremberg), cuyo valor rondaba los veinte millones de dólares.
El codicioso Edax murió al caerse por las escaleras del ático de su casa, luego de un ataque de ira con su esposa. Horas antes, había ido a la casa de un amigo y también coleccionista para robarle un libro.
Blumberg ha estado preso en varias ocasiones. Cada vez que sale en libertad vuelve a cometer el mismo delito. Hoy día todavía sigue interno en su casa de Iowa, bajo libertad condicional. Se dice que conserva una colección personal que excede los 5000 volúmenes.
Varios lectores asociaron a Edax con el propio Connolly. Lo describieron como un autorretrato escrito o una suerte de su alter ego. En varios medios y ocasiones él mismo se encargó de desmentir tales ideas, aunque indudablemente proyectó en su personaje de ficción una de sus grandes pasiones: la bibliofilia.
La biblioteca privada del autor de The Rock Pool llegó a contar con 15,000 volúmenes, entre los que sobresalía la sección de autores del Movimiento moderno (1880-1950). Primeras ediciones, algunas dedicadas y firmadas por Flaubert, Conrad, Proust, Joyce, Woolf, Eliot, Pound, Fitzgerald, Hemingway, Camus, entre otros, compartían anaquel en su biblioteca. En buena medida, la colección soñada por Jonathan Edax y que probablemente emocionaría al mismísimo Stephen Blumberg.
Un himno a la alegría suprema del bibliófilo cantaría la posibilidad de una Biblioteca que contenga la del Quijote: “más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños”; la de Des Esseintes: “estanterías adosadas a las paredes de su despacho”; la del sinólogo Peter Kien con 25,000 títulos y que resulta “la mejor definición de patria”; la del capitán Nemo que a su vez era la de Verne en Amiens, con “altos muebles, incrustaciones de cobre, [que] albergaban en sus largas estanterías un gran número de libros uniformemente encuadernados”; la de la abadía que alucina a William de Baskerville, “la única luz que la cristiandad puede oponer a las treinta y seis bibliotecas de Bagdad, a los diez mil códices del visir Ibn al-Alkami”… Una biblioteca que también contenga, por supuesto, la imaginada por Borges…
Léanse los ensayos que formarán esta columna, La biblioteca de Jonathan Edax, como un homenaje a esa pasión bibliófila de Connolly. Un delirio que es también el mío. Ensayos que son una oda a la codicia libresca y las confesiones de un cazador de libros de anticuarios; esto es, el diario de un bibliófilo que ha contraído deudas de amor con los autores que habitan su biblioteca.
Nunca prestaría un solo libro de mi Wunderkammer o gabinete de curiosidades: dos armarios de 180 cm de altura por 52 de largo cada uno, atestados de primeras ediciones y early printings, varias firmadas por sus autores. A la diestra de ambos, hay un sillón de orejas que me regaló Bernhard y en el que suelo leer —nunca más de una página al día— estos volúmenes. Que los siguientes ensayos sean una manera de prestarles a los lectores mis libros raros.
Conocido bibliómano, llamado el “Berlioz del piano” y heredero de los alumnos que dejó Chopin al morir, Charles-Valentin Alkan fue hallado sin vida bajo el librero de madera de Marrakech que tenía sobre la cabecera de la cama. Era marzo y 1888. Según su criada y amante tunecina, sobre el rostro de Alkan descansaba abierta una primera edición (Frères, 1857) de Madame Bovary, con un subrayado en tinta azul de Prusia: “La gran campana de Amboise pesa cuarenta mil libras. El operario que la fundió murió de gozo”.
Llamadme Jonathan Edax. Podemos empezar.
[Pablo de Cuba Soria]
Un filme donde pasa Nada. Una historia donde a Épica la recluyen en un bar de buena muerte en las noches de Paterson, New Jersey. Allí Épica juega ajedrez contra sí misma, bebe una cerveza, se disfraza de enamorado celoso, o pone un disco de blues para acompañar el entrechocar de bolas de billar.
Si el Paterson de William Carlos Williams inicia con una afirmación que es puesta en jaque inmediatamente —“El rigor de la belleza es la búsqueda. ¿Pero cómo encontrarás la belleza cuando está encerrada en la mente, más allá de toda queja?”—, el Paterson de Jim Jarmusch, gracias al camino ya trazado por Williams, está de vuelta de aquella sentencia, no necesita acorralarla con las artimañas de Duda.
Si en el poema de Williams confluyen Verso y Prosa, en el filme de Jarmusch Verso es parte indisoluble de la Prosa de lo ordinario.
El proyecto de Williams fue trasfigurar el poema “americano” en poema global —“un orgullo local; primavera, verano, otoño y el mar”—; el de Jarmusch carece de proyecto: se sostiene en el tedio, las alegrías, los sueños y frustraciones de un hombre “sin atributos” —escribe poemas—; esto es, en la sempiterna réplica de un patrón universal.
En el filme, el personaje protagónico regresa a su casa una noche y encuentra que su perro ha destrozado el cuaderno donde escribía sus poemas. Al día siguiente, con una contenida tristeza, Paterson —así se nombra también el personaje, que bien podría ser el último hombre— sale a dar un paseo. Luego de caminar las calles que a diario recorre para ir a su trabajo —es chofer de un autobús publico—, se sienta en un banco, con la mirada perdida frente a las cataratas del Passaic River que cruza el condado de igual nombre. Quizá, Paterson sea una de las ciudades más decadentes de la Unión.
(Sí, the silk city es una ciudad realmente fea: con F de Falstaff y de Fausto.)
Una vez allí, ve llegar a un hombre de rostro asiático. Este le pregunta si conoce a William Carlos Williams, habitante y creador —a través de sismos versales— de aquellos parajes de New Jersey. Hablan unos pocos minutos sobre poetas y poesía y entonces el asiático —nos hemos enterado de que es japonés— se marcha, no sin antes dejarle de regalo un cuaderno de apuntes sin usar.
Las voces de America, esas que se escuchan en el Paterson de Williams, las trae de vuelta un peregrino poeta japonés, en forma de cuaderno en blanco. (Ah, Metáfora mallarmeana; ah, Espíritu moderno que sobrevuelas todavía sobre nuestras cabezas y sobre los versos e imágenes por venir.) Un nieto de los asaltantes de Pearl Harbor regresa en son de paz, para recordarle a America su pasado poético. Un sosegado descendiente de los abanderados de Iwo Jima lo recibe.
La America que propone Jarmusch es aquella que, aunque ya escrita, debe volver(se) a “cantar” desde Cero.
¿Por qué?
O porque America se ha quedado muda y necesita del decir ajeno, del cantar de los bárbaros (idea atractiva a la menteanti); o porque es Nadie el que hoy lee y, por lo tanto, a falta de Letra, debe construirse un relato de Historia a partir de Imagen; o porque el bisoño Cine —como todas las demás formas de Arte— está condenado a repetir los caminos de Verso; o porque Pasado es un idiota, según sentencia la conjura de los necios; o just because.
Todo principia en Página en blanco, o en Verso, su alter ego: “Paterson yace en el valle bajo las Cataratas Passaic /y sus aguas forman el dibujo de su espalda. /Está situado a su derecha, con la cabeza cerca del estruendo /de las aguas que llenan ¡sus sueños! Eternamente dormidos, /sus sueños deambulan por la ciudad donde él permanece /incógnito”, reza el poema «El boceto de los gigantes», del Libro I del Paterson de Williams, que no es otra cosa que el guión del filme de Jarmusch. O podemos decirlo al modo borgiano: Jarmusch, el precursor de Williams. En esta época toda inventio es precursora del pasado.
Un filme donde pasa Nada. Una historia donde Épica ha muerto, porque ya no se auto-percibe como tal, reducida (o elevada) a los dictámenes de Nada.
Un filme donde aquella Musa que debiera cantar la cólera, queda cosificada en una black-and-white “harlequin” guitar en las manos de una tierna neófita.
Ahora Épica devino transgender, “más allá del bien y del mal”, para soltar la atractiva canallada de Federico.
Williams Carlos Jarmusch resulta el director de este filme; es Williams y es Jarmusch; o Nadie, o Todos… ¿Da igual?
[Pablo de Cuba Soria]
Está frente a la cámara (no la mira, jamás lo hace) para ser entrevistado en el comedor de su casa.
“Mi banco de trabajo”, dice de su mesa de comer, llena de cuartillas. “Empecé a escribir para comprarme un apartamento, para así olvidar que tenía que pagar la renta cada mes”, agrega, con las manos entrelazadas, sin hacer contacto visual con aquel que lo entrevista.
Los ojos de Louis-Ferdinand Céline, en los casi diecinueve minutos que dura la conversación filmada, observan el vacío, con naturalidad. Y qué duda cabe: el vacío también le observa, como si lo conociera de siempre.
“La experiencia es un candil de llama tenue que sólo ilumina a quien lo lleva”, continúa diciendo, diciéndose.
Solo un elemento interrumpe el casi monólogo de Céline: el loro, la posibilidad de que su loro pueda escaparse; esto es, la contingencia no advertida de salirse de sí, de esa confortable solitude que su cuerpo y pensamiento parecen habitar.
El loro resulta el único contacto de Céline con el afuera, con la realidad. Lo demás en él parece ser (fue) literatura, ausencia, fuga introspectiva, ahora en forma de monólogo, viaje continuo al centro o fin de sí mismo. Sus delirios ideológicos —esos que de otros y parecidos modos también habitaron en Pound, Hamsun, Heidegger…— podrían asociarse a ese rechazo de lo exterior. O a “un desvío de la psique”, diría Guido Ceronetti; o a “la bala que tiene en la cabeza”, justificaba su mujer.
Aunque tal vez el mal de Céline radicó ahí: en su agorafobia, en sus oídos sordos al bullicio de los otros. Sin embargo, como casi ninguno, trasladó (que no imitó ni representó) a su prosa cierta jerga del populacho. Léxico, frases que terminan disueltas en su prosodia. Jerga que canta. Eso que él llamó una “petite musique”: lo primero que pretendía al escribir una novela. Es decir, dar con un ritmo, una prosodia que fuera engranando palabras, oraciones, eventos.
Porque el mal de Céline fue paradójicamente su salud —iba a escribir triste en su modo adverbial, pero tristemente es adverbio para gente “sana”, para predicadores del bien. Su aislamiento fue su salvación; y sus «malas palabras» su petite musique.
“El viajero solitario es el que llega más lejos”, dice el protagonista de Viaje al fin de la noche. Él llevó a cuestas su despropósito ideológico, y así se lo hicieron saber, se lo hicieron pagar —todavía en 2011, en el cincuentenario de su muerte, en Francia se prohibió toda celebración en su nombre.
Pero “entre los Buenos, nadie ha encontrado la palabra”, dijo de él Roberto Calasso. Lo único que le importó fue que el loro no se escapase, que guardase oído y letra adentro esa pequeña pero furiosa música.
Médico de profesión, Louis-Ferdinand Céline llegó a afirmar en Semmelweis que “el parto es la verdadera historia del sexo, donde finalmente se tiene una visión de los estrechos”…
Este discípulo de Asclepios apenas podría practicar la verdadera curación —recetar sus obras— a un grupo muy selecto de cuerdos. Su literatura espanta, por suerte. Sus despropósitos fueron grises para quien ya había tomado (trazado) el camino de ida y vuelta de la noche oscura del hombre moderno.
En un sentido literal, si tuvo las manos manchadas de sangre, fue porque esta pertenecía a uno de tantos cuya vida salvó. Y en sentido figurado, las utilizó para producir una feroz escritura lúcida capaz de extirpar la bala (la estupidez con su descarga insaciable de metrallas) que todos tenemos alojada en la cabeza.
Vuelve a decir Ceronetti: “Para dudar del hombre sirve tanto Céline como las Escrituras, y si se quiere huir de lo inútil y lo sórdido, no importa si se embrida el corazón de Céline o el de las Escrituras: ninguno de los dos cede”.
Y llegan los créditos de la entrevista: blancas sobre fondo negro. “Todo lo interesante ocurre en la sombra”, escribió también.
Llega el the end pero queda la reminiscencia del loro, del mismo Céline señalándolo con su índice derecho, como incitando a que le prestemos atención, que no lo dejemos escapar, que puede ser que esa avecilla tenga algo que callarnos.
[Pablo de Cuba Soria]
1
A Paúl Valéry le condenaba Emil Cioran su representación del hecho poético, esa manera de exagerar “hasta el vicio la manía de explicarse”. El pensador francés de origen rumano le dedicó al poeta de La joven parca dos ensayos reveladores, más por las disquisiciones que realiza en torno al fenómeno poético que por la justa comprensión de Valéry. Cioran pareció ignorar que por mucho que un poeta, un gran poeta, intente dar las claves de su poesía, esta siempre se le termina escapando. El propio autor de Breviario de podredumbre cuenta que mientras Valéry hablaba de su obra en la Universidad de la Sorbona, le sudaban exageradamente las manos y la frente. Cierto que el autor de El cementerio marino le dejó el camino abierto a los críticos de su obra, quienes por lo general han limitado el campo hermenéutico a los mismos presupuestos que él señaló; pero ahí el problema radica en una ceguera/incapacidad de la crítica, y no del poeta. Cioran apunta que
«En el caso de Valéry las cosas se complican, pues sus teorías sobre la poesía son un crimen contra la poesía: esterilizantes, peligrosas, consagran y reivindican la impotencia, asimilan el acto poético a un cálculo, a una tentativa premeditada. La poesía es todo salvo eso: la poesía es inacabamiento, explosión, presentimiento, catástrofe. No esa geometría cargante ni esa sucesión de adjetivos exangües.»
Quizás por reacción —de otra manera no pudo ser en él— Cioran se dejó arrastrar más por el Valéry teórico que por el Valéry poeta. Lo que sí (me) resulta tremenda es la idea de la poesía como inacabamiento, explosión, presentimiento, catástrofe. Tremenda en la medida que ofrece una concepción nada reduccionista del hecho poético. Si bien se agradecen aquellos creadores que logran una factura casi perfecta en sus textos, prefiero particularmente aquellos que bajo cierto principio de aspereza (inacabamiento), presentan síntomas que apuntan hacia esa imagen del poeta como algo enfermizo, marginal, juguetón. La realidad (las percepciones que de ella nos podamos hacer) no deja margen a otras propuestas puerilmente alentadoras.
Me conforta aquel espíritu que responda a un verso como “I feel funeral in my brain” (Emily Dickinson). Me reconforta en verdad el Eliseo Diego que se ríe del maestro escultor, que aquel buscador de virutas “donde nunca jamás se lo imaginan”; más el Lezama de “esperar la ausencia” que el Lezama de “nacer aquí es una fiesta innombrable”. Me conforta, en fin, aquel que se sabe “soledad, títere” y “lanza su lamentable mímesis, cubierto con el forro empapado en sudor del uniforme de gala del colegio” (Lorenzo García Vega).
Así lo creo: muy pocos poetas en los doscientos y tantos años de la poesía cubana han logrado la soledad y el títere. Como tantos pocos han logrado girar “con una luz, con un calor distinto”, y/o han sabido revelarse “entrando, saliendo, por esa calle siempre prestigiosa” del misterio. Esos poetas que se han sostenido en/desde el misterio a través de generaciones integran lo que yo llamaría, parafraseando al escritor austriaco Jacobo Drodz, una familia de atrevidos. Según Drodz: “Qué maravillosos atrevimientos los de un Jean Paul, un Novalis o un Hölderlin, cuando fracturan el cuerpo de una tradición. Lo fracturan y, sin paradojas, también lo fortalecen. […] Qué genial atrevimiento el de Goethe al decirle a su discípulo Eckermann que él [Goethe] había heredado la grandeza de Lessing hasta superarlo”. Las Letras Cubanas han contado con un selecto grupo de esos que integran una familia de atrevidos con/desde la poesía. El llamado Grupo Orígenes, cuya cabeza más visible sigue siendo hoy Lezama Lima, aportó algunos de esos poquísimos atrevidos.
Hoy los poetas de Orígenes, pasadas seis décadas, no necesitan presentación. Los nombres de José Lezama Lima, Eliseo Diego, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Virgilio Piñera, e incluso Gastón Baquero y Octavio Smith, eran en mayor o menor medida (¡quién lo duda?) conocidos; ya fuera a través de sus obras o simplemente de oídas. Mencionarlos a ellos significaba, para la inmensa mayoría de lectores y oidores de pasillos, mencionar a Orígenes. Por el contrario, Lorenzo García Vega era un leve rumor para algunos, un farsante resentido y un poeta de séptima para otros, un desconocido para muchos, y un tremendo escritor para unos pocos gatos de azoteas.
Orígenes se limitaba a teleologías insulares, fiestas innombrables, pobrezas irradiantes, soles de mundos morales, y hasta podían admitirse grandes pies y un tacón jorobado. El destartalo y el rebumbio no pertenecían a aquella galaxia. Orígenes era prácticamente sólo una familia feliz; casi nunca una “grandeza venida a menos” (García Vega), o una “maldita circunstancia del agua por todas partes”. Fenómeno que, bien miradas las cosas, se dio desde un inicio, allá por los años de la década del cuarenta. Cuando hojeo, por ejemplo, la canónica antología Diez poetas cubanos (1937 — 1947) de Cintio Vitier, siento que las zonas pesadillescas de Piñera y García Vega quedan excluidas, como si el compilador se hubiera tomado la potestad —con todo su derecho— de vedarlas. Algo así como que el reverso Piñera/García Vega, no quería ser invocado en el baile familiar; pero demonios al fin, entraron sin pedir permiso… Aunque más allá de lo que pueda cuestionársele al poeta de Testimonios, los incluyó. Lo triste es que después, pavones y animales semejantes quisieron prescindir de esas maravillosas cabezas negadoras. En fin, ya desvarío…
Para suerte la obra de García Vega ha ido ocupando el espacio que le corresponde dentro del cuerpo poético cubano y, por ende, la atención de la crítica y de los poetas. Ensayistas como Enrique Saínz, Jorge Luis Arcos, Víctor Fowler, Carlos A. Aguilera y Antonio José Ponte han centrado en más de una ocasión su mirada crítica en la escritura de García Vega, de ahí que por suerte él ya no necesite presentación. No la necesita porque es un tremendo poeta —a pesar suyo y de otros— que además de no creer en la lindura que puedan entrañar unos versitos para colegiales que se desordenan, ha puesto bocabajo muñecos inflables tales como “teleologías insulares” o “soles de mundos morales”. Y para desinflar esos muñecos se necesita no sólo de talento individual, sino además de mucho demonio retorcido, inacabado, explosivo, catastrófico, juguetón… Demonio poético que comienza a cavar su estancia desde los poemas de una Suite para la espera allá por los años cuarenta del siglo pasado.
Detengámonos en esa Suite en las páginas que siguen. Detengámonos porque ahí llegan unos pasmosos arlequines que tocarán a nuestras puertas para establecerse, definitivamente, en nuestro imaginario poético. Pasmosos arlequines en entreversos cubistas…
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Víctor Fowler ha escrito con acierto que Lorenzo García Vega “desde el principio fue distinto a los demás poetas de Orígenes”. Desde que en 1948 García Vega diera a conocer su primer cuaderno de poemas, Suite para la espera, bajo el sello editorial de la revista Orígenes, comenzó a cavar una poética de reverso respecto de los otros escritores del grupo. “Cuando leemos ese primer libro del más joven de los origenistas […] nos viene siempre a la memoria la palabra vanguardismo”, ha señalado Enrique Saínz para enfatizar el rasgo distintivo del poemario.
Las literaturas de vanguardia —obras y manifiestos— fueron duramente criticadas, en ocasiones negadas, por la mayoría de los poetas de Orígenes, a excepción de Piñera y García Vega. (Aunque creo necesario apuntar que en la poesía de Vitier y de García Marruz experimento en no pocos momentos como una veladura surrealista.) Cintio Vitier, en la lección que le dedica a Lorenzo García Vega en Lo cubano en la poesía, lee los poemas de Suite como un alejamiento de lo que él llama “el fluir sonámbulo, de oscura imantación fatal, del subconsciente”; es decir, como una superación del influjo surrealista como expresión de vanguardia. Vitier condiciona la naciente poética de Vega a su propia cosmovisión teleológica de la poesía y la historia, por eso señala que
«aquella lisura recortada, aquel fondo republicano, aquella nada cubana que anotamos mezclándose con la nada de los ismos, reaparece aquí desasida de la moda, totalmente libre en su aguda intensidad, en una especie de sobrevanguardismo abarcador de los sombreros de pajilla del vanguardismo histórico».
Ese sobrevanguardismo que Vitier advierte, le permite de cierta forma enmascarar lo que pudiera tener de reverso la poesía de García Vega respecto de los otros poetas origenistas: una devastadora realidad poética expresada a través del surrealismo y el cubismo. Si bien entre las poéticas de Lezama, Diego, el primer Baquero, el propio Vitier, García Marruz, Smith, son notables las diferencias, los puntos comunes no lo son menos. En García Vega —también en Piñera a partir de Las furias (1941) y La isla en peso (1943)— la distancia resulta más visible. Es justamente a partir de esa asimilación vanguardista en García Vega —entendida no sólo como recurso formal, sino también como intelección del mundo— que podemos hablar, en fecha temprana, de un reverso Orígenes. Pero no vayamos demasiado rápido.
Lezama Lima en el texto de presentación de Suite para la espera —el primer acercamiento crítico al libro de García Vega— señaló lo siguiente:
«Se percibe [en Suite] un alejamiento de la influencia surrealista y una búsqueda de planos cubistas: la estructura y la lejanía de cada palabra hierven su poliedro. Cuando Apollinaire tocó, encontró y no subrayó, drama surrealista, estaba ya hecho todo el remo largo de la otra realidad. Después que la exuberancia de Apollinaire encontró ese drama surrealista, las teorizaciones de Breton parecían laqueadas para ejercer una influencia. En aquel cubismo de Apollinaire y en el encuentro de aquella palabra había la lucha del objeto frente a la temporalidad; para ello se buscaba una esencia dura, una resistencia armada desde la estructura hasta el reconocimiento. El sueño era una parte de la realidad, ni siquiera el más valioso de sus fragmentos. Las cosas, los objetos, la realidad, no entraban en el sueño como el baile perpetuo de las metáforas […] Apollinaire, no Breton».
Más que la superación o distanciamiento de los ismos —concretamente el cubismo y el surrealismo— señalada por Vitier; creo que en los poemas de Suite para la espera lo que se produce es, como entrevé Lezama, un apropiamiento del espíritu vanguardista desde el que García Vega expresa su caótico universo. Pero a diferencia del mismo Lezama, podemos sostener que en Suite para la espera el surrealismo y el cubismo (simultaneísmo) poéticos van de la mano, y el primero sí representa un muy valioso sostén. (Octavio Paz dijo: “El surrealismo no es una poesía sino una poética y aún más, y más decisivamente, una visión del mundo”. Y Pierre Reverdy señaló que “la simultaneidad, el desdoblamiento geométrico de mis imágenes, es el intento de contener en unos pocos versos la realidad caótica y fragmentada que habitamos”. De esa manera lo experimento en García Vega.) Desde esos presupuestos vanguardistas el autor de Vilis apuntaba ya (antes de Los años de Orígenes) hacia otro rostro del origenismo. El rostro del reverso…
Como bien señala Vitier en Lo cubano en la poesía, “tardío y casi inútil fue nuestro primer y único vanguardismo poético”. Cuando García Vega escribe y publica los poemas de Suite para la espera —entre 1945 y 1948— las vanguardias literarias en el concierto mundial ya era historia, casi pasaban como artefactos para coleccionistas de objetos antiguos. En el caso cubano, aunque de una vanguardia tardía, también ocurría lo mismo. Por otro lado, a excepción de Brull, Ballagas, Florit y Guillén, que representan más bien una vanguardia de regreso, resulta casi penoso hablar de una vanguardia creadora en la poesía cubana. Aquellos poemas no pasaron de un vanguardismo pobretón, trasnochado, como esos que decían fraternalmente de un taller mecánico, o de una ciudad que se bañaba “en la ducha del aguacero con su cabellera de hilos eléctrico”[1]. (Ahí están las obras: carentes de audacia polémica y experimental, carentes del “común denominador de la novedad” que reclamó Regino Boti para las vanguardias en su ensayo “Tres temas para la nueva poesía”.) Entonces, en medio de un pasado nacional desértico, de una estética disecada sobre una mesa de laboratorio, ¿qué le debe Suite para la espera a las vanguardias? ¿Cómo se integra/asimila/expresa el vanguardismo en sus poemas? Veamos.
Para Octavio Paz “cada ritmo implica una visión concreta del mundo […], es imagen y sentido, actitud espontánea del hombre ante la vida, no está fuera de nosotros: es nosotros mismos, expresándonos”. Y desde que comenzamos leyendo los versos de Suite, nos encontramos ante una poesía sostenida por un lirismo de “incuestionable sangre veloz” (Lezama). Ritmo veloz, podría decirse también. Los poemas se perciben como un torrente de imágenes fragmentadas, por lo que el texto en su conjunto deviene un todo descompuesto, pero cuyas partes se relacionan por una lógica/analogías propias del surrealismo, y a su vez expresadas simultáneamente como en el cubismo:
su saco de coral fangoso
atrás cleptómanos enlutados de alelí.
Portones correteando la estrella como una concha
a vistas de paraguas encendidos
para que los encendedores de lluvia no asusten
a los huelguistas
La parida toma los discursos del insecto
de tic tac
y los tísicos ovillados en el fuego del coral
En las azoteas cuelgan los payasos
para la cripta de cristales para orinar las bibliotecas
Así las plañideras toserán la mañana
como un trompón
como yo
Adiós
Ritmo veloz, imágenes en carrera constante, desprovistas de un centro. “El hombre se vierte en el ritmo, cifra de su temporalidad; el ritmo, a su vez, se declara en la imagen” (Paz). De ahí esos “portones correteando” y “a vistas de paraguas encendidos”, esa “parida [que] toma los discursos del insecto”, y “los tísicos ovillados en el fuego del coral”, que parecen todos extraídos de un cuadro surrealista o de una película de Luis Buñuel. De ahí ese “trompón” y ese “adiós” finales, como quien termina de ver una película silente algo agitada. Ya Cintio Vitier advirtió la presencia de la fotografía y del séptimo arte en Suite: “la fotografía y el cine de los años 20 no están lejos de la inspiración de este libro”. He aquí otro elemento vanguardista de importancia. La movilidad creada en los poemas, resultado del efecto simultáneo, parece colocar al lector, por momentos, delante de la pantalla de un cine. Eso, por supuesto, no resultaba novedoso; una zona de la poesía de vanguardia europea y latinoamericana fue a la búsqueda de tales efectos, presentes también en la narrativa: Faulkner, Dos Passos, Virginia Woolf, por mencionar tres ejemplos. Como dijo el Octavio Paz:
«La atracción mayor para muchos de los poetas de vanguardia fue la fotografía en movimiento: el cine. En la segunda década del siglo XX apareció en la pintura, la poesía y la novela, un arte hecho de conjunciones temporales y espaciales que tiende a disolver y a yuxtaponer las divisiones del antes y el después, lo anterior y lo posterior, y lo interno y lo externo. Dicho arte tuvo muchos nombres. El mejor, el más certero: simultaneísmo».
De tal manera, entre las Columnas de Hércules y el Morro, como pedía Lezama, entre el aquí y el allá, la naturaleza onírica del poema fluye a través de asociaciones dispuestas simultáneamente, que hacen como piruetas entre sí. “Las sensaciones que vive el poeta se expresan mediante la sucesión y la yuxtaposición de imágenes sensoriales, modo como crea la ilusión de simultaneidad”, señaló Susana Benko en un estudio sobre Vicente Huidobro, idea que bien puede aplicárseles a los poemas de Suite.
Así vemos el desfile de raros personajes salidos desde lo más profundo del sueño. Desde una combinación insólita de las ideas, esas “asociaciones disonantes” de las que habla el ensayista alemán Hugo Friedrich para caracterizar la poesía surrealista. Así la aprehensión de lo cotidiano se da en pedazos/rasgaduras/planos simultáneos atravesados por situaciones de innegable principio onírico. Como señaló Octavio Paz: “El eje de los dos grandes movimientos poéticos de la primera mitad del siglo —el simultaneísmo y el surrealismo— fue el mismo del romanticismo: la visión de la correspondencia universal y la conciencia de la ruptura”. Leamos a modo de otro ejemplo el siguiente poema, tejido en una suerte de asociaciones sonámbulas, y donde a la vez se experimenta una sensación de desmembramiento típico de ciertas zonas del cubismo:
En Lima
los galápagos jardineros Verlaine las trompetas
lagrimosas
los suburbios de naranja las pirámides de sal
para trinchar la luna
las polvorientas mesoneras a trompicones en el caracol
desnudan sus cabezas piden lila hasta el columpio
de Júpiter
las liebres en incienso de gaseosa a fecha de libro roto
en remiendo de algodonoso indio
los aviones de cartón César Vallejo
los cuentos “Simón Bolívar” en caja de sorpresa
del pez en el estambre de la abuela
los abruptos camafeos en la montaña
los roncos gañanes musitando las endechas del periodista
en las banderas acuáticas
los guerreros del rey Don Juan acampados
en la lluvia como una niña sibilina como un agorero
cowboy
En Lima
Esos “aviones de cartón” delante de César Vallejo, esos “cuentos Simón Bolívar en caja de sorpresa” significaron, más allá de su ingenuidad, una frescura lírico-noctámbula en su contexto de época. Si recordamos lo que de Suite para la espera dijo Lezama, “Apollinaire, no Bretón”, no queda otra opción que volver a replantear la idea: Apollinaire, más Bretón. Y justo en un poema de Suite se termina lanzando, como un niño que lanza sus juguetes, al poeta de los Caligramas al agua:
El dios indio porta el tirabuzón en las fiestas del arroz
Arrojan las salinas portuarias al octaedro
para doscientos guerreros en llamas columpios
zigzagueantes
Así a barlovento los barcos de papel en el busto de Bach
Como un cancerbero misántropo asoma en la palabra
ciclón
Apollinaire al agua
También habría que agregar a Pierre Reverdy. Entonces, mejor replantear: Reverdy, más Bretón. Reverdy, a diferencia de Apollinaire, reaccionó frente a algunas audacias tipográficas en las que se intentaba sobreponer lo visual a lo verbal —los llamados caligramas—; él se distinguía del poeta de los caligramas precisamente en que centró su atención sobre todo en lo verbal. Así sucede en Suite, donde los poemas se construyen por medio de sensaciones visuales y no tipográficas, aunque es menester señalar que la distribución de los versos y la sintaxis en Suite se antoja por lo general caprichosa, en función de la sensación caótica del poemario.
Las situaciones o ambientes creados en Suite por medio de visiones distorsionadas de la realidad —“Vaivén de desplegadas cabezas hipnóticas calabazas calvas”, y/o “Coral absorto en pastillas de luna”—, recuerdan en parte a la concepción que Reverdy tenía de lo poético: “Distorsionar, para crear, los vínculos que las cosas tienen entre sí, para acercarlas”. El poeta crea nuevos vínculos, nuevas relaciones entre los objetos a partir de la observación de la realidad. De ahí la tensión de la imagen. A propósito, sigue diciendo Reverdy:
«La imagen es una creación del espíritu. No puede nacer de una comparación sino del acercamiento de dos realidades más o menos distantes. Mientras más lejanas y justas sean las relaciones de las dos realidades aproximadas, la imagen será más fuerte: tendrá mayor potencia emotiva y mayor realidad poética».
En otro nivel, también el desvío coexiste con la asimilación en la poética de García Vega respecto de Pierre Reverdy —de lo contrario estaríamos ante una simple y torpe mímica/copia. A diferencia de lo estático que predomina en gran parte de los poemas de Reverdy, García Vega moviliza sus imágenes imprimiéndole esa “sangre veloz” que advirtió Lezama. (Dando un referente plástico, Reverdy está mucho más cercano a un Paul Cezanne que García Vega. El poeta cubano se va por los cauces de un Salvador Dalí o un René Magritte.) Los ruidos/acontecimientos que en la poesía del poeta cubano —albino, para ser más exacto— van de un “Fuera: Fuente Ovejuna, la niña, los trasladados patios baila la marioneta”, nada le deben a Reverdy. Los presupuestos del poeta francés eran otros: no importa el acontecimiento ni drama alguno; con tres o cuatro palabras ya Reverdy llega a su clima poético: “El vestuario / El perchero /La luz /En la pared cabezas”.
En la poesía de García Vega, por el contrario, se recurre al desbordamiento verbal, a una visible secuencia dramática; no pocas imágenes en Suite dan la impresión de desfile en el que aparecen personajes/cosas/eventos desde todas partes, provocando la revelación del “sentido tumultuoso de la realidad y, con él, su perpetuo abocamiento a la desintegración” (Saínz). El cubismo de Reverdy es más bien material, concreto, “propio de una estética del objeto” (Benko); en García Vega es inacabado, explosivo. El aliento en Reverdy es mesurado, parco; en García Vega de un automatismo y velocidad sintácticos que jamás encuentran reposo, desprovistos de todo centro.
(Iba a señalar que, gran obviedad, el cubismo de García Vega era más cubano, insular… Pero resulta que en Suite para la espera esa insularidad y esa cubanidad son partes de un todo poético universal en el que confluyen lo mismo un buey de los campos cubanos que recuerda y a la vez se distancia del de Darío, el buitre de Kafka, el Lord Jim de Joseph Conrad, César Vallejo, las meninas de Velázquez, el cine norteamericano y sus personajes más representativos de la época como Tom Mix… Ya lo señaló el mismo García Vega en una entrevista: “cuando mis espirales del cuje, me puse a machetear sombras cubistas”.)
La sorpresa, que devino uno de los métodos constantes en la poesía surrealista y en el simultaneísmo, es otro de los recursos por excelencia en Suite. Como señala Marcel Raymond, ella “es resultado de las relaciones veladas que existen en la realidad y que son descubiertas; ya que el sueño está todo en la sorpresa”. La sorpresa rompe con el discurso lineal, creando una atmósfera a partir de retazos:
MOLUSCOS lagrimosos en las doce manos.
En los portones la rúbrica del taquígrafo.
El pájaro herido destilando el almizcle:
en su ojo resedá.
Lord Jim, Carlos V, primeros de la mañana
silabearon la inversa del caracol.
Tatuajes del balneario mesa rococó.
Para la mañana del indio.
Para la camisa de humo del pensador.
La flota húmeda chirriando solitarios.
Como las islas brincadoras de editoriales.
Y las mulatas sostenidas por las ajorcas hasta estrangular
el sol.
Los rostros del pabellón, ventero.
Gran parte de los poemas de Suite tienen el poder de sorprender al lector; de quitarle el sueño introduciéndolo, sin paradojas, en ambientes enrarecidamente oníricos.
El collage —otro recurso cercano al efecto del recorte cubista— es también recurrente en Suite, en la estructuración de sus poemas; de manera que no presentan la continuidad de un discurso lineal, ni siquiera la del ritmo continuo y pautado de los versos métricamente rimados y estructurados. Por el contrario, son lecturas interrumpidas por cuerpos u objetos o bien por imágenes que aparecen de improviso:
EN el puente las tontas meninas a levantes
cenizas
Triángulo para uno
para los tropos del libro papal
Las madres eleáticas en la lupa de sonrojos
Almizcle del capitán en las banderas de los muertos
Las guitarras de las bandadas
Cazadoras ilotas trazan sus fotografías
Las lentas cabezotas galopín en los tejados
de los duendes del circo
En las azoteas las vihuelas tañen los revólveres de opio
Los archivos del ave a globos en los cascos del clown
Mirad un invernadero en la cadera de cristal
Un misántropo en las joyerías sumergidas
Un pastiche en las botas rosa del futbolista
Un serrucho en la cristalería tulipán
Un crucigrama en los sonrojos del alquimista
Los tenedores para los peces las persianas dominó
En el casino los coches mamoncillos los revólveres de adiós.
Así encontramos que en estos versos “aparecen los rostros de alucinantes arlequines, una experiencia de la densidad, grave en el sopor provinciano en los que la vida de adentro es para el sueño y la de afuera es para el fragor trágico, de muerte” (Saínz):
La noche de los pasmosos arlequines.
Los reyes, los astros de euforia rubrican.
¡Qué brincan las viejas campanas!
Madre, ah sí, en tanto oscuro, vuelven.
Miro. La madre en los lentos portales, las nucas del lloro,
las viejas campanas, taladrados sopores.
Risa, minúsculos dioses, mirad las encíclicas pardas
Fuera del naufragio de mi habitación.
Con los papeles a cuestas, atrás ¡como yo mismo!
Lloro las euforias.
¡Ya es tan tarde!
Afuera, el ruido de un tableteo.
Otra de las presencias tutelares en Suite para la espera, como acertadamente ha señalado Vitier, es la poesía de César Vallejo. Con el gran poeta de Trilce, García Vega asiste a una verdadera revelación en su juventud. (En sus memorias él cuenta que le hizo copiar a su madre, lectora sentimental de Amado Nervo, en una libreta los poemas de Trilce.)
Creo que, en primer lugar, el influjo de Vallejo en Suite viene desde la libertad expresiva que sostiene la intelección poética del peruano. Con la poesía de Vallejo la vanguardia en lengua española alcanza su punto más alto, se inaugura una manera del hecho poético donde se abrían un sinnúmero de posibilidades expresivas, de auténtica rareza, de un misterio tan profundo que sus versos niegan la militancia atea del creador y (nos) deja una sensación de súplica y desgarramientos religiosos. Otro punto de encuentro fundamental entre Suite para la espera y el Vallejo de Trilce, se da en la impronta infantil de ambos sujetos líricos. En efecto, esa mirada infantil, ingenua, atraviesa muchos poemas del libro de García Vega; así como la disposición caprichosa de los signos de puntuación, la impresión de trabazón… Ilustremos con un ejemplo. En Vallejo leemos:
Esta niña es mi prima, Hoy, al tocarle
el talle, mis manos han entrado en su edad
como en par de mal rebocados sepulcros.
Y por la misma desolación marchóse,
delta al sol tenebroso
trina entre los dos.
«Me he casado»,
me dice. Cuando lo que hicimos de niños
en casa de la tía difunta.
Se ha casado.
Se ha casado.
Por su parte, en García Vega escuchamos un tono vallejiano pero desde una voz poética que ya se antojaba propia:
Progresión… la niña repercute su pelota sobre
el banco, sobre el banco, sobre mí! Hasta ser “yo”,
¿Cómo te llamas?”
“Lucía”
A secas…
Vástagos de conjuro quedan en el buzón.
Yo irguiendo los lloros
hasta hacer la danza rítmica.
Ayer había visto mi fuerza, caminaba entre tablones.
¡Pero qué chicas las flores!
En este primer libro de García Vega —también en los posteriores— la mirada infantil deviene catarsis. Así, junto a los valores vanguardistas del poemario, asistimos en Suite a una suerte de reminiscencias que abren como abanico fabuloso un mundo de ingenua nostalgia; a saber, un baile de “pasmosos arlequines”.
En los versos y entreversos de Suite para la espera se accede, por un lado, al ruido poético vanguardista que apenas halló expresiones en la tradición cubana; y por otro, al preludio del reverso origenista. La poesía es la autobiografía enmascarada del poeta, esto lo supo desde siempre Lorenzo García Vega, por ello estos poemas cubista de Suite representaron (visto en la distancia) los primeros compases de lo que décadas más tarde serían sus excelentes memorias, El oficio de perder. Memorias sostenidas en un decir, ritornello, ruido distintos… lo que ya sería tema para otro ensayo.
3
Llámenme Ismael de Charles Olson es uno de esos libros de ensayo que pertenecen al catálogo de los raros maravillosos. El autor de The Maximus Poems comienza su estudio de la novela Moby Dick de Herman Melville, contando la travesía de un barco ballenero, el Essex, que partió de las costas de Nantucket (Massachusetts), el mismo mes de nacimiento del eximio novelista: agosto de 1819. El Essex zarpó al mando de George Pollard Jr., con provisiones para dos años de viaje. Al año y tres meses, el 20 de noviembre de 1820, cuenta Olson, el ballenero fue atacado por un enorme cachalote que llevó a naufragar a toda la tripulación en medio del océano Atlántico a tres mil millas de la costa más cercana. Los tripulantes se dividieron en tres botes, diez en cada uno, y con reservas para unos pocos días. No hubo pasado una semana, las embarcaciones se perdieron de vista unas a otras, debido a las fuertes corrientes oceánicas. (De dos jamás se tuvo noticias. Al parecer ninguno de sus hombres sobrevivió.) Los náufragos de uno de los botes, el comandado por Owen Chase, contramaestre del hundido Essex, comenzaron a comerse unos a otros, una vez agotadas las reservas, mediante un macabro sorteo. La sangre de las víctimas servía para calmar la sed. Al final de la travesía, sólo quedaron cuatro sobrevivientes. La mayoría fueron muertos para saciar el hambre y la sed de los demás; tres murieron deshidratados o por enfermedad. El 19 de febrero de 1921, tres meses luego de la catástrofe, el bergantín Indian de Londres, al mando del capitán William Crozier, recogió a los cuatro sobrevivientes, entre ellos el contramaestre Owen Chase, quien testimonió luego la terrible historia del naufragio del ballenero Essex. (Se cuenta que a la muerte de Chase, años después, se encontraron grandes reservas de alimentos en el sótano de su casa.)
Charles Olson no por gusto cuenta la travesía del ballenero y sus tripulantes, coincidente en mes y año con el nacimiento de Melville. Desde ese proceder el poeta norteamericano empieza a develar la obra, que de muchas maneras también fue la vida, de Melville. Diálogo entre autor, circunstancia, y obra. Interconexión entre la historia y el sentido simbólico de la misma. Correspondencia de eventos. El novelista norteamericano tendría que relatar alguna vez, por fatalidad o mandato divino, una historia como la de la hermosamente terrible ballena blanca: Moby Dick, nos sugiere Olson. Ya su nacimiento estuvo marcado por el ballenero Essex y su destino.
Érase una vez un niño que nació y creció en un pueblo llamado Jagüey Grande, entre los ruidos de un fotingo nocturno más los vivas y aplausos al senador-poeta Agustín Acosta. Y sucede que ese poeta —más bien senador— escribió unos versos acerca de la zafra, pero aquel niño muy poco tuvo que ver con la caña de azúcar y sus derivados, mas sí mucho/demasiado le deben sus poemas a esos ruidos que puedan salir de la noche de un fotingo destartalado.
Érase una vez un niño que nació “en mismo mes y año (noviembre de 1926) en que Ortega y Gasset proclamaba su Dios a la vista”[2], y que nació con la cabeza apretada por un 1925 donde el físico norteamericano de origen austríaco Wolgang Pauli formuló el “Principio de exclusión” basado en el precepto fundamental físico que afirma que dos partículas elementales de un átomo no pueden ocupar simultáneamente el mismo estado de energía, y por un 1927 donde el físico alemán Werner Karl Heisenberg formuló el “Principio de incertidumbre” que afirma la imposibilidad de medir de forma precisa la posición y el momento lineal de una partícula.
Bajo tales principios —exclusión e incertidumbre—, se revelará la escritura de aquel que “una vez” fue niño: Lorenzo García Vega. Desde ellos se va a debatir respecto de su condición existencial, de su condición de escritor no-escritor. El niño, que en noviembre de 1926 comienza a percibir formas neblinosas, se encontrará frente a sí y a sus espaldas, dos principios que lo determinarán por el resto de su vida. Que lo designará artífice de un alucinante baile de “pasmosos arlequines”.
[1] Fragmento del poema “El regreso” de Manuel Navarro Luna. Este es un ejemplo del magro vanguardismo poético cubano.
[2] De las palabras de contraportada de Poemas para penúltima vez (1948 – 1989), del propio García Vega.
[Pablo De Cuba Soria]
En un contexto en apariencia moderno, a pesar del tardío aire romántico todavía reinante, en un paisaje de insuficientes formas, Julián del Casal intentó construirse una forma de vida antimoderna; esto es, demasiado moderna. “Los antimodernos son los modernos en libertad” (Antoine Compagnon), y Casal se construyó una “libertad” que le permitió, sin dudas, ser un raro en su horizonte/expectativa de época.
Pero Casal no llegó a trascender su marco, porque su libertad moderna fue de llevarse puesta, en el cuerpo, como el famoso kimono que usaba; también su modernidad fue la del coleccionista, aquella que Walter Benjamin detectó en el París de Baudelaire; a saber, una modernidad que radicó en “el afuera del texto”, pero apenas en él. A pesar de que, como relató su amigo Ramón Meza, “leía y escribía en un diván con cojines donde resaltaban, como en biombos y ménsulas y en jarrones, el oro, la laca y el bermellón”, Casal no llegó a trasladar esos elementos enrarecidos que lo rodeaban (tiempo y espacio exteriores) a la sintaxis del poema; es decir, a los campos de fuerza y tensión del poema.
Modernidad vivendi, no textual.
Eso: Casal fue ante todo escritura de un modus vivendi, presencia externa que lo salvó de lo que quizá sus poemas por ellos mismos no hubieran alcanzado. Ya José Lezama Lima lo formuló de este modo: “Casal tiene que trasladar la poesía, ya que no podrá alcanzar la felicidad de la obra, a una constante prueba de actitud poética, de vida poética”. Poema y Vida que en Casal son inseparables. Razón que acentuó su inmadura modernidad: el sujeto lírico moderno —está por supuesto en Baudelaire, estuvo sobre todo en Mallarmé, Valéry, Benn— logró que el poema se pensara a sí mismo; sujeto que pudo mirar a la vida desde el poema.
Amputarle uno de esos miembros —Poema, Vida— a Casal, conllevaría a mal situar al poeta de Nieve fuera del marco de las condiciones históricas y estéticas que lo determinaron. Sería, consecuencia aún más terrible, condenar a Casal a lo que realmente fue condenado: a ser la voz (el tono) más presente en toda la tradición poética cubana posterior a él. Casi todos los mejores poetas cubanos durante la primera mitad (y todavía más acá) del siglo XX, o fueron generalmente epígonos del verso casaliano, u otros imitaron —al menos trataron— su modo de vida. Muy pocos lo asimilaron desde la conjugación de Poema y Vida. Y lo que ha sido peor: muy poquísimos detectaron que incluso el aprovechamiento de dicha conjugación resultaba insuficiente.
Por ello, la Borrero, Boti, casi todo Poveda, Ballagas, Florit, Brull… fueron buenos poetas insuficientes. En sus poemas, en cualquiera de sus poemas, siempre deambula, con kimono o completamente en cueros, casualmente Casal.
Ya en su “Oda a Julián del Casal”, Lezama lo había señalado: “Las formas en que utilizaste tus disfraces, /hubieran logrado influenciar a Baudelaire”. Ojo: se habla de disfraces, no de poemas. “Porque Casal, eligiendo su destino con la máscara del Conde Camors, no pudo abrir ningún reverso en su circunstancia”, leemos en el ensayo “La opereta cubana en Julián del Casal” (incluido luego en Los años de Orígenes) de Lorenzo García Vega.
Algunos cuentan que Casal caminaba, que era un paseante, un hacedor de rondas en las noches habaneras. Otros lo describen —ya lo leímos en la cita de Meza— en “su celda” llena de japonerías. Y sí, el Casal de a pie podía estar en ambos espacios (exterior e interior) indistintamente, pero al Casal poeta le fue negado escuchar los ruidos del afuera con el oído interno, incapaz de renunciar a/ir más allá de esa colección de entidades poco más que decorativas. Casal no pudo más que mirar “a través del cristal de mi ventana /por lo rayos del sol iluminado”. Bastante lejos quedó ese mirar del de «Les fenêtres» de Mallarmé: “Me miro y me veo ángel, desfallezco y deseo /—Que el vidrio sea el arte, o sea el misticismo—”.
Por su lado, Virgilio Piñera, quien careció de la gracia de lo lírico, aunque tampoco la necesitó, vio “a Casal /arañar un cuerpo liso, bruñido. /Arañándolo con tal vehemencia /que se rompían” para mostrarle (mostrarnos) “que adentro estaba el poema”. Y esa visión de Virgilio, con la que pretendió vestir a Casal con las vestiduras del Dante, y en la que se asiste a una inversión de roles: Dante guiando a Virgilio, se nos presenta al poeta de Hojas al viento en su real dimensión.
¿Por qué?
En los versos de Piñera, Casal está afuera del poema; lo muestra/vislumbra pero desde el exterior. Ese “cuerpo liso, bruñido” le rompe las uñas. Casal, bien lo supo el autor de Aire frío, jamás pudo hincar sus uñas en el poema, jamás alcanzó a habitar en la casa del poema. Como Moisés, Julián del Casal sólo pudo contemplar la tierra prometida. Muchos de los poetas cubanos que le sucedieron, epígonos casi todos, no lo supieron: creyeron ingenuamente que él la había pisado, habitado incluso; de ahí que adoraran a un Casal improbable, a un Julián que nunca existió.
Y es cierto: casualmente llegó Casal a acercarse a la Modernidad, pero repitámoslo: sólo alcanzó, con lo justo, con bien traída ligereza, a llevarla puesta. Parches, en vez de epidermis. Perfumes de ventorrillos chinos (“chinerías encantadoras”, habría dicho él), en sustitución de parisinas esencias aromáticas. Fue él ante todo un romántico a destiempo que sufrió —Bustos y rimas de por medio— tibias sacudidas de frialdad moderna. De hecho, tales espasmos apuntaban más a una tímida atmósfera parnasiana, que a una temporada de infierno marsellés, o una “comarca de nieve” mallarmeana.
No obstante, la suya fue una mente preclara: de haber llegado a estar en cuerpo presente en el París del Spleen, de la Modernidad, ello le hubiera significado mirar a los ojos de la Medusa. Sólo le fue dado “el impuro amor de las ciudades”, y no la ceguera luminosa de lo Moderno. Por ello evitó, dineros aparte, conocer la tumba de Baudelaire o probar la absenta con la que Verlaine calmaba su sed, quedándose apenas (a salvo) en el atrasado Madrid de Bécquer. “Porque si me fuera, yo estoy seguro que mi ensueño se desvanecería, como el aroma de una flor cogida en la mano”, escribió con ese tono romántico que siempre acompañó su escritura, a pesar del baúl lleno de modernas resonancias francesas que le diera el “conde Kostia”.
Julián del Casal, como Manuel de Zequeira, fue un coleccionista (muchos en la época lo fueron) de seudónimos. Alceste, Hernani, El Conde de Camors. Sin embargo, la locura de Zequeira no estuvo en Casal. Y por supuesto, tampoco tenía por qué estarlo. Pero sucede que aquella locura de Zequeira trajo bajo el brazo locura lírica, e intuiciones que en Casal no llegaron a expresarse. Lo impidió el tono demasiado febril (todavía romántico: “Como la llama de escondido faro /Que con sus rayos fúlgidos alumbra /El vacío profundo de mi alma”) de su sujeto poético. El gesto neoclásico en Zequeira fue exorcizado hasta tal punto que terminó presa de la invisibilidad, como sombrero sobre la cabeza del poeta. Cuando Casal parecía que iba a alcanzar el quiebre y desapego modernos (“Con el rumor creciente de sus frases /Que brotan”), sobrevinieron la risa y el buche de sangre, acudieron las parcas.
El verso final del poema “Introducción”, con el que inicia Nieve —“En las amargas ondas del olvido”—, está todavía invadido de aquellas nieblas románticas que inundan el Der Wanderer über dem Nebelmeer del pintor alemán Caspar David Friedrich, cuadro que es todo un símbolo del ideal romántico. “¿Quién que es no es romántico?”, se preguntó Darío, dejando por sentado que el Modernismo —su Modernismo— era materia de continuidad y además gesto renovador. Casal no alcanzó a (no podía) formularse semejante pregunta, porque esa es pregunta que nace en/desde la escritura, poema o prosa adentro; a saber, desde las (des)armonías prosódicas y tonales que habitan en versos y entreversos.
Aquel “Náufrago bergantín de quilla rota” del poema «Marina», por un lado demasiado inundado estaba todavía de esas brumas del cuadro de Friedrich; y por el otro, demasiado “constelado /de diamantes, rubíes y zafiros” de un Modernismo —que no necesariamente Modernidad— que en sus inicios mismos ya era retórica gastada. Y el material poético con el que traficó Casal, era —si bien “contemporáneo” a él— de segunda mano, estrujado, usada vestimenta nueva.
De haber sobrevivido Casal unos años más, ¿habría llegado al menos a intuir esa “infinita colisión compleja” de Herrera y Reissig? Quién sabe. Tampoco importa. De hecho, la anterior es pregunta que sobra, por falaz. Las islas son islas y los sures, en su profundidad borgeanos.
Casualmente vino Casal para quedarse, para darle algo de color a un paisaje insular de insuficientes formas, para darle una pobre densidad moderna al aire romántico todavía reinante en su tiempo. “Mitad ciruelo y mitad piña laqueada por la frente”, nos lo presentó Lezama Lima, pidiéndonos paciencia, la pobretona paciencia (rebosante de frutas) del espejo de Silvestre de Balboa. “Déjenlo, verdeante, que se vuelva”, (nos) pidió también Lezama encarecidamente, para legitimarse, para salvarlo.
[Pablo De Cuba Soria]
Baudelaire*
Al quedarme dormido, incluso mientras sueño,
escucho voces que claramente dicen
frases completas, comunes y triviales
que guardan relación ninguna con mis cosas.
Madre querida, ¿acaso nos queda tiempo
para ser felices? Mis deudas son enormes.
Mi cuenta bancaria depende de un juez.
No sé nada. Nada puedo saber.
Perdí la capacidad de esforzarme.
Pero al igual que antes crece mi amor por usted.
Siempre estás dispuesta a lapidarme, siempre;
es así. Desde la infancia ha sido así.
Por vez primera en mi larga vida
soy casi feliz. El libro que casi termino
se me antoja casi bueno. Perdurará como monumento
a mis obsesiones, a mi odio, a mi repugnancia.
Las deudas y la persistente ansiedad me debilitan.
A mi espalda se desliza Satanás para decirme dulcemente:
“¡Descansa hoy! Hoy puedes descansar y relajarte.
Trabajarás en la noche”. Pero llega la noche y
mi mente, agobiada con demoras,
aburrida de tristezas, paralizada de impotencia,
me promete: “¡Mañana, será mañana!”
Y otra vez mañana se actuará la comedia
con el mismo desenlace, igual debilidad.
Estoy cansado de esta vida de cuartos alquilados,
cansado de resfriados y dolores de cabeza:
Conoces mi extraña vida. Cada jornada factura
su cuota de ira. Poco sabes de la vida de un poeta,
madre querida: Tengo que escribir poemas,
la más fatigosa de las ocupaciones.
Esta mañana estoy triste. No me critiques.
Escribo en un café al lado del correo,
entre el choque de bolas de billar, el ruido de platos,
el latir de mi corazón. Me han pedido que escriba
“Una historia de la caricatura”. Me han pedido que escriba
“Una historia de la escultura”. ¿Debería escribir la historia
de las caricaturas de las esculturas de usted en mi corazón?
Aunque le cueste un sinnúmero de agonías,
aunque no creas que sea necesario
y estimes que es una suma exagerada,
mándeme dinero para al menos tres semanas, por favor.
[Traducción de Pablo De Cuba Soria]
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